Los millones. Santiago Lorenzo

Los millones - Santiago Lorenzo


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con un cliente que, aparte de ser tan fiel, parecía tan pesaroso. Era violento negarse a ellos, porque ambos se comportaban con una bonhomía tan bien sopesada y con unos deseos de agradar tan exactamente amables que daba mucha lástima rehusar sus atenciones. Francisco envidiaba a quien podía permitirse el lujo del comentario bobalán, mañanero y trabajador. Pero no le quedaba más remedio que beberse rápidamente el café fortísimo e irse luego con un pobre y corroído «taleo» («hasta luego»).

      Vivía a doscientos dieciocho pasos del CoyFer, en el primero derecha del número 26 de la calle Santa Valentina. Era un edificio de dos plantas, con una puerta a calle sin cerradura y en el que él era el único vecino. Bajo la barra del bar Tembleque, su anterior observatorio, encontró un día, menudo susto al palpar, un sobre con la dirección y la llave de la nueva guarida a la que le mandaban. Ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió sus cuatro cosas de la casa baja de Puerta del Ángel y se mudó esa misma tarde. En un vaso de la cocina encontró su nuevo destino de vigilancia (el CoyFer) con los datos sobre horas, días y papeleras. Nunca se enteró de quién era el propietario del inmueble. Sería de alguien del GRAPO. O quizá es que sencillamente el dueño no era nadie, porque toda su vida estaba llena de nadies. Nadie dejaba los chicles y, si un día aparecieran, nadie los habría puesto allí.

      La casa era una cochambre. Pero para Francisco, que pasó la adolescencia preguntándose de dónde iba a sacar él para una vivienda, era mucho más de lo que había esperado jamás de la vida. Estaba desconchada y remendada, repintada, recompuesta y amarillenta. Cuando Francisco llegó a instalarse encontró los escasísimos enseres del piso recubiertos de esa mugre a la que ya no se vence, porque está hecha de tiempo y no hay detergente que la disuelva. Pero a base de frotar con el aguarrás industrial que encontró en las basuras de un taller de maquinaria, los muebles no daban demasiado asco.

      Todos eran de cocina, en cualquiera de las cuatro estancias de la casa. En el salón había una alacena mural de melamina, de extrañas formas abombadas. Allí tenía Francisco sus siete libros: uno de Pearl S. Buck; Cinco semanas en globo, en Editorial Molino; Hechos que conmovieron al mundo; el finalista del Planeta 1965; Historia universal 3º BUP; Otelo, de Guillermo (sic) Shakespeare; y el catálogo de juguetes de El Corte Inglés de 1971. Todos forrados con papel de periódico. Había expuesto su medalla de montañismo de 1975 sobre un pequeño atril hecho con pinzas de la ropa y guardaba en un cajón la navajita de cortar el chorizo de las excursiones de entonces. El resto de los objetos de la alacena (dos ceniceros de loza con la inscripción «Rdo. de Segovia», un reloj que metía mucho ruido, la cabeza de un caballo de plástico y una moneda de cincuenta céntimos) ya estaban en la casa cuando él llegó. Había además una mesa de lámina imitando madera de algo, un sofá de gomaespuma, tapado con un cobertor morado, una tele en la que no se distinguían las figuras, porque en el edificio no había antena, un transistor que sí se oía y un video Betamax al que no había qué echar de comer.

      En la cocina fue donde el habitante más frotó con la parte verde del estropajo. Como no había quemadores con qué usarla, la bombona de butano le servía como mueble auxiliar (colgando las bolsas de las asas y del pitorro). Cocinaba con un infiernillo eléctrico de resistencia, de los que en 1986 ya estaban prohibidos por la querencia que mostraba el rojo vivo a contagiar su fuego a los cortinajes y a las faldillas adyacentes.

      Su bañera no tenía ducha, pero se había fabricado una con la goma de la bombona y un bote de suavizante calado como un colador, que podía coger por su asa para restituir el efecto de teléfono. Se había hecho unas cortinas de baño con unas bolsas de basura de comunidad, de un negro satinado que creaba una extraña sensación lumínica a la hora del aseo completo. Había reforzado la banda superior con cinta aislante, y la había perforado pinchando con un boli para insertar las anillas de las que colgaba.

      Pegándoles una base a los cartoncillos de los rollos de papel de váter usado, Francisco se había compuesto un cubilete para lápices, un costurero y un simpático tirador de sentido alusivo para la cadena de la cisterna (que no era cadena sino cordel). La casa estaba repleta de útiles como estos, lo suficientemente pueriles y pobres como para llamarlos «trabajos manuales». La mitad de los cierres de sus armarios estaban descoyuntados, pero mantenía las puertas en su sitio a base de tiras de celo.

      Francisco trabajaba en una decrépita nave de seiscientos metros cuadrados en la calle de Miramelindos, levantada en un descampado hoy urbanizado y en la que él laboraba solo, de ocho de la mañana hasta que quisiera irse, según tarea. Se colocaba ante una inmensa máquina de coser industrial y se dedicaba a fijar las etiquetas falsas de Benetton que fabricaban en un taller de Tarancón (Cuenca) en el cuello de las camisetas falsas que fabricaban en una nave de San Fernando (Cádiz). Luego las doblaba y las iba metiendo en bolsas de celofán. Cobraba cuatro pesetas por cada prenda apañada, y dejaba listas ciento sesenta o ciento setenta por jornada.

      El GRAPO le había colocado ahí en 1982, por medio de otra secreta comunicación (con tiritas pegadas, en vez de con chicles). Era el único sitio en el que podía trabajar. Francisco, fichado por la policía, ni tenía DNI ni habría podido enseñarlo en ningún lado. Daba miedo estar en la nave. Por lo grande que era y porque sentía cómo le vigilaban: los del GRAPO y los de la policía. Se oían muchos ruiditos. Las cerchas de la cubierta crujían con el sol, con la lluvia y con el viento, tan desarmadas estaban. Pero chasqueaban sobre todo al paso de los camiones, que por la mañana trazaban ráfagas de sombras al tapar a su paso la luz del muro traslúcido de pavés.

      Nunca veía a nadie. Esquivaba todo trato por prevención. De no usarla, la voz se le había quedado grave como la de un oboe, y a veces en la nave decía «oboe» para regodearse en tanta profundidad vocal. Tres veces por semana venía un sujeto con el que, en otra tesitura, quizá habría podido cambiar dos palabras. Pero era disminuido psíquico, lo que impedía mucha charla. Se movía como si fuera de plomo, mascullaba murmullos ininteligibles, gesticulaba como si tirara bombas, calzaba zapatos verdes y Francisco no le conocía ni el nombre (le llamaba Julio, por hacerse a la ilusión de que era humano). Le calculaba dieciocho, pero podía tener tanto veinticinco como doce. Venía con una furgoneta Barreiros y entraba en el taller los fardos de camisetas y los saquitos de etiquetas, de a dos y dos en cada mano. Los traía a sangre, él solo, porque se negaba con bufidos a recibir ayuda ninguna.

      El discapacitado llegaba sudando, soltaba los bultos, comprobaba que el volumen de ropa ya falsificada era el de siempre y se iba con las espurias camisetas Benetton, moda pudiente pero desenfadada. Cualquiera de los tres días de visita, entregaba a Francisco las 4.000 pesetas que venía a sacarse semanalmente. Luego se marchaba. Conducía como Dios, pero tenía que impresionar cruzárselo por la carretera con su cara de dinamitero irascible.

      Francisco guardaba el dinero negro en una cartera negra. Era como el silo de su grano, el almacén del que iba sacando el papel según fuera menester. Esos billetes se iban triturando y convirtiéndose en la grava de las monedas, que guardaba en el bolsillo derecho de su pantalón hasta que hiciera falta otra hojita de colores. Llevaba la cartera negra en su cazadora negra de plástico, la única que tenía, y que se había acostumbrado a sentir cálida en invierno y fresca en verano. «Es porque es de termoforro», pensaba, y se reía de cómo sonaba de bien la palabra que se había inventado.

      Cosía hasta que a eso de las siete no podía más y se largaba del taller, vigilando que nadie le viera mientras cerraba con candado. Sobre el plano, su casa de Santa Valentina quedaba cerca de la calle Miramelindos, pero, por la noche, los andurriales de la Ventilla daban verdadero pánico, y sólo en verano se volvía a pie. El resto del año cogía el 49, un autobús que transitaba por el noroeste de Madrid pero que él sólo utilizaba para recorrer Blanco Argibay hasta su domicilio.

      A veces, a la vuelta, dejaba pasar su parada y seguía hasta Bravo Murillo, para dar un paseo por una calle repleta de luces y de gente, una cava brillante flanqueada por humildes venitas. Lo hacía poco, porque flanear por ahí era exponerse a incidencias. Pero, en ocasiones, a Bravo Murillo que se echaba.

      Salía de la nave con el zumbido de sus diez o doce horas de silencio en la cabeza y, cuando se encontraba en medio de la avenida, repleta de ciudadanos, zapaterías, jugueterías y tiendas de cacerolas, se ponía a andar imaginando


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