En el nombre de Padre. Luis Salvago

En el nombre de Padre - Luis Salvago


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estaba justamente en la razón para la cual habían sido concebidas.

      En realidad, no eran armas lo que Padre coleccionaba, sino muertes. Pero eso lo sabría mucho más tarde.

      III

      Si soy sincero, debo decir que mi padre no abandonó su casa como un hombre derrotado. Un diluvio de improperios lo acompañó desde la puerta de su habitación hasta el espejo del baño. Se tomó su tiempo en centrarse el nudo de la corbata, sin dejar de escuchar a Madre, y luego salir con un aire de satisfacción, tal como si aquellos insultos no fueran dirigidos a él, sino al hombre que dejaba atrás.

      Al contemplar cómo desaparecía al llegar al cruce de la calle Italia con el Paseo Doctor Cenarro, pensé que Padre, en realidad, había formado dos familias: una con su mujer y todos sus hijos, y otra a solas conmigo. Es posible que mi madre no lo apreciara y asumiera esa diferencia de trato como algo natural. Tenía bastante con reunirnos a la hora de comer y cenar, a pesar de que nunca sabía a ciencia cierta si su marido vendría o tendría que guardar su ración en la despensa. El hecho es que los recuerdos que conservo se dividen exactamente de la misma manera: dos familias separadas que cuando entraban en la casa se convertían en una sola.

      No se esforzaba Padre en disimular esa distinción, ni siquiera con mis hermanos. La afinidad —no me atrevo a usar otra palabra— que sentía por mí, sin embargo, no tenía por objeto participar de mi infancia, vivirla como lo hacen esos padres que se entregan a los juegos de sus hijos, convencidos de que ese tiempo nunca volverá. La idea de Padre era que esa infancia transcurriera lo más pronto posible, disfrazarla de un juego sin ser un juego, moldearla a su gusto para que no fuera un “tiempo desaprovechado”.

      Siendo así, no tengo recuerdos claros de haber jugado con él, excepto cuando íbamos a coger navajas. Algún sábado, a primera hora de la mañana, paseábamos por la orilla de la playa Merkala, buscando las burbujas que dejaban al retirarse el agua. Entonces echábamos sal en el orificio y al poco, asfixiadas, sus lenguas blancas emergían sobre la arena. Al principio me divertía. Hacíamos un fajo con un cordel y las llevábamos a casa. Madre les retiraba la arena y las cocinaba. Era el plato principal del día. Pero yo me negaba a comer. Ponía mil excusas. Padre se enfadaba, decía que no había razón para desaprovechar la comida. No me atreví a decirle que me producía náuseas la visión de esas lenguas flojas que colgaban lánguidas manchadas de ajo y perejil. Se dio cuenta por sí mismo, y como consecuencia de ese descubrimiento dejamos de ir a la playa a pescar navajas.

      Ahora pienso que Padre, más que el placer del juego, buscaba que por medio de ese ejercicio didáctico yo asociase la muerte del animal con la gratificación de su sabor. Pero la única navaja que conseguí masticar acabó regurgitada sobre mis pantalones y decidí en secreto no volver a probarlas.

      A punto de cumplir dieciséis años me llevó de visita al Almirante Churruca. Había atracado esa misma mañana en el puerto de Tánger y, cuando me lo propuso, recuerdo que la idea me entusiasmó. Padre estaba tan deseoso de que disfrutara de la experiencia, que me dejó total libertad mientras él conversaba con el Capitán. Recorrimos la cubierta de proa a popa, subimos al puente de mando, a las piezas de artillería. Nos sentamos a contemplar el trabajo de los marineros cuando cargaban el combustible y aprovisionaban las bodegas con munición. Fue inolvidable, como fue inolvidable un retazo de conversación que alcancé a oír: «Mi hijo servirá en el Ejército cuando tenga la edad». Como para olvidar.

      En otras ocasiones Padre parecía cumplir a rajatabla esa idea de “jugar sin jugar”, y me llevaba al Café Fuentes, en el Zoco Chico, y me sentaba cerca de su mesa solo para que estuviera a su lado. «Es mi talismán», decía a sus amigos cuando repartía las cartas. Era suficiente ese comentario para que yo permaneciera inmóvil durante horas, con tal de que se sintiera satisfecho.

      Mucho más le satisfacía que lo acompañara a practicar el tiro en Cabo Espartel, en una zona arbustiva y áspera que daba por un lado al mar y por el otro a un monte sembrado de roca caliza. La experiencia no empezaba allí mismo, sino en el momento en que decidía qué armas iba a llevar. Era para él un ritual metódico, en el que se tomaba su tiempo para escoger entre dos o tres fusiles o pistolas del mismo o parecido calibre para establecer entre ellos una comparación. Le gustaba calibrar su puntería, la potencia de fuego en el diámetro del impacto, el tiempo de carga de la munición. Me fascinaba cuando las sostenía en el aire a media altura, mirando a lo lejos con gesto de concentración, como si tuviera el poder de averiguar su peso exacto.

      No había, sin embargo, nada que se pudiera comparar a la caza. Suponía para él la ocasión de llevar a efecto el propósito de un arma y no le importaba abandonar por uno o dos días el trabajo cuando llegaba la temporada del arruí. Viajábamos entonces a Chaouen, en las estribaciones del Rif. Muchas veces dormíamos al raso, para cazar las cabras de madrugada, cuando aún estaban adormecidas. Si había suerte volvíamos en el autobús de línea con una cabeza dentro de un saco de patatas, porque era la cornamenta lo único a lo que encontraba provecho, aunque acabara siempre como un trofeo regalado a un amigo. El animal, desollado, lo dejaba colgado de la rama de un árbol y también lo regalaba si encontraba a algún rifeño que aprovechara su carne. De todo se deshacía mi padre, de modo que de esos fatigosos viajes poco más quedaba que el momento vivido y el barro de la ropa.

      En otro orden de cosas, Padre tenía el convencimiento de que yo estaba predestinado a hacer algo grande y único, algo que estaba por encima de las posibilidades del resto de la humanidad; estaba tan convencido de ello que cuando encontraba una ocasión para recordármelo se expresaba como si hubiera tenido el privilegio de una revelación. En mi opinión, creo que su certeza procedía de un deseo impreciso y vago, cuyo verdadero objeto, esencialmente, no era yo, sino el hombre que en un futuro podía llegar a ser. Sea como fuere, si le preguntaba a qué se refería cuando hablaba de esa manera y cómo estaba tan seguro de esa premonición, él decía que solo el tiempo me daría la respuesta.

      El día que cumplí diecinueve años yo era, digamos, un huérfano de padre. Y acaso en su honor acudí temprano a la École Française de Boxe. Fue Padre quien me inició en el boxeo. Él también lo practicó durante mucho tiempo, antes de que sus largos viajes le impidieran asistir a los entrenamientos con la necesaria regularidad. Decía del boxeo que era un arte poco reconocida, que no se merecía su mala reputación, y que esta se debía probablemente a que los burgueses lo consideraban un deporte de pendencieros y un entretenimiento propio de espíritus violentos. Me gusta el boxeo, aunque en ocasiones me pregunte si es porque cumplo el deseo de Padre o porque, precisamente, soy un espíritu violento.

      Una semana antes apareció en el gimnasio sin avisar. En los primeros años me acompañaba sin falta al entrenamiento. Repasábamos los golpes básicos, los juegos de pies, los movimientos de defensa. Me enseñaba incluso a estudiar la mirada del adversario para adivinar sus intenciones. «Los ojos te dicen lo que la boca calla», decía. Daba por hecho que me gustaba, aunque nunca me lo preguntó, y creo que si hubiera tenido que elegir entre el boxeo o la enseñanza en el Lycée sin duda me hubiera obligado a abandonar los estudios.

      Esa última vez que entrenó conmigo me esperaba subido al cuadrilátero. Tenía el pecho empapado de sudor. «Sube», dijo indicándome la escalerilla con un abultado guante.

      «El directo es certero, hijo, como un disparo. Si eres rápido puedes lanzar tres directos sin darle tiempo al adversario a que averigüe por dónde le vas a entrar». Mientras calentábamos se ocupaba de recordarme los golpes, las técnicas básicas, la posición de la cadera, los tipos de mirada. Me extrañó que lo hiciera, a esas alturas, pero actué con la naturalidad que esperaba de mí. «El uppercut es mi golpe preferido. Es un gancho desde abajo, potente, dirigido a la mandíbula o al plexo solar, consume mucha energía y solo debe lanzarse cuando se está seguro de que el fallo es imposible». Nuestros pies bailaban, lanzábamos golpes al aire, próximos a la cara, a las costillas. Sentía una euforia líquida. La cicatriz de su rostro dividía los ojos con una diagonal, le daba un aspecto amenazador. Se me hacía difícil reconocerlo, tan entregado como estaba. Parecía sentirse en otro lugar y frente a otro hombre, tal como si estuviera en un sueño delimitado por las cuerdas del cuadrilátero. «El boxeo ordena los pensamientos, te libra de los


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