En el nombre de Padre. Luis Salvago
estopas usadas. «Cierre», escuché decir a mi padre desde dentro, pero el hombre se quedó a medio entrar, sujetando el picaporte. Miraba la colilla y me miraba a mí. La estopa comenzó a humear. «Cierre», volvió a decir. Mohamed tenía la cabeza metida en el motor. Me limpié las manos. El humo se hizo más denso, ya llegaba al techo. En poco tiempo se prendería. Sin embargo, el militar permanecía de pie en el mismo sitio. «Qué mala idea», dije, como si no fuera dirigido a él. Fui hasta el rincón y pisé la estopa, «qué mala idea», repetí, y escuché que la puerta se cerraba.
«Engranje roto», la voz de Mohamed sonó como un eco desde los entresijos del motor. «Engranje roto». Nada trascendía de la Sala; si algún murmullo traspasaba la puerta, pronto se ahogaba con el fragor de las caballerías en la grava o el canturreo del muecín en un minarete.
Unos minutos después, la voz grave de mi padre resonó en el garaje. «Vamos», dijo.
Al entrar noté un aire cálido que emergía del interior. Padre cerró la puerta detrás de mí, hizo girar la llave, y me encontré de pronto en un foco de miradas, enfrentado a unos hombres de rostro serio, tan aproximados en su fisonomía que si no vistieran de distinta forma hubiera dicho que eran la misma persona. Unos lo hacían de traje, otros de uniforme, monos de trabajo, ropa de calle. Me sentí abrumado, no solo por el peso de las miradas, sino porque esa puerta había abierto un mundo oculto que en modo alguno asociaba a Padre. Me senté en uno de los sillones. Hablaban del Gobierno, de los fascistas, de Rusia, de camaradas, de revolución. Había en todas esas voces la misma profusión de palabras que reconocía en el lenguaje de Padre. Nada hacía pensar que mi presencia los incomodara. Citaban a Lenin, a Kropotkin, a Durruti. «Algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo», recitó alguien en alto, a propósito de Bakunin; muchos aplaudieron. Escuchaba, y veía en ellos a mi padre discurseando en las jornadas de caza, en los paseos por la playa, o en las sobremesas después de la cena si ese día Madre se encerraba en el atelier, que así llamaba al cuarto de costura.
Se hacía difícil entenderles, porque era como empezar un libro abriéndolo por la mitad, pero nada me parecía nuevo y habría tomado parte en algún momento si Padre no considerase que había escuchado lo suficiente. Me abrió la puerta y me pidió que ayudara a Mohamed. «Muy bien, hijo», se apresuró a decir antes de dejarme fuera de la Sala.
Apareció al cabo del rato, seguido por esos hombres que desfilaban a su espalda y se despedían de él con un golpe de mano en un hombro. Sonreía satisfecho mientras los veía alejarse y me contemplaba en silencio frente a Mohamed, con el cuerpo doblado sobre el motor del Mercedes.
—León, no digas nada de esto a tu madre. No digas que has entrado —advirtió mientras se aseguraba de que la puerta quedaba bien cerrada y colgaba la llave en el tablero, en la silueta de una herramienta.
Me dejó descolocado, esa advertencia, porque unida a la escena que acababa de presenciar significaba que existían partes de su vida que yo desconocía. No pareció sentirse incómodo por obligarme a mentir a Madre. Se limpió las manos con una estopa, escupió en un rincón y se inclinó bajo el capó del coche donde trabajaba Mohamed. «¿Cómo va eso?», preguntó. «Engranje roto», respondió Mohamed. «Engranaje», corrigió Padre.
Durante varios días no hablamos de esa reunión. Cualquier pregunta al respecto me resultaba embarazosa, inconveniente, o no existía un momento propicio para hacerla. Así debía de ser también para él, porque le ayudaba en el taller por las tardes, íbamos juntos a comprar al zoco, me sentaba a su lado cuando jugaba a las cartas en el Fuentes, leíamos, paseábamos, y nunca me preguntó por lo que allí se había hablado, si estaba o no de acuerdo, si la experiencia me había parecido interesante. Creo que nos obligamos a representar una falsa naturalidad. Sin embargo, el silencio era de por sí una declaración sin palabras. Cuanto más callábamos más convencido estaba de que esas personas, de alguna manera, estaban relacionadas con los repentinos viajes que Padre realizaba a Madrid, a Barcelona, a Rusia, Europa; lugares de los que siempre regresaba imbuido de una oscura felicidad.
—¿Recuerdas Los fusilamientos de Goya? —me preguntó a los pocos días de la reunión en la Sala, con la intención, tal vez, de romper ese silencio.
Íbamos de camino a casa, de vuelta del Gran Zoco. Frente a nosotros se alzaba el minarete de Sidi Bou Abib, con sus ladrillos rojos y sus agudos rombos de azulejos policromados. Lo recuerdo porque Padre llevaba colgados de las manos dos conejos blancos que habíamos comprado en un puesto de carne, y esa pregunta en ese momento había sonado extraña. Era habitual en él esa forma de iniciar una conversación: añadir un misterioso prólogo con la finalidad de dar más empaque a lo que de inmediato iba a contar.
«Hace dos meses, en Oviedo, presencié el fusilamiento de dos sacerdotes. Les hicieron el paseíllo junto a un jornalero acusado de derechista. Son los peores, estos», añadió, «no puede entenderse que un trabajador sea un derechista. Fueron detenidos por un control de milicianos, les registraron las maletas y les hallaron las sotanas. ¿Te imaginas qué caras?», dijo, mientras nos acercábamos a casa y empezaba a sentirme incómodo. Contaba sus experiencias con el mismo apasionamiento con el que yo escuchaba y se adueñaba de mi atención de tal forma que me sustraía del presente hasta el punto de perder la noción del tiempo y el espacio. A Madre no le gustaba que yo le escuchara; torcía el gesto, hacía aspavientos en un espantar de moscas, mascullaba palabras ininteligibles entre las que colaba algunas que se entendían con claridad, las mismas siempre: Judas, o proselitista, o insensato y, especialmente, una que pronunciaba a medias, con los dientes apretados, como si la refrenara en la lengua; decía: masón, y yo, que no conocía esa palabra, interpretaba cabrón, acaso porque el uso de ese insulto va ligado a una contracción de los labios y un cerrar de ojos como de asco repentino. Mi incomodidad, por tanto, se debía a que me preocupaba que al llegar a casa Madre nos sorprendiera en esa conversación.
Mi hermana dio palmas desde el fondo del pasillo, porque nunca había visto conejos blancos, y les acarició las orejas, y la cabeza, y la cola, mientras Padre los dejaba en el suelo de la galería, atados de las patas traseras. «Dales de comer», decía mi hermana, y Padre afilaba el cuchillo con la piedra de amolar. «¿Sabes por qué esa ejecución me pareció, digamos… instructiva?», continuó, sin reparar en que Natalia aún estaba en la cocina, acariciando el sedoso pelo de los conejos con sus pequeños dedos, «porque nunca había visto a un hombre desnudo, y hablo en términos absolutos, me refiero a la desnudez de la carne y la desnudez del alma. Te puede parecer irrilevante, pero no, no es irrilevante. Los dejamos… se quedaron», corrigió sobre la marcha, «en cueros, sin la ropa de calle, sin las sotanas, ni las casullas, que los milicianos se habían puesto, estola incluida, y bailaban y hacían gilipolleces delante de ellos, con los fusiles en la mano». Padre se interrumpió y se agachó para coger uno de los conejos. Mi hermana daba palmas, entusiasmada. «Dale de comer», insistió, viéndolo sacudirse. Padre, que lo agarraba de las patas traseras, levantó la otra mano, cerró el puño y ¡pam!, un sonido seco en la nuca aquietó al conejo. ¡Pam! Los nudillos golpearon de nuevo. El animal oscilaba como el péndulo de un reloj. Mi hermana se había tapado la boca y sus ojos, muy abiertos, brillaron de una súbita humedad. «Padre, debiste haber esperado», dije, y él continuó como si el hilo de su conversación nunca se hubiera roto. «¿Sabes qué hicieron? Rezar. Juntaron las manos y rezaron, con la polla al aire», matizó mientras reía. «Cómo lloraban, los cabrones. Lloraban porque tenían el alma desnuda, porque apelaban a un vacío, ¿entiendes?, a un vacío. Lloraban de miedo».
Cuando comprobó que el animal había muerto, lo dejó colgado de un gancho de la pared, buscó con la punta del cuchillo en la piel de la barriga y la abrió de una estocada. Luego metió la mano para sacar las vísceras, envueltas en una grisácea membrana gris, cayeron a un barreño y un olor acre y rancio se extendió por la cocina. «El derechista era otra cosa; no sé si era creyente o no lo era, estaba en pelotas, pero al menos no lloraba. Solo decía: «Respeto, por favor», y repetía: «Respeto, por favor», y sus ojos estaban tan blancos y tan abiertos que me recordaban a los de ese hombre del cuadro de Goya, el que está en el centro de la escena con los brazos en alto. Cuando pedía respeto los alzaba de la misma manera, así», decía imitando el gesto del personaje,