En el nombre de Padre. Luis Salvago
LUIS SALVAGO (Valencia, 1964) es suboficial del Ejército del Aire y licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Valencia. Fue finalista del Premio Azorín 2017 con su obra Lloverá en septiembre, también finalista del Premio Nadal 2018 con Bârân, y ganador del Premio de Novela Cátedra Vargas Llosa 2019 con En el nombre de Padre.
Para él, lectura y escritura son dos lados de un triángulo que se cierra con una búsqueda: la necesidad de conocer el verdadero origen de una historia, sus desencadenantes, y el modo en que la subjetividad de cada narrador cambia su significado.
En esta novela, Luis Salvago relata la génesis de la guerra civil española desde el deseo obsesivo de un padre que pretende imponer a su hijo la lógica de sus convicciones.
POCO ANTES DEL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL, un joven de Tánger es destinado a una compañía disciplinaria encargada de los fusilamientos en Cabo Juby, en el protectorado español en el norte de África.
La novela narra las condiciones de vida y personales del protagonista hasta finales del año 1939. A la dureza del desierto africano y al horror de la tarea que tiene encomendada, se suma una batalla personal por liberarse de la impronta del padre, que lo devolverá a revivir su pasado porque, como dice el autor: «una generación espera que la generación que la sucede resuelva aquello que quedó pendiente de una generación anterior».
La idea política se explora en estas páginas «no como una actitud oficial frente a los poderes sociales o del Estado, sino como una extensión más de la propia personalidad y, por tanto, de la condición humana».
En el nombre de Padre es una conmovedora historia sobre aquellos que lucharon en el bando equivocado, y para quienes el resultado de la guerra fue siempre una derrota.
En el nombre de Padre
COLECCIÓN
Las Hespérides
LUIS SALVAGO
En el nombre de Padre
Premio de Novela Vargas Llosa 2019
Este libro fue ganador del XXIV Premio de Novela Vargas Llosa, concedido en diciembre de 2019 por la Cátedra Vargas Llosa, la Universidad de Murcia y la Fundación Mediterráneo.
© De los textos: Luis Salvago
Madrid, 2020
Edita: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6 28001 Madrid
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 978-84-17118-78-5
Diseño de cubierta: La Huerta Grande
Producción del ePub: booqlab
A Agustín, mi padre, mi inspiración.
A Lili, mi madre, mi latido.
A María José, Raquel, Lucía. Ellas son todo.
Sin embargo, nosotros amamos el desierto.
Si al principio solo hay vacío y silencio, es porque
no se entrega a amantes ocasionales.
Antoine de Saint-Exupéry, Tierra de los hombres
La primera vez que fusilé a un hombre olvidé lavarme los dientes. Me sentía incómodo, sucio, me costó tanto concentrarme que a punto estuve de errar el tiro. Cuando se lo dije a mi amigo Sebastián, me acusó de insensible, de inmoral y de tener un alma de hielo. Su acusación, debo reconocer, me molestó. Creo que, en el fondo, lo que le alarmó no fue mi indiferencia, sino que por más que buscó no encontró un solo resto de culpa. Le dije, aunque no me lo preguntó, que mi dedo, el arma y la bala eran herramientas de las que un juez se servía para impartir justicia, y que no eran más responsables de la muerte de un hombre que las palabras con las que una ley dictaba sentencia.
Adopté la costumbre de lavarme los dientes nada más levantarme y, cierto día, después de muchos fusilamientos, comenzada la guerra y frente al espejo, encontré a otro hombre. Ese hombre se preguntó por qué no sentía culpa, por qué sus disparos nunca fallaban y por qué la muerte le resultaba indiferente. Ahora, si tuviera la oportunidad de volver a hablar con Sebastián, le pediría que me perdonase y, al mismo tiempo, le pediría comprensión, porque los cuentos con los que mi padre me dormía encerraban siempre una moraleja terrible y porque cargó a su hijo con sus propias ambiciones. Le pediría también que no buscase culpa, porque no era culpa lo que sentía. Lo que sentía era vergüenza.
I
Padre tenía un traje para los domingos. Era de un pálido color ceniza, con una americana de botones cruzados, corbata de seda, un pañuelo en forma de pico, también de seda, doblado y planchado por Madre a la medida perfecta para que encajara en el bolsillo del pecho. Tenía también unos zapatos Oxford que compró en el Protectorado francés, tan viejos y gastados que por los agujeros de las suelas se le veía el calcetín. Ese traje, que ya de niño me parecía triste y poco acorde con el carácter distendido de Padre, era el que solía llevar cuando Madre insistía en que fuéramos a misa y también en las cenas de Navidad. Fue el traje con el que se casó y el que utilizó en el bautizo de mis hermanos. Nunca se vistió de otra manera para las grandes ocasiones: los mismos zapatos, los gemelos de oro que le regaló mi abuelo y la misma corbata de seda negra con un enorme nudo Windsor que destacaba poderoso sobre el fondo blanco de su camisa. Su elegancia, aunque monótona, solo se veía alterada por una cicatriz oscura y discontinua —el rastro indeleble de una rencilla— que nacía en el lóbulo de su oreja derecha, cruzaba la boca y moría en el lado izquierdo del mentón, como la marca de un matasellos. Desde mi punto de vista, esa cicatriz, consecuencia del golpe de una cadena de bicicleta, no desmerecía en absoluto su aspecto. Más bien al contrario, le daba un cierto aire de respetabilidad.
Un día señalado del calendario dejamos de ir a misa. Era Semana Santa. Lo recuerdo porque en esas fechas Madre nos hacía callar con un dedo en los labios si nos veía reír, o gritar, o escuchaba el repicar de las tabas en el suelo cuando jugábamos en el patio. El Señor ha muerto, decía. Los trajes y vestidos de las grandes ocasiones se quedaron desde ese momento en el remoto fondo de los armarios y nunca más volvieron a salir.
La razón fue una corbata de color rojo intenso que estrenó para la misa de Jueves Santo, de la que no quiso explicar su origen y que resaltaba sobre su inmaculada camisa como una nube solitaria en el cielo. Lo cierto es que nadie le preguntó. Ni siquiera Madre. Todos, incluidos mis hermanos, pudimos imaginar de dónde debía de proceder. Se hablaba en el barrio de una mujer, una judía de Casablanca de la que se decía que a menudo había sido vista en el taller de mi padre o mi padre había sido visto con ella en algún café del Zoco Chico, o los dos a la vez habían sido vistos arrancando palmitos en los palmerales de la playa Merkala. Esa forma pasiva empleaba la gente: Habían sido vistos, porque todos sabían de esos encuentros pero nadie se reconocía testigo.
Esa mañana en la que el sol de Tánger hacía brillar el polvo de los cristales del salón, permanecimos vestidos dentro de la casa como si en algún momento hubiéramos de salir. Deambulamos cabizbajos por las habitaciones, sin cruzar la mirada, hasta que se hizo la hora de comer. Nos sentamos alrededor de la mesa y comimos en absoluto silencio. Padre salió al patio a regar las hortensias. Mi hermano pequeño, que se negaba a tomarse la sopa hasta que no dejaba de humear, se levantó a encender la radio. Una voz carraspeó. El noticiero de Radio Nacional de España informó de las consecuencias de la insurrección de diciembre: setenta y cinco muertos, descarrilamiento de trenes, iglesias incendiadas, sabotajes, cortes de líneas telegráficas, la declaración del Estado de Guerra. Padre, que no