En el nombre de Padre. Luis Salvago
—Madre, llamo al médico —grité.
Pero aún tuvo energías para hablarme arisca y me respondió que ni se me ocurriera, que traicionaba a mi padre y la traicionaba a ella. Me hablaba como si yo tuviera en mi cabeza la situación de mi padre. El caso es que Madre se sumió en un silencio convaleciente que duró una semana y Fátima tuvo que buscar a una madre de leche, porque, aunque consciente, apartaba al niño con una mano floja cada vez que se lo acercaba a la cama.
—Ya tiene la vida, con eso queda —decía.
X
Entre los muchos alumnos de la École de Boxe, Efrén era el único español de mi edad que estudiaba en el Lycée. Esa simple coincidencia, atendiendo a un orden lógico, debió de haber sido suficiente motivo para propiciar nuestra amistad. Sin embargo no fue así, porque sobre ese orden lógico se imponía un hecho singular que algunos creyentes calificaban como milagro y otros, los menos fervorosos, responsabilizaban al capricho de la casualidad. En cualquier caso, ese hecho, milagroso o no, consistía en que en los sorteos de emparejamiento previos a las veladas de boxeo resultaba que las más de las veces Efrén y yo nos encontrábamos frente a frente entre las cuerdas del ring.
Tras varias coincidencias se probó a cambiar el sistema de sorteo, se abandonaron los nombres escritos en papel extraídos de dos cajas por dos letras secretas que identificaban a los púgiles y que un niño hacía coincidir en la pizarra según su inocente criterio. Así y todo, maravillosamente, la letra secreta de Efrén y la mía se revelaban ante los ojos de los presentes cuando el niño leía en alto los nombres escritos en pequeños trozos de papel.
Muchos daban por hecho que entre él y yo existía una animadversión manifiesta, consecuencia posiblemente de algún escabroso suceso que nadie podía aclarar, y que esas coincidencias no eran más que burdos intentos de dirimir nuestras diferencias en un cuadrilátero. Sin embargo, pasaban por alto estas personas que, en ocasiones, los desencuentros no surgen de la realidad que contemplan, sino de los mismos ojos que miran.
Así, nunca hubo entre Efrén y yo malentendido alguno que por milagro o por pura casualidad favoreciese esa coincidencia. Subíamos al ring porque había que hacerlo, peleábamos, perdíamos, ganábamos y no podría decir que en esos habituales enfrentamientos alguno de los dos se dejara llevar por un expreso deseo de destruir al contrincante. Muy al contrario, como si el Destino nos hubiera puesto a prueba desde el mismo principio, de esa supuesta enemistad nació un vínculo que solo los prejuicios de Padre pudieron alguna vez romper.
Efrén era hijo del Director del Hospital Español, un hombre muy conocido en Tánger, no solo por dirigir un hospital que tan eficazmente había ayudado a los heridos de la guerra del Rif o de las escaramuzas con los saharauis, sino porque, al parecer, no se molestaba en ocultar sus diferencias políticas con la República, de la que solía decir, atendiendo a su militancia en círculos filantrópicos de la ciudad, que era poco más o menos una “madre desnaturalizada”.
En una ocasión en que debatíamos sobre este punto a Padre le faltó tiempo para tachar a ese hombre de fascista, de incongruente y desafecto, sin mostrar pudor alguno por sus propias acciones que, al fin y al cabo, tenían como objetivo la desaparición de la República.
Siendo así las cosas, desde el mismo momento en que Padre tuvo constancia de las inclinaciones políticas de la familia de Efrén —y eso fue al poco de conocernos— dio inicio a un constante asedio destinado a destruir una amistad que consideraba altamente perniciosa. Padre sabía que no podía ir de frente, porque sus justificaciones me habrían parecido demasiado vagas, de modo que una tarde, en el salón de mi casa, sacó a relucir su álbum de láminas para pedirme opinión sobre una obra de Caravaggio.
—Amor vincit omnia —pronunció con sonora afectación—. El amor todo lo vence.
No era la primera vez que veía ese cuadro. Aun sin saber demasiado de pintura, su falta de formalidad con respecto a la mayoría de las obras del álbum atrajo mi atención desde el primer momento en que lo vi.
—¿Qué te parece? ¿No opinas que para ser una obra maestra resulta obscena? —preguntó, y como viera que callaba puso en mi boca las palabras que le hubiera gustado escuchar—. A pesar de ser el cuerpo de un chico en la pubertad, la extrema desnudez, la intencionada exhibición de su anatomía, la expresión del rostro, pícara, como incitando a cometer una imprudencia, hablan realmente de la catadura moral de su autor, ¿no es cierto?
—No estoy seguro.
—Observa: la mesa y el suelo están llenos de objetos que representan a la música, a la arquitectura, a las armas, pero ya con el título tienes suficiente para juzgar: El amor todo lo vence; es una invitación a una relación ilícita, ¿entiendes? Caravaggio fue acusado de sodomía, de relacionarse con sus modelos, fue además un asesino.
—¿Asesino?
—No hay más que atender a los detalles de la pintura para hacerte una idea de la personalidad del autor. No es nada nuevo; desconfía de los hombres que muestran su cuerpo y reclaman amistad cuando no existe ninguna razón para ella.
—¿Qué es lo que quieres decir? —pregunté.
Mientras hablábamos, Madre revoloteaba de la cocina a las habitaciones y de las habitaciones al comedor. La conversación que manteníamos Padre y yo sobre la trascendencia de una pintura y su comparación con la realidad le era indiferente, pero sus reiterados paseos, como si siempre olvidara algo por hacer en el otro rincón de la casa, hacían pensar que existía un interés mayor del esperado. Estaba seguro de que, de haberse dejado llevar por su instinto, Madre habría entrado en el salón y habría calificado la pintura de impúdica, por mostrar a un hombre en cueros.
Más allá de esa circunstancia, me avergonzaba que Madre me escuchara hablar de esa manera, aunque a Padre no le importara, porque desde hacía un tiempo, que coincidiría con su vuelta de Villa Cisneros y el nacimiento de mi hermano pequeño, se movían por la casa como dos satélites erráticos: siempre girando cada uno en su órbita pero sin llegar a tocarse. Aun así, estaban de acuerdo en lo esencial y, si era imprescindible, mostraban de inmediato su absoluta sintonía.
Desconozco si en este caso Padre estaba al tanto de esta circunstancia, si precisamente había calculado que Madre estuviera presente para que ejerciera una presión añadida.
—Quiero decir que un cuadro no habla solamente del pasado, del momento en el que se pintó; un cuadro muestra las debilidades intemporales del hombre, porque no hay nada nuevo bajo el sol. Dime, ¿qué crees que insinúa Caravaggio?
—No estoy seguro —dije.
Pero yo sí estaba seguro y sabía lo que quería decir, porque conocía a Padre tanto como él me conocía a mí. Sin embargo, él tenía la ventaja del respeto que yo le debía y esa circunstancia me colocaba en una situación vulnerable. Por otra parte, se me hacía difícil aceptar que la intención de Padre llegara al punto de subvertir sus propios principios, de modo que solo pude contestarle como él esperaba.
—Padre, de todos esos cuadros de tu álbum de láminas ese es el de mayor significado, el de mayor profundidad humana, el que, a diferencia de todos los demás, expresa con mayor exactitud la verdad del alma humana. No creo que exista otro pintor, aparte de Caravaggio, capaz de alcanzar esa Naturaleza del alma —dije añadiéndole la grandilocuencia de Victor Hugo, porque había acabado de leer Los miserables y aún daban vueltas en mi cabeza sus expresiones y su modo de hablar.
Sus manos mantenían la lámina a medio cerrar, titubeó, volvió a abrirla y se quedó prendido de ella, buscando acaso las virtudes que acababa de mencionar. Con un dedo acarició el extremo del ala que apoyaba sobre un muslo del chico, como si su intención fuera sentir la leve textura de la pluma.
—Ese es mi cuadro preferido del álbum —dije.
Pero, inevitablemente y aunque en esos momentos yo no lo advirtiera, la semilla de la duda ya había echado raíces.
Para llevar a cabo esa separación que Padre deseaba, era necesaria una razón