Los millones. Santiago Lorenzo

Los millones - Santiago Lorenzo


Скачать книгу
años gozosos, Bernardo disfrutó de la vida como ningún compatriota, consciente de que tal felicidad no habría sido posible sin el cotejo de una infancia y una adolescencia miserables. Consciente de que las cuitas y las privaciones padecidas antaño estaban en la base mismísima de tanto asombro ante tanto desahogo y de tanto pasmo ante tanto placer. Se casó con una bella alemana en 1957 y en 1958 tuvo a su hija. La llamó Primitiva, fascinado por la naturalidad de la vida selvática a la que debía su siempre recién descubierta felicidad.

      En 1968, cuando la independencia, tuvo que volverse a la península. Con su familia y con toda la pena. Se encontró con un país en supuesto proceso de liberalización que a él le pareció un monasterio en plena novena mortificativa. Ahora, a sus sesenta y seis años, asistía perplejo al hecho de que toda una sociedad quería autoconvencerse de estar descubriendo la esencia misma del deleite. A Bernardo, con todo lo que llevaba en la piel, el pretendido hedonismo de los ochenta en España le parecía puro espartanismo, el del más sacrificado de los ciudadanos de Esparta.

      Primi tenía diez años cuando sus padres se mudaron a Madrid. La familia se instaló en un piso de la colonia de ferroviarios de Villaverde. Su experiencia fue la contraria a la del Bernardo que llegó a la otra colonia. Hecha al clima delicioso de la costa ecuatorial africana, los rigores del invierno y del verano madrileños desconcertaron su fisiología. Estudió la primaria en cierto colegio de su barrio. El centro era un lugar rabiosamente triste, como tantos de los de una ciudad en la que el de El Pilar, que parece el internado lúgubre de Jane Eyre, era ya entonces el colegio más apetecido.

      Primi, de natural tímida, no salió ganando con el cambio. Cuando los niños se enteraron de su pasado africano comenzaron a llamarla «negra», primero, y «sucia», después. Ella no entendía nada, pero se le quedaron para siempre un sentido de la prudencia y un exceso de prevención con los demás que, lo sabía ella, en muchas ocasiones no le valía más que para perder oportunidades de pasárselo bien.

      Lo escribía todo desde siempre. No satisfecha con cumplir con el suyo, llevaba los diarios de su padre y de su madre. Así que cuando acabó el bachillerato ya había pasado dos veranos como meritoria en un periódico, el Ya, que acometía vacilante la recta final de su existencia. Durante los tres años siguientes alternó trimestres esporádicos en el diario católico con temporadas atendiendo en una droguería de la calle Embajadores. Al fin entró en plantilla en la gaceta de sus eventualidades. Pero a los dos meses, víctima de las reestructuraciones que jalonaron el declive del periódico, Primi volvió a quedarse fuera. Fue cuando le propusieron fichar por un nuevo proyecto editorial. Aceptó y en octubre de 1983 ingresó como redactora en la revista Actual Noticias, chapuza prensaria que nadie habría echado en falta si un día se hubieran suicidado a una las linotipias del orbe. Firmaba sus reportajes como Azucena García, por lo feo que era su nombre de pila y, sobre todo, porque le daba vergüenza aparecer en tal publicación cochambrosa con su verdadera identidad.

      Primi se casó con Blas Sáez en agosto de 1984. Vivían desde entonces en la calle Guillermo Pingarrón, en el barrio de Palomeras, en un piso pequeño y rancio heredado de un abuelo de él. La casa vencía para un lado. De entrada, era un desnivel que apenas se notaba en la percepción consciente. Pero meses y meses de tomar sopas de bordes excéntricos respecto a los del plato, de no poder meter en casa un balón que no se pusiera a evolucionar él solo, de que lo fregado del suelo se secara antes por el este que por el oeste... Meses y meses de volver locos a los líquidos del oído habían hecho mella en el ánimo de ambos.

      Blas era profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid. Suena muy bien, pero aquello era un cuerno podrido de marca mayor. Como profesor adscrito, sólo se le requería durante cuatro horas a la semana, con lo que sus ingresos tampoco eran gran cosa, y su centro de trabajo no podía estar más lejos de su domicilio. Con eso y todo, lo peor era que impartía su docencia en la Facultad de Ciencias de la Información, Rama de Imagen, donde el programa académico contemplaba asignaturas tan descolocadas como esta suya. El alumnado despreciaba estos planes de estudios, porque no entendía qué pintaba materia tan prosaica en enseñanzas que ellos querían tan líricas.

      Barruntándose esta animadversión, que era cierta, pero a la que Blas quiso ganar por la mano con excesivo celo, el profesor se presentaba ante sus pupilos revestido de una más que postiza antipatía, una actitud de escéptico de recia dureza con la que anticiparse a la previsible hostilidad que pensaba encontrar. Con su forzada mirada torva pretendía infundir un miedo que cercenara por la base el más que posible amotinamiento de los cientos de alumnos que en aquellos días cursaban estudios de Imagen.

      La estratagema le funcionó, pero por la retaguardia y sin que él se diera cuenta del verdadero porqué: a Blas se le olía a millas marinas la vergüenza de tener que andar explicando unas materias que todos sabían tan fuera de sitio. Y se le notaba, sobre todo, el pánico a que le insultaran o, aún peor, a que le pegaran por intruso. Llevaba escrito en la cara que su posturita de duro era en el fondo un ruego de clemencia y los chicos, por mor de una lástima que les honraba, se hicieron cargo. Provocaba compasión, por lo frustrados que resultaban sus intentos bobos de dar miedo, así que los alumnos tomaban sus apuntes sin demasiado follón, preguntaban alguna cosa de vez en cuando y sólo chillaban cuando era necesario. Blas, por su parte, vivía en la ilusión de que medio tenía dominada la situación gracias a sus hábiles oficios. Pero tanto teatro, en papel tan desagradecido, durante tanto tiempo, con tan escuálida vocación para la escena, le tenía amargado. La inconsciente sospecha de que todos sabían algo que a él se le escapaba, lo remataba.

      Blas y Primi distaban mucho de ser buenos amigos. Quizá por eso todavía les iba bien algunas noches en lo sexual. Mientras hubiera de eso, pensaban por separado, quedarían muebles por salvar. Hacían el amor con cierto afecto y luego siempre pasaba algo que fatalmente les devolvía a su aislamiento. Todo empezaba por alguna nimiedad, como ocurrió un sábado estival tras el amor y antes de dormir, cuando Primi empezó a soplar el cuerpo de Blas con la mejor intención, y que se trae como ejemplo.

      —Qué haces —era Blas.

      —Para que no tengas calor.

      —Pues prefiero que no me soples.

      —Como te veo que has sudao...

      La cosa seguía por torcerse a partir de cualquier contingencia, que no necesariamente estaba injustificada.

      —Ya. Pero es que te huele muy mal el aliento y me llega el tufo cuando me soplas.

      Primi se reía-sonreía, todo lo que sabía hacer cuando Blas le daba un corte que, literalmente, sentía en la cara como si se la rajaran con el canto de un folio. Entonces se esforzaba por convencerse de que el comentario hiriente no iba en serio. Y que si iba, ella quitaría hierro hasta que pareciera que encontraba la escena como de broma.

      —¡Ay, ay, ay, cómo eres! —decía intentando que pareciera que se lo tomaba a chufla—. Blas, Blas, eres lo más. Je. Je.

      La secuencia siempre se desgranaba más o menos así. Al oír esto, también Blas hacía sus esfuerzos. «Blas, Blas, eres lo más» quizá tendría como propósito dulcificar el último minuto del día. Pero a él le encorajinaba oír memeces como esa, así fuera la nobleza de su propósito grande como un latifundio. «Blas, Blas, eres lo más» daba mucho asco, lo mirara por donde lo mirara. Primi se percataba de que la tontuna era una estupidez, pero no podía dejar de soltarla para mantener abierta una conversación que esperaba con ansia que ambos cerraran sin palabras demasiado ácidas. Como no llegaba tal amable coda, porque Blas estaba concentrado en no decir nada y clausurar así el día sin bufar, pues Primi igual repetía la chorrada, u otra peor. Con una intención encomiable, con un tono conciliador evidente, pero que a esas alturas su marido ya encontraba tan insoportablemente cursi que no podía entenderla sino como una tocahuevada en regla.

      —Vale, pues buenas noches, «simpático» —decía Primi, por poner un ejemplo.

      Que la recompensa a los esfuerzos de Blas fuera una mamarrachada aún más gorda, ya ponía las cosas al borde del acantilado. De ahí a la debacle, un milímetro. Asperezas, burradas varias, ampollas de veneno. Luego los dos acordaban una finalización de urgencia,


Скачать книгу