En el nombre de Padre. Luis Salvago
es cualquier cosa, la Legión.
Efrén se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo como si el aire le hubiera despeinado. Luego se la colocó concienzudamente. Hizo ademán de acercarse, de dar un paso adelante. Pero no fue más que un amago. Se estiró de los bordes de la guerrera hacia abajo y se aclaró la garganta.
—Espero que vuelva.
—¿A quién te refieres?
—Tu padre.
—Ah, sí —respondí.
Ahí estábamos de nuevo, Efrén y yo, el lenguaje solapado, sin apenas palabras, y pleno de intuiciones.
—Le escuché muchas veces decir que algún día harías algo grande.
—Eso decía. —Reí sin ganas—. Aunque hasta ahora no parece que ese vaticinio se haya cumplido.
—Ya… Bueno. Adiós, León. Adiós, Mohamed —dijo elevando la voz y mirando a los bajos del coche.
Me limpiaba de las manos, mientras tanto, una suciedad que no se puede arrancar.
—Au revoir —respondió Mohamed, sin salir.
Los dos, frente a frente, sin cuerdas alrededor. Nos abrazamos, de una forma tan efímera y atropellada que su gorra cayó por mi espalda.
Efrén se alejó por la acera con paso firme y la frente elevada, como si la rigidez de las botas y la dignidad del uniforme no le dejaran más opción que caminar con una prestancia que en él resultaba extraña. Cuando desapareció al doblar la esquina del buzón de la calle Correos, mezclado con el gentío que se encaminaba a montar el mercado nocturno, supe que no olvidaría nunca esa imagen, que siempre que recordase su nombre lo imaginaría vestido con su uniforme de la Legión, sus polainas, el tahalí, la gorra y aquella oscura boca de calle por donde desapareció.
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