En el nombre de Padre. Luis Salvago
la cesta —dijo mientras encendía la radio y buscaba arriba y abajo en el dial. Solo cuando encontró Radio Nacional se reclinó en el respaldo y dijo en un susurro:
—Pobre.
Su cuarto tenía una ventana que daba a un patio de luces, por donde discurrían los desagües de toda la casa. Allí tenía una cuerda atada a las paredes que usaba para colgar su ropa interior. La lavaba aparte, en una tabla de ropa, de modo que no la viéramos cuando la enjuagaba, o la secaba, y mucho menos, por supuesto, cuando la llevara puesta. Sin embargo, desde la ventana del baño, si se inclinaba un poco el cuerpo hacia un lado, se alcanzaba a ver toda esa ropa de tela fina, encajes y lazos de color que compraba en una famosa lencería del barrio francés.
Madre estaba obnubilada por la pretendida distinción de los franceses. Admiraba su ropa, su música, la totalidad de su arte, las inflexiones del idioma, del que decía que «en él los insultos son realmente halagadores». De ahí ese vestido de Chanel, su objeto más preciado, tanto que su destrucción, creo suponer, representó para ella el paradigma de su caída en desgracia.
Era sorprendente que Madre me pidiera vaciar su cesta, porque lo primero que aparecieron fueron unas bragas blancas, altas, de tela recia y lisa, un par de sostenes, su bata de trabajo, un paquete de medicamentos, más bragas, pañuelos —innecesarios, dada su admirable renuencia a mostrar lágrimas— y un puñado de revistas con el dibujo de una torre, intituladas La Atalaya.
En ellas, escrita aquí y allá, se reconocía la letra grande y redonda de Madre, intercalándose como notas de sabiduría que repetían el texto, dejándolo dentro de un círculo o señalando a Jehová, al Nuevo Testamento y a todas las ideas que consideraba dignas por encima de las demás. No tendría mayor importancia el hallazgo si no recordara a Madre sentada en el banco de la iglesia con el misal en las manos y la toca de encaje negro. Sin embargo, encontraba razones para su indulgencia: ¿quién podría permanecer impasible mientras contempla cómo se desvanecen todas las referencias que constituyen una vida?
Sentado en el borde de la cama pasaba las páginas, creyendo encontrar en el pulso de esas notas un misterio de Madre. La voz atiplada del locutor se filtraba desde el salón y envuelta en ella, como un susurro, la voz de Madre decía: «Tienes ahí mi cesta, con mi ropa interior, mis vergüenzas escondidas, y tienes La Atalaya, mis pensamientos escritos a mano. Ahora ya sabes todo de mí».
A final de esa misma tarde en la que Madre volvió a casa, me senté a escuchar la radio. Entraba por la ventana un aire dulce que traía aromas del mercado: de comida, de especias, del cuero de los curtidores. Madre trajinaba en la habitación de la costura, el atelier. Se escuchaba el repicar sobre el parqué con un sonido hueco y subterráneo. Esos bastones de bambú, en apariencia inofensivos, poseían la extraña virtud de extender su presencia hasta el punto más remoto de la casa —más tarde comprobaríamos que con ellos Madre se apoderaba del espacio, del tiempo y de los pensamientos de todos los que vivíamos con ella—. Sus piernas, enflaquecidas y cubiertas de una piel apergaminada, habían quedado tan deterioradas y tan carentes de vigor que a duras penas la mantenían en pie sin la ayuda de ellos.
No tardaría en volver, puesto que allí solo había espacio para un tablero donde extendía sus patrones de costura y, tarde o temprano, la debilidad de sus piernas la obligaría a descansar. Mi hermana canturreaba, sentada a la mesa del comedor con su libreta y sus tablas de multiplicar. De vez en cuando, la tos de mi hermano prorrumpía y nos dejaba suspendidos en una espera, excepto a Madre, que se ocupaba de sus quehaceres y se comportaba como si esa tos no fuera con ella, como si no la escuchara. Esa actitud de indiferencia, más parecida a un castigo, obedecía probablemente a un vano intento por defenderse de una realidad que se le hacía insoportable. Cuando llegó al salón se sentó quejumbrosamente en la butaca, cambió la emisora con música —que yo había sintonizado— y sacó de su bolsa de labores un acerico y una camisa azul celeste en la que tenía a medio bordar una estrella roja en el borde del bolsillo, con una aguja ensartada.
Un político hablaba en la radio: …decirle a la clase obrera que debe prepararse… Tenemos que luchar, como sea, hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la Revolución Socialista.
Madre asentía con los labios apretados y basculaba la cabeza sin perder de vista su trabajo. Parecía seguir la cadencia de esa voz con la punta de la aguja; alzaba la voz el diputado y ella clavaba. La aminoraba y ella levantaba la mano para estirar del hilo.
—¿Qué esperas de la Revolución? —le pregunté.
Como quiera que esa pregunta la cogiera desprevenida, por atrevida o por inoportuna, dejó en suspenso la aguja a mitad de camino, como si pinchara el aire, y alzando la barbilla dijo:
—La Revolución nos salvará.
—Nos salvará —repetí.
—Sí, nos salvará.
—¿De qué nos salvará?
Madre, que no era persona insensible a los dobles sentidos, captó mi escepticismo. Arrugó la frente y continuó con el relleno de una punta de la estrella. Mi hermano tosía, una tos detrás de otra, y nosotros íbamos como subidos a ella. Mientras tanto, las noticias de la radio informaban de una huelga en una fábrica de Valencia, del incendio de una iglesia, de un falangista acusado de asesinato.
—Sinvergüenzas —masculló moviendo la cabeza a los lados sin perder de vista la puntada.
—Mi hermano tiene la tosferina —dije para que no tomara los derroteros de la política—. En todo ese tiempo en que has estado en el hospital no ha dejado de toser; deberíamos llamar al médico.
Pinchó la aguja en el acerico y con las dos manos estiró del bordado para desfruncir la tela.
—Tiene cinco puntas —dijo—, como los cinco continentes, como los cinco dedos del proletario.
IX
Padre estuvo preso.
Me he preguntado muchas veces por qué no me contó tal cosa, si no hubiera sido mejor ponerme al tanto de lo sucedido en el momento justo y no cuando la casualidad le había forzado a confesarlo. Fue en 1932, justo el año en el que Madre quedó embarazada de Federico.
La casualidad ocurrió pocos meses antes de que Padre se marchara, una tarde en que lo acompañé al Café Fuentes a jugar a las cartas. Un hombre solitario, acodado sobre la barra, apuraba un vaso de vino. «Bienvenido», dijo. Padre no se sintió aludido, echó un vistazo al fondo y, como viera que sus amigos aún no habían llegado, nos sentamos a la mesa y pidió al camarero una botella de tinto y una baraja española. Padre carraspeó. «No tardarán», dijo al tiempo que el camarero le traía las cartas y las contaba. El hombre hizo sonar la rueda de un chisquero. Se encendió un cigarro, salió a la calle, miró a los transeúntes. Después de dar dos caladas exclamó: «Mierda». Tiró el cigarrillo al suelo, nos miró y vino lanzado hacia nosotros. «Hola, Matarife», dijo arrastrando una silla. Se sentó frente a mi padre, le quitó el vaso y se sirvió vino. Vestía un traje muy gastado, con agujeros en las coderas y unos zapatos con las taloneras raídas que una y otra vez sacaba por debajo de la mesa en un acceso de manía. La barba le cubría gran parte de la cara, salpicada de calveros de tiña por donde asomaba una piel sonrosada. Parecía el desgraciado uno más de tantos otros occidentales que menudeaban por el Zoco Chico, saltando como pulgas de un bar a otro con la ropa manchada de vino; nada tenía de extraordinario y, sin embargo, en la forma en que me miraba parecía que me conociera.
Desde luego, no le gustó a Padre esa presencia inoportuna. Se reclinó en el respaldo, como siempre hacía cuando necesitaba ver las cosas desde una mejor perspectiva. Su silla crujió al soportar el peso de su cuerpo.
—¿Cómo por aquí? —le preguntó.
Al sonreír, la barba se plegó sobre sus labios.
—Siempre estoy por aquí. Vivo aquí. Toma, chaval —dijo ofreciéndome su vaso—. Bebe. Tu padre y yo somos antiguos amigos. Amigos de los buenos.