En el nombre de Padre. Luis Salvago

En el nombre de Padre - Luis Salvago


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paradoja ese ajusticiamiento; los milicianos no se habían molestado en quitarse los hábitos, los mismos hábitos con los que los curas reclaman piedad al mundo».

      Padre terminó con el segundo conejo al mismo tiempo que finalizaba su narración, y como si recordara que aún tenía algo que decirme y no se le debía olvidar, dijo:

      —Por cierto, hace tiempo que estás en edad militar.

      —Sí.

      —¿Cuándo vamos a ir a la Oficina de Reclutamiento?

      —No lo he decidido.

      —Conozco a gente. Uno de ellos trabaja en el Alto Comisionado; lo viste el otro día, en el taller, estaba dentro de la sala de reuniones. Se llama Salazar. Teniente Salazar.

      —Un militar.

      —Sí.

      —Ya hablamos, Padre —dije, como dando largas, porque una y otra vez me insistía en que debía participar en la defensa de la República, que cualquier buen ciudadano estaba obligado a hacerlo y que no había excusa que dispensara de tal obligación.

      Sin embargo, yo pensaba en Mariza, y en Madre, y en esos conejos de cuyos hocicos desnudos colgaba una brillante gota de color rubí.

      Y pensé también en mi hermana, en la inutilidad de sus lágrimas.

      VI

      Si echo atrás en el tiempo, justo a las semanas previas a su marcha, no diría que Padre pareciera triste, o distante, o apático. Más bien al contrario, una suerte de euforia lo llevaba hasta los cafés del Zoco Chico, donde jugaba a las cartas, a los dados o al dominó, y se gastaba los cuartos en una vidente que, al decir de los moros, era certera en sus vaticinios. Mi padre no escondía esas visitas, ni las justificaba ante mi madre. Sin embargo, sus mismos amigos le advertían de que esa facultad de adivinar el futuro se limitaba exclusivamente a los infortunios, de modo que si no existía un silencio, la visita a la adivina resultaba siempre una muy mala noticia.

      A Madre no le gustaba que hiciera tales cosas. Cuando Padre volvía del juego y se dirigía al baño antes de acostarse, salía de la cocina siguiendo su estela y venteaba el aire del pasillo, esperando encontrar un olor de vino, o de colonia, o de algún almizcle de piedra de los que usan las moras para lavarse. Los alcoholes y las esencias aromáticas, vinieran de donde vinieran, eran para Madre la prueba irrefutable de un pecado que habría de corregir. Noche tras noche se repetía la misma escena: Padre entraba rápido y Madre iba detrás, pero por mucho que se esforzaba en pillarle en un renuncio, los vapores del queroseno, de la gasolina o de la grasa suprimían por completo la posibilidad de detectar cualquier otro olor.

      No me pasaba desapercibido, y creo que a Madre tampoco, que antes de esa época de disipación Padre siempre se mudaba de ropa en el taller y entraba en casa dejando poco más que un ligero efluvio de combustible flotando tras él. Durante esos días de asombroso cambio de hábitos, si se le hubiera acercado una cerilla ardiendo, sin duda su mono de trabajo se habría prendido en una llamarada instantánea.

      El hecho de que a mi padre le atrajera conocer su futuro, desde mi punto de vista, no era tanto por la mora que le ofrecía tales servicios —y en esto habría de pasar el tiempo para poderlo confirmar—, sino por la imperiosa necesidad que tenía de no equivocarse en la elección de su nueva mujer.

      Lo que verdaderamente desconocía es que esa mora vidente no era otra que la misma señora que limpiaba la casa de Efrén.

      Pero lo que importaba, y tal vez a ello se debiera esa extraña euforia, era que las visitas de mi padre a la vidente resultaban siempre extremadamente silenciosas, sin más intercambio de palabras que un saludo y una despedida. A consecuencia de ello, Padre se sentía pletórico, convencido como estaba de la benevolencia de su futuro.

      En uno de esos días, al igual que en otras ocasiones desde hacía un tiempo, lo acompañé al campo de tiro. Íbamos en motocicleta, una FN de 350 centímetros cúbicos, de tercera mano, que había ganado a un francés en una partida de cartas. Como era habitual, fuimos sin horario fijo y sin haber hecho preparativos con la debida antelación. Padre detestaba enseñar. Lo consideraba una pérdida de tiempo y no tenía paciencia para soportar la ignorancia del aprendiz. Cuando contrató a Mohamed lo obligó a permanecer a su lado mientras trabajaba, sin hacer preguntas, a menos que le insistiera tanto que no le quedara más remedio que esforzarse en explicar. Sin embargo, disponía de toda la paciencia del mundo para enseñarme a mí. Se desvivía, y me consta que lo hacía superando un gran obstáculo. Le he visto morderse el labio inferior hasta hacerse sangre cuando necesitaba que me repitiera alguna explicación, pero siempre estaba dispuesto a responder cualquier pregunta que le hiciera.

      Salimos del taller con prisa, sin que mi padre se tomara su tiempo en cambiarse de ropa ni limpiarse la grasa de los brazos. Cabo Espartel, el lugar a donde nos dirigíamos, era una zona recóndita y agreste, alejada de la medina y alejada de las concentraciones de gente. El campo de tiro asomaba a pocos metros del camino como un calvero escondido entre los árboles bajos, torcidos por el persistente viento del mar. Nada más llegar, aparcó bajo una higuera y me pidió el fusil que yo había cargado durante el viaje. Colocó el estuche sobre una piedra de gran tamaño, se crujió los dedos a la manera de los pianistas y abrió la tapa con la misma solemnidad con la que se abre el estuche de una joya: despacio, en silencio, procurando guardar el equilibrio sobre la piedra donde lo apoyaba. El movimiento ágil de sus manos denotaba que llevaba a cabo un plan cuidadosamente estudiado, cuya finalidad, entendí, era mostrarme el valor de un arma.

      Para llevar a cabo su plan había escogido la hora del día en la que el sol comienza a hundirse en el horizonte y la luz proyectada se desliza paralela al suelo formando figuras de sombras. Sospecho que mi padre había buscado deliberadamente ese efecto.

      —Máuser 1893 —dijo mirando al fusil—. Calibre de siete milímetros. Se le puede calar la bayoneta.

      Manteniéndose de pie, apoyó la culata en la entrepierna y acarició suavemente la parte externa del cañón, despacio, como si acariciara la espalda desnuda de una mujer. Deslizó los dedos por el guardamanos, rodeó el arco guardamonte, paseó el índice por la curva del gatillo, hasta llegar al final, a la cantonera metálica. Luego lo sostuvo en el aire, perpendicular a su cuerpo. Tenía en la cara una mancha de grasa que se le cruzaba con la cicatriz y le daba un aspecto divertido. Su mirada, fijada en el arma, recorría su fisonomía de acero, las junturas de sus articulaciones, su rectilínea proyección en el espacio. No existía discontinuidad material entre mi padre y su fusil. Ni espacios. Ni aire. La relación entre ambos era tan absoluta que si no supiera que estaba en sus cabales hubiera dicho que atribuía a ese objeto inerte una cualidad cercana a lo humano.

      Mientras tanto, en nuestra inmediatez no se oía más que el chasqueante piar de las tarabillas, el ruido de las tardías cigarras que esperaban el relevo de los grillos y los balidos de algún rebaño que pastaba a poca distancia de nosotros. Si un cabrero de los que frecuentaban la zona o algún pescador de los que a diario se apostaban en las rocas de la orilla hubiera decidido volver a casa a esa hora, sin duda habría dicho al ver a Padre adorando el arma que allí había un par de locos y que nuestras intenciones no podían ser más que perversas.

      —Tómalo en tus manos —dijo al tiempo que me lo ofrecía y separaba sus piernas mirando hacia mí—. Sin munición pesa unos cuatro quilos. Si disparas en posición elevada retira el pie derecho veintiocho centímetros hacia atrás. Así.

      Había dado tanta significación a esa arma que cuando la cogí no pude menos que esforzarme en mostrar una fingida gravedad. Apoyé la culata entre el hombro y el cuello, busqué el punto de equilibrio y apunté a una empalizada de troncos colocada en dirección al mar. Luego encajé el punto de mira en la muesca del alza, el cañón en el nacimiento de una rama seca. Contuve la respiración, para que el disparo me sorprendiera.

      ¡Pam!

      Padre rio. A carcajadas. Como pocas veces le escuché reír.

      —Déjamelo un momento.

      Se agachó y sacó de la funda un cargador de cinco cartuchos. Se levantó, quitó


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