Los millones. Santiago Lorenzo

Los millones - Santiago Lorenzo


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piso de la calle Jardín de San Federico («propiedad privada», según pone en su placa). Su director, Emilio Toharia, solía explicar en público que la sede se hallaba «en el barrio de Salamanca». Aneja al barrio mencionado, la calle, dos hileras de nichos alineadas en paralelo, era lo menos parecido a los ambientes que tal ubicación por distritos quería evocar. Actual Noticias era una revista «dirigida a un público femenino». Repleta de publicidad, se distribuía gratuitamente en los supermercados Gama, UDACO, MaxCoop, Brillante, Spar y similares, así como en varios economatos gremiales.

      Incluía reportajes sobre personajes públicos, consejos para el buen gobierno de la casa, trucos de limpieza, normas de protocolo para distintas ocasiones, sugerencias para turismo interior y dos páginas de pasatiempos. La revista compraba artículos al peso, adquiría los derechos de fotografías de archivo, fusilaba todo lo que podía e insertaba un único reportaje de elaboración propia en cada número (sección encomendada a Primi). Había recetas y crucigramas que ya habían publicado tres veces durante el mismo año, y su departamento comercial encontraba cada vez mayores dificultades para vender módulos publicitarios. Actual Noticias andaba de capa caída.

      La oficina era un lugar tanto más impersonal cuanto más quería parecer especial. Había pósters por las paredes cogidos de cualquier sitio: el consabido viajero pedante de Úrculo, el fisiológicamente desagradable afiche de Kandinsky, un traje del emperador arquitectural, un cartel que anunciaba un antiinflamatorio. Tal era el lugar de trabajo de Pablo, Patús, Laura, Ricar... Jóvenes periodistas y administrativos a los que Primi oía hablar de grandes aventuras urbanas en las calles de Malasaña, que relataban con la misma actitud autoensalzatoria con la que desde siempre se habían contado las depauperadas historias de la mili. Juan Ra, uno que tocaba el bajo en un grupo, se mantenía siempre al margen de todo.

      Emilio Toharia, director de Actual Noticias, era un sociólogo con la carrera sin acabar (pensaba que mass-media era el individuo medio de la masa, u hombre común). Iba descubriendo vocaciones definitivas cada dos o tres años. Lo intentó con el teatro porque le habían felicitado en una función de navidad en COU, estuvo como corrector de estilo para prospectos en una farmacéutica, pasó por una gestoría como administrador, anduvo de comercial en una empresa de componentes y arribó al fin a Actual Noticias. Sin haber plantado nada en cada nueva ocupación, incapacitado para encarar los contratiempos, se convencía de que su oficio presente se le quedaba corto, y lo cambiaba. Cada vez, por ocupaciones más complejas. En esta errabundia, Toharia no percibía su impericia para todo. Antes bien, prodigarse de tal manera en menesteres tan diversos era para él la clara sanción a la anchura de sus talentos. Lejos de sospechar su desarbolante pobreza de carácter, se entendía a sí mismo como un hombre universal capaz de consagrarse a mil actividades variadas. Así que transitaba por sus años dejando un reguero de fracaso a su paso, para luego acometer empeños que cada vez le venían más grandes.

      En Actual Noticias, ya enloquecido por su autoconfianza sin fuste, Toharia parecía querer inventar una nueva figura editorial: la del redactor que administra la contabilidad mientras tira fotografías y maqueta las páginas, coordinando la contratación de anuncios y dirigiendo el departamento jurídico de la empresa. No valía para ninguna de las tareas. Al menos tres redactores de Actual Noticias, que aspiraban a publicar narrativa, tenían puestas sus expectativas en componer sendas novelas con él de protagonista: un tipo rematadamente tonto en torno a quien armar un relato cómico sobre la necedad neta. Se encontraban todos con el mismo escollo: comenzaban a escribir las hazañas del iluminado, tomadas literalmente de los estropicios que organizaba, y tenían que dejarlo. El redactor jefe era tan patán que todo lo relatado sonaba a exagerado. Eran tan brutales los efectos de sus cagadas que, transcritos tal cual habían ocurrido, los sucesos parecían inverosímiles falsedades. Toharia no valía ni como material fabulario.

      Dotado de una gran retentiva para el vocabulario, no perdía oportunidad de desplegar su palabrería a poco que viniera a cuento, por parecer listo. Así, su habla devenía en un esperpento semántico que lo acercaba a ciertas fases del deterioro mental por consumo de estupefacientes —que él, cobarde para todo, ni cataba. En este empeño por arrollar con lindos vocablos, a Toharia le pasaba lo que le ocurre a quien lanza al ataque todo su material a las primeras de cambio en una partida de ajedrez: que siempre sale perdiendo. La gente lo despreciaba porque siempre estaba en mate.

      El lunes diecisiete de marzo de 1986, Emilio salió de su despacho e irrumpió en la zona central de la redacción con la tranquilidad nerviosa de cuando se indignaba.

      —¿Quién me ha empleado la máquina de escribir mecanográfica?

      Todos los presentes respingaron porque todo indicaba que sobrevenía un nuevo, estúpido enfado. Los tres de la vocación novelera prepararon los lápices y afilaron las orejas.

      —¡Que ya os lo tengo reiterado, joder! ¡Que para mí es contrariante que me la toquéis!

      —Toharia, si sólo hay cuatro máquinas de escribir para nueve personas —terció Patús, intentando racionalizar el suceso—, pues es que es normal que tengamos que echar mano del poco material...

      —¡No hay cuatro! ¡Hay tres, más una cuarta fuera del tiesto que es la mía, fuera de inventariado porque es para uso y disfrute mía sólo!

      Los literatos copiaban al vuelo, por no sufrir la regañina al parecer que laboraban y por sacar provecho al torrente. Continuó Toharia:

      —¡Que me da mucho asco! ¡Que os ponéis a disponer de ella, os quedáis en blanco, y a meteros el dedo en la nariz! Y los deditos, luego a posarse a las teclas. ¡Y luego, a tocarlas yo! ¡Coño, qué asco!

      Lo mejor era dejar que acabara de oírse. Ya volvería a su despacho, a hacer llamadas inútiles y a juguetear con el fax. Pero se fue a Primi, que remataba un reportaje de refrito sobre el mudéjar en Teruel. Ella, que no acababa de adaptarse ni al medio ni a su director, se rogó calma a sí misma.

      —Oyes —así decía—, una empresa de recursos humanos ha organizado un cursillo para ejecutivos con pánico al avión, o miedo. Les reproducen unos videos, les propinan unas charlas y el sábado se los llevan de Barajas a Cuatro Vientos con unos psicólogos-psiquiatras. Vete y les haces un reportaje. Este es el teléfono de Luis Ortiz, que es el de prensa de la empresa.

      —¿Tienes el teléfono de inscripciones? —preguntó Primi.

      —¡Pero que tú no te tienes que apuntar, que tú vas de prensa!

      —Pensaba que ibas a decirme que me inscribiera. Que se trataba de que se creyeran que yo también soy de los que se acojonan en el avión. Para que no se me corten los ejecutivos. Ni los psicólogos, ni los de recursos humanos.

      Toharia cayó en la cuenta de que la idea era buena. Pero se empeñaba en disimularlo todo, y en hacer como que siempre estaba al cabo de la calle con su extraño castellano.

      —Claro, claro. Vale. Eso es más óptimo. Luego te dispongo el teléfono.

      —Gracias.

      Por evitar silencios, Toharia se irguió dinámico y se lanzó a hablar de cualquier cosa.

      —¡Qué ascoso lo de la máquina! ¡Ahora, hasta que no acuda la de la limpieza, a escribir con mitones de látex!

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