En el nombre de Padre. Luis Salvago
que la sangre fluía más rápido, que generaba calor. Por un instante, dudé si entrar o salir corriendo en sentido contrario. Recordé de pronto a Federico y lo imaginé asfixiado, con la piel azul y la boca abierta como los sapos. Mohamed, el ayudante de mi padre, también estaba allí. «Salam alaikum», dijo, con una curva entre las cejas, sin añadir una palabra. La casa también estaba llena de conocidos. Mis hermanos dormitaban acurrucados en un rincón del comedor, aún no se habían puesto el pijama. Olía a comida, alguien hacía la cena. Madre no estaba en la cocina, estaba en el hospital. «Un accidente», dijo Fátima, la mora, moviendo sopa en un puchero, «un camión de ganado».
V
“El hombre es un ser libre por Naturaleza y cualquier imposición, por sensata que pueda parecer, no pasa de ser la consecuencia de una mala interpretación del orden social”, había escrito Padre en una página en blanco entre la portada y la primera lámina de su álbum.
Era un hombre inteligente —expresarse de esa manera requiere inteligencia y sensibilidad—, y si no estudió demasiado no fue porque no pudiera dar más de sí, sino porque había construido una filosofía propia que cumplía a rajatabla y que regía todos y cada uno de sus actos, todos sus pensamientos y todos sus deseos. Estaba lleno de peculiaridades, entre ellas utilizar la escena de una pintura famosa para emplearla como una metáfora aleccionadora. Y en eso era inigualable: con facilidad traía a colación el título de un cuadro que, asombrosamente, encajaba a la perfección con su propósito.
Ese álbum era una colección de postales a color sobre marco de paspartú que guardaba en el estante más elevado del mueble del salón; un regalo que, según contaba, le había comprado mi abuelo en una tienda de Oviedo —mi abuelo convivió un tiempo con nosotros—. Si Padre estaba en casa —lo cual, andando el tiempo, se convirtió en una extrañeza—, lo sorprendía a menudo sentado de espaldas a la puerta, la luz de la lámpara brillando en la tonsura de su cabeza, absorto en el álbum abierto sobre las rodillas. Me reconfortaba encontrarle en ese estado, lejos del fragor del trabajo, de las pasiones políticas y las preocupaciones de la casa. Cuando pasaba las hojas de papel cebolla, humedecía sus dedos y asía la esquina con la delicadeza de un cirujano. Con ese gesto, más que pasar una página, acariciaba un recuerdo con la punta de los dedos. Y, sin duda, en ese recuerdo existía alguien a quien Padre debía su ser.
No tengo memoria de cuándo murió el abuelo. Tampoco tengo una idea exacta de su fisonomía, de la estatura, el color de los ojos, su forma de andar. Si hago un esfuerzo por recordar, la imagen convocada es la de un hombre destruido.
Recuerdo los rasgos cavados en su rostro, la prominencia de los pómulos, su piel sin brillo, tan oscura que parecía que el polvo de la hulla se hubiera infiltrado poco a poco en ella para darle el aspecto de un esbozo hecho al carboncillo, el esbozo de un hombre. Cuando le pedí a mi padre que me hablara de él, poco tiempo después de que me percatara de que lo estaba olvidando, abrió el álbum, lo hojeó y se detuvo en una lámina con la imagen de La balsa de la Medusa. Como yo era aún demasiado joven, aquellas imágenes de los cuerpos desnudos y blancos agarrándose a los troncos me estremecieron. Me contó que trabajaba en un pozo minero cuya boca de entrada se abría a un desnudo desfiladero. Para que pudiera tener mejor idea de cómo fue su vida, Padre explicó que «la mayoría de los días el abuelo entraba en la mina antes de que amaneciera y cuando salía, si era invierno, se encontraba con la misma oscuridad con la que había entrado, de modo que su paisaje no tenía amanecer».
«Tenía los ojos muy blancos y muy abiertos», explicó, «como si en todo momento buscara un resquicio de luz. Cuando crecí fue necesario que yo también trabajara, a pesar de las reticencias de mi madre. Pero eran tiempos en que se crecía demasiado rápido y había que comer. Juntos descendíamos en la jaula y juntos salíamos de ella. Pronto me apunté al Sindicato Minero y pronto empecé a no perdonar a mi padre. No perdonaba su sometimiento, su silencio, la ausencia de una protesta. No perdonaba la estirilidad —así decía: estirilidad— de sus días ni su absoluta resignación a una condena a la oscuridad. Una mañana que recorríamos el desfiladero camino al pozo lo acusé de cobarde. Yo esperaba que se defendiera, que hiciera una réplica aunque fuera pequeña, que mostrase un atisbo de orgullo, pero se mantuvo en silencio hasta que entramos en la jaula. Eres un cobarde, repetí, esta vez delante de los compañeros que descendían con nosotros. Sus ojos, sin embargo, se entretenían en las cambiantes formas de la roca, en la largura de los barrotes, en el mango del pico que apoyaba al hombro. Llegamos al fondo del todo y los compañeros, conforme salían de la jaula, se repartieron por la galería para continuar con la labor del día anterior. Cuando yo me dispuse a hacer lo mismo mi padre me frenó poniéndome una mano en el pecho. Agarró el pico por el hierro y levantándolo con las dos manos me golpeó con el mango. Nadie lo vio y, si no fue así, nadie se atrevió a abrir la boca. El aire era un eco de golpes de pico, de material que caía, de chirridos de poleas y roces de raíl. El dolor en el hombro me dejó tendido en el suelo casi sin respiración, pero había otra herida, aún más profunda, aún más ominosa, que nunca cicatrizaría. Desde entonces, ya no quise acudir a la mina en el mismo turno que mi padre, no por una cuestión de orgullo, sino porque hice de ese rencor una razón para la lucha. Solo una vez, cuando nos encontramos en un cambio de turno en la boca de la mina y aún no había disipado mi rabia, le advertí de que llegaría un día en que se daría cuenta de que había pasado su vida como un siervo, que nadie se acordaría de él cuando sufriera una desgracia y que, en ese momento, recordaría mis palabras».
Padre dejó de ser minero cuando el abuelo enfermó de fibrosis. Para entonces ya había aprendido mecánica trabajando como aprendiz en un taller de automóviles de la capital. Es de suponer que si no hubiera sido por la enfermedad del abuelo habría abandonado la minería con cualquier otra excusa. Así, Padre había determinado seguir los dictados de su propia filosofía y comenzó a leer libros de política, en un intento por dar autoridad académica a los mismos principios que defendía. Leía mucho. Leía teoría política, leía a Marx, a Engels, a Proudhon, leía libros de teología y leía de vez en cuando novelas de viajes. Se trasladó a Tánger con la idea, decía, de iniciar una nueva vida plena de libertad. Fue allí donde abrió su propio taller.
Para ayudarle en el trabajo contrató a un moro de más o menos su misma edad llamado Mohamed —a todos los moros los llamaba Mohamed—, con la intención de que sus hijos no siguieran sus mismos pasos. Aquel lugar, es necesario añadir, no era solamente un taller. Dos veces al mes —el primer y el tercer viernes— Padre se reunía en un cuarto interior, cerrado con llave, que había llenado de sillones viejos, una mesa pequeña y rectangular y un gran lienzo negro donde se entrelazaban unos enigmáticos símbolos pintados en color dorado. Si se le preguntaba para qué servía ese cuarto contestaba con algo que nada tenía que ver, como que le dolía la espalda o necesitaba ir al baño. «Son asuntos delicados», accedía a decir cuando se le insistía. Si Madre estaba presente, fruncía los labios y cerraba los ojos como si hubiera mordido un limón. Sin duda, ella debía de saber quiénes eran esas personas que se reunían en la Sala, como denominaba Padre a ese cuartucho con la idea, supongo, de darle cierto aire de solemnidad.
Uno de los clientes más asiduos del taller era un médico del Hospital Español. Tenía un Mercedes viejo y humeante, del que se negaba a prescindir. Padre le hacía apaños: le cambiaba el aceite, reapretaba las tuercas, lo limpiaba, de suerte que parecía como revivificado, y el médico, satisfecho, pagaba a gusto por no tener que librarse de él. El caso es que un tercer viernes de mes el coche del médico visitó el taller y Padre me pidió que le echara una mano a Mohamed, porque él tenía que “hacer unas diligencias” que no podía eludir. Para cumplir con esas “diligencias” se vestía con el traje de los domingos y se perfumaba con no sé qué colonia que recordaba el olor de las castañas asadas. La tarde de ese viernes era día de reunión. Un corro de gente se acumulaba cerca de la entrada mientras Mohamed y yo trabajábamos en el Mercedes. Padre llegó un par de horas después, con el pelo repeinado como un colegial y un olor dulzón. «Ve acabando con eso», me dijo al verme con las manos en el motor. Y ya fuera porque conservaba un resto de euforia o porque la “diligencia” le hacía ver el mundo de otra manera, añadió: «Es hora de asumir responsabilidades». Cogió la llave de la Sala, camuflada en un tablero con las formas dibujadas de las herramientas,