En el nombre de Padre. Luis Salvago

En el nombre de Padre - Luis Salvago


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la noche Madre hizo la cena. De nuevo el sonido de la masticación, de los cubiertos en la loza, de los tacones y la tos obstinada de mi hermano pequeño, se adueñaron de la casa. Cuando terminamos de cenar Madre fregó los platos, fregó el suelo y volvió al comedor. Allí, por más de una hora, se quedó escuchando a solas la emisora de Radio Nacional y, cuando por fin se acostó, la casa se sumió en un extraño silencio, como de un indefinido presagio. Mi hermano tosió, se calló, y cuando volvió a toser, el gorgoteo de su garganta pareció iniciar un concierto de estrépitos: una persiana que se alzaba, cajones que se abrían, puertas que se cerraban, perchas deslizadas a un lado y al otro, los cierres de una maleta, murmullos, quejas, reproches del uno, reproches del otro y una palabra que escapaba de la habitación y revoloteaba como un pájaro hasta la puerta de la calle.

      —¡Masón!

      Desde la ventana lo vi alejarse por la calle Italia: la barbilla alzada, el paso firme, la maleta de piel de vaca —que siempre llevaba en sus viajes— colgando de una mano. Al acercarse al final de la calle, y mucho antes de doblar la esquina, se detuvo y se volvió para mirar atrás. Los clientes del mercado nocturno pasaban por su lado y sus cuerpos escuálidos apenas salvaban la anchura de sus imponentes hombros. Una luz difusa proyectaba una sombra bajo el ala de su sombrero, y a pesar de que era imposible escucharle en medio de la algarabía, se dirigió a mí como si en ese trozo de calle no existiéramos nadie más que él y yo. Pronunció dos o tres palabras que no escuché con claridad. No sé si dijo “hasta pronto”, o “despídeme de Madre”, o acaso me habló en árabe, como muchas veces hacía aunque yo no siempre le entendiera, porque me pareció escuchar “fi qalbi”, que significa “en el corazón”. Pero no tenía sentido. De modo que concluí que había dicho “feliz cumpleaños”, porque caí en la cuenta de que a la semana siguiente cumpliría veinte años. «Nos veremos», grité más fuerte. Se acomodó el sombrero, y en ese juego de luces alcancé a ver la línea de sus labios formando la curva de una sonrisa. Luego se dio la vuelta y caminó calle arriba.

      Lo último que vi de él fue su sombrero: una mancha oscura que descollaba por encima de una multitud de cabezas.

      II

      La repentina ausencia de mi padre se manifestó al instante como una extraña enfermedad cuyos síntomas tenían en común el signo de una pérdida. El semblante de Madre se descompuso al punto de que sus rasgos faciales parecieron perder su equilibrio natural. Perdió las ganas de hablar, perdió el ritmo de sus pasos y perdió su costumbre de mudarse de ropa a diario. A los pocos días se compró un vestido de pequeñas flores oscuras, con el borde a la altura de las rodillas y ceñido por un lazo negro abrochado a la espalda. Lo usó como un uniforme, lavándolo por la noche si era necesario para vestirlo a la mañana siguiente.

      He de hacer aquí un inciso: Madre era una mujer coqueta. Tenía un vestido de Chanel, un único vestido que compró en el Boulevard Pasteur a la distinguida señora de un diplomático. Era largo, de tacto suave, con un escote que muchos habrían calificado de atrevido y que ella exhibía con un gusto exquisito, enmarcando su cuello con un collar de níveas perlas falsas.

      Fue precisamente la tela de ese vestido la que empleó para hacerse un delantal.

      Creo que, de repente, el mundo entero le pareció un lugar sucio, que las paredes de la casa, el suelo, los cristales, los muebles e incluso los pequeños objetos que la rodeaban los imaginaba impregnados de un líquido untuoso que era imprescindible eliminar, porque sin mediar una pausa se entregó a una limpieza frenética, a un sacudir de polvo, a un batir de escoba y estropajos que llenó la casa de ruidos de desagües y un penetrante olor a lejía. Mis hermanos mostraban en su rostro un estupor disimulado, un desconcierto que se alargó durante varios meses y que, de alguna manera, mi hermano más pequeño agravó con una simple pregunta: «Madre, ¿qué es lo que pasó con los mineros?». Ella miró a la radio. Se acercó. Limpió con un trapo que llevaba en la mano un polvo inexistente. La encendió y puso la emisora de Radio Nacional.

      A partir de entonces, como si la pregunta de mi hermano hubiera invocado la presencia de una doble personalidad que hasta ese momento permaneciera escondida, Madre alteró un punto más su sorprendente cambio de conducta. Dejó la radio encendida de la mañana a la noche. A la hora de la comida y de la cena escuchábamos las noticias, los domingos los discursos políticos, en escasas ocasiones música. En poco tiempo, ese aparato de madera barnizada y dial rojo, conectado a la pared por un cordón trenzado, se erigió en la voz de nuestras conciencias, una suerte de alma que ocupaba un incomprensible vacío y cuyo silencio nocturno hacía aflorar un sentimiento de desamparo que solo extinguía la luz del amanecer.

      No podría decir con exactitud cuándo el dinero comenzó a faltar. Si atendiera a los detalles diría que en verdad los platos estaban cada vez más vacíos, que mucho era verdura, especialmente acelga y patata, y mucho caldo, que la carne solía ser de pollo, si es que la había, y que el pescado procedía del fondo de las cajas que se vendían en la lonja a un precio inferior, tan pequeño y desfigurado que muchas veces se quedaba sin comer. En realidad, hacía ya tiempo que faltaba el dinero. Eso dejó entrever Madre cuando se dispuso a abrir una carta que recogió por la mañana en la oficina postal. Se sentó en la butaca, muy cerca de la radio. Con un gesto cargado de teatralidad soltó una de las pinzas de chapa con las que sujetaba el pelo, introdujo la punta por un extremo de la carta y la abrió. Nuestro silencio acompañó el tiempo de su lectura y, cuando al fin acabó, noté que su rostro se congestionaba, se fruncía, se deshacía en una hilera de expresiones dispares, como si buscara entre ellas justo la que deseaba mostrar. Los ángulos del papel temblaron. Sus ojos se humedecieron y dos lágrimas se precipitaron por la curvatura de sus pómulos. Creo que fue esa la primera vez que la vi llorar. Debía de avergonzarle y acaso adivinara mi pensamiento, porque buscó rápidamente el borde del delantal —su delantal de Chanel— y se enjugó.

      —El tío Amancio ha muerto —dijo—. Ya no enviará más dinero.

      —¿Cómo fue? —pregunté.

      —Lo cogieron los anarquistas y lo ejecutaron en la plaza del pueblo. Le raparon la cabeza al cero. Tenía una hermosa cabellera rubia —dijo, como si ese pequeño detalle añadiese mayor dramatismo—, le dieron ricino y lo dejaron en cueros a la vista de la gente. Pobre. Tenía dignidad, mucha dignidad. Lo ahorcaron con un cable de la luz. Pobre —repitió.

      Esa palabra de condolencia: pobre, se añadió a su vocabulario como una muletilla a la que recurría, unida a un suspiro, cuando terminaba la faena doméstica y se sentaba, cuando desayunaba, cuando se acostaba y otras muchas veces sin aparente razón. La pronunciaba a menudo, a pesar de que tiempo después ya no mencionaba al tío Amancio. La explicación, sospecho, era que la palabra dejó de referirse a él para hacerlo a ella misma.

      Del relato sobre la muerte del tío Amancio no fue la manera de morir lo que más me impresionó, sino esa expresión de en cueros, expresión que de modo instantáneo aparecía en su boca si dejábamos la puerta del baño abierta cuando nos duchábamos o nos poníamos el pijama, o nos sorprendía ante el espejo. En cueros, en boca de Madre, llevaba implícito un signo de vergüenza, debido posiblemente a una sólida conciencia del pecado original. A Padre no le gustaba que nos reconviniera por ese motivo. Protestaba. Supongo que tanto su fe como sus asistencias a misa formaban parte de una misma impostura, porque ni siquiera para santiguarse conseguía hacer correctamente el signo de la cruz. Era cierto que protestaba, e incluso que a veces aparentaba ponerse de nuestro lado, pero sus protestas eran pequeñas, apenas audibles, como expresadas para librarse de la carga de una culpa.

      Padre viajaba con mucha frecuencia. No sabíamos a ciencia cierta cuál era la razón, ni consentía que le preguntásemos. Los días previos Madre adoptaba una actitud silenciosa y melancólica. Una humedad constante brillaba en sus párpados, se le caían las cosas de las manos, suspiraba. Padre tenía a su disposición una maleta donde guardaba tanta ropa que necesitaba atarla con una cuerda de cáñamo para que los broches no cedieran. Entre esas ropas se contaban dos uniformes: pantalón oscuro, camisa azul celeste y corbata roja. Debajo de ellos, dentro de su caja de latón, escondía una pistola automática Astra 400 en cuyas dos cachas se leían, superpuestas, las letras R y E, de República Española.


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