En el nombre de Padre. Luis Salvago

En el nombre de Padre - Luis Salvago


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una mujer.

      Fue en el Lycée, un día en que se celebraba la firma del Tratado de Fez. Nos habíamos vestido para la ocasión con los mejores trajes que podíamos tener. Padre me dejó prestado su traje de color ceniza, su camisa y sus zapatos. Lo hizo mostrando una gran disposición, advirtiéndome al mismo tiempo de que las ocasiones especiales debían aprovecharse como un recién nacido aprovecha la primera bocanada de aire. Supuse que para él aquella era una oportunidad perfecta para que yo conociera a una mujer y alejar así los demonios de sus sospechas.

      Efrén ya me había hablado anteriormente de Mariza, de cuánto le llamaba la atención la especial relación que mantenía con la literatura, de su conocimiento de los grandes escritores franceses, de su condición de mujer tan alejada de lo habitual en cuanto a la desenvoltura en el trato y de sus singulares temas de conversación. La descripción que hizo de ella, de su cuerpo y personalidad, fueron tan apasionadas que, sin ninguna duda, esa mujer estaba abocada a convertirse en el objeto de su deseo. No sé si Efrén, verdaderamente, tenía conocimiento de la afinidad que existía entre Mariza y yo, de nuestras coincidencias, nuestra inconfesada simpatía o si me equivocaba y su modo de comportarse respondía, más bien, a una premeditada intención de construir una excusa para acercarse a ella. Incluso con esa duda, el valor que aún atribuía a la amistad de Efrén me hizo retroceder, dejarle la vía libre para que tuviera la oportunidad, si así tenía que ser, de conseguir aquello que deseaba. Si es cierto que entre las personas existe una avenencia, un entendimiento predefinido que de modo inevitable se impone sobre cualquier otra fuerza, intentar lo contrario no podía ser más que dar una oportunidad al fracaso.

      Esa misma noche, Mariza y Efrén entablaron una conversación de la que me aparté al poco de iniciarse, convencido como estaba de que no tenía sentido intervenir. Desde el ventanal, orientado al norte del Boulevard Pasteur, se contemplaba una luna fulgurante, tan baja en el horizonte que parecía formar parte de la ciudad. El minarete de Sidi Bou Abib devolvía la luz plateada de sus azulejos. Ante esa panorámica nocturna, cargada de una belleza casi irreal, me sentí de pronto incómodo, como si todos los asistentes se hubieran fijado en que la chaqueta rebasaba la anchura de mis hombros, que las suelas de mis zapatos estaban gastadas, agujereadas, y mi presencia, por tanto, estuviera fuera de lugar. Observaba a Mariza entregada en su conversación con Efrén y recordé todas las virtudes que, según él, la convertían en un ser diferente de todos los demás. Sus piernas torneadas, el modo en que la falda caía de sus caderas, la cintura sobre la que abrochaba una cinta de color azul. El pelo, negro y rizado, recogido con una pinza de caña. Podía escuchar el timbre grave y recóndito de su voz expresándose en un francés académico, la sonoridad de su risa jugando en su garganta, las continuas irrupciones de Efrén para llamar su atención. Era inevitable preguntarse si ella era consciente de las intenciones de mi amigo, si la desenvoltura que mostraba respondía a su naturaleza o, tal vez, su comportamiento se debía a un artificio, una secreta conspiración cuyo objetivo no era otro que despertar mi interés por ella. Un gramófono sonaba en algún punto de la sala, con música francesa, y sus notas parecían formar parte de esa conjura que yo había fabricado. Deseé irme, escapar de ese lugar donde todo el mundo podía observar los agujeros de mis zapatos, escapar de mi ensoñación, de la música, de la imagen de Efrén que, al contrario que yo, parecía sentirse cómodo en su traje y sus zapatos, confiado en que Mariza entendería sus intenciones. Me deslicé a través de la sala buscando las paredes para evitar un encuentro. Un cuadro hizo que me detuviera en mi huida, una reproducción de La libertad guiando al pueblo. Padre me habló una vez de él, no podría recordar cuándo. Me explicó que la libertad era la figura de la mujer en el centro del cuadro, con los pechos descubiertos. Lleva en su mano derecha la bandera de Francia y en la izquierda un fusil con la bayoneta calada. La figura avanza hacia el espectador, animándolo a incorporarse a ella. Al mismo tiempo dirige su mirada a las masas que la acompañan: proletarios, militares, soldados, un niño que empuña un arma en cada mano. Al pie de la imagen hay muertos. Uno de ellos con los pantalones bajados. El fondo de la escena se desvanece entre la humareda de la pólvora y el polvo que levanta el movimiento de la gente. Bajé las escaleras y salí a la luz de esa luna, que desde el ventanal parecía formar parte de un decorado y en la calle revelaba las formas de la suciedad del suelo.

      Le dije a Padre, cuando me mostró ese cuadro en la postal, que la muerte no tenía dignidad. Se quedó mirándome, la boca muy abierta, las manos quietas sobre la imagen. Luego cerró de golpe el álbum y volvió la cabeza a un lado, como si se planteara si merecía la pena seguir hablando. Parecía sorprendido y molesto por lo que yo había dicho. Inició entonces uno de sus relatos sin tiempo, sin nombres, muchas veces sin un lugar al que hacer referencia. Dijo que él había visto sacar a un hombre de su casa, bajo la acusación de adoctrinar a los niños en los privilegios de la burguesía. «No era más que un profesor de escuela», explicó, encogiendo los hombros. «Hay que ser fuerte para soportar los gritos de súplica de la mujer y el llanto de los niños agarrados entre ellos. Se vistió a medias, con una gabardina negra sobre el pijama, y le ataron una cuerda en las muñecas por detrás de la espalda. Llevaba unas zapatillas de felpa que se hundían en el barro que había dejado la lluvia. Lo hicieron de noche, para que nadie lo viera ni se atreviera a preguntar por lo que sucedía. Detrás del pueblo había una tenada para guardar las ovejas. Durante el trayecto no abrió la boca para pedir explicaciones o clemencia, su cabeza colgaba sobre el pecho, supongo que abatido por el miedo. Antes de entrar se volvió en el umbral de la puerta y miró a los milicianos a los ojos. ¿Por qué me arrestáis?, preguntó. Se le dijo que era sospechoso de envenenar a los niños con ideas contra el proletariado, que se sabía que había viajado a los Estados Unidos y que eso significaba que era un burgués. Él protestó, pero el mismo hombre que le comunicó la acusación cargó la bayoneta y, con un gesto rápido, le atravesó el cuerpo».

      —¿Tú que hiciste? —pregunté.

      —Le enterré. Esperé a que muriera y me dejaron solo con él. Mientras tanto, hice un hoyo ayudándome con el fusil. No pudo ser muy grande, pero era suficiente. Ahí lo dejé, a medio cubrir de estiércol, las tripas por fuera, brillantes a la escasa luz nocturna. Los pies quedaron fuera, con las zapatillas de felpa con las que había salido de casa. Hijo —añadió—, la libertad solo puede conquistarse con sangre.

      El final de su relato dio paso a un silencio reflexivo. Vi a Padre estremecido por dentro, resquebrajado como un objeto de cristal que aún conservara su forma después de un golpe. Creo que sus experiencias calaban tan profundamente en mí por su fuerza de verdad. Él lo sabía, y aprovechaba esa ventaja para explayarse en sus narraciones, consciente del efecto que producían. No obstante, debo confesar que la minuciosidad de sus descripciones y el notable entusiasmo con que se expresaba dejaban a menudo un poso de sospecha. En todas sus crónicas mi padre siempre era testigo, o acompañante, o alguien que pasaba por allí, pero jamás, en ninguna ocasión, desempeñaba el papel de verdugo.

      Poco después de esa fiesta Efrén dejó de acudir al gimnasio. Recogió sus pertenencias de la taquilla, vendió sus guantes, sus botas, incluso un saco de pera que utilizaba en casa para mejorar la velocidad. No dio explicaciones a nadie. Tampoco al director de la École de Boxe, quien quedó tan sorprendido por lo expeditivo de su decisión que aseguró que solo una “razón de faldas” lo podía justificar. Efrén se entregó por completo al estudio de la literatura francesa y la historia del Ejército español. Nuestros encuentros ya no eran intencionados, sino que obedecían a la casualidad: en la biblioteca del Lycée, en una clase conjunta o en los largos paseos con Mariza, cuando se le veía asomado al porche del hospital, a espaldas de su padre. En todas esas coincidencias ya no existían lenguajes subliminales, ni un entendimiento superior. Incluso el lenguaje de la palabra acabó por desaparecer.

      Cuando Mariza me preguntaba por lo sucedido no se me ocurría qué decirle ni cómo hacerle entender que por mucho que me esforzara no había forma de recuperar lo perdido. «No es posible», decía, incapaz de aceptarlo.

      Un día Efrén vino a despedirse. Debió de pensar que Padre ya no estaba y acudió al taller sin pasar por casa. Vestía uniforme de la Legión, con polainas, chapiri y correaje. Su aspecto era imponente. Viéndome en mono de trabajo, con los bolsillos descosidos y sucios de grasa, me sentí como aquella vez en la fiesta del Lycée.

      Su mirada


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