En el nombre de Padre. Luis Salvago
que producían al pasar cerca de mis oídos. Nos habíamos alejado del centro del ring. Me empujaba hacia un rincón. «Está bien», advertí. «Mira a los ojos. El miedo se lee en los ojos», dijo en un jadeo. Me soltó entonces un directo, o un uppercut, o un crochet. Imposible averiguarlo. Caí sobre las cuerdas. La cabeza entera me retumbaba. «Ya está bien», dije. Me incorporé. Padre me observaba. Sus brazos colgaban lánguidos. La boca entreabierta. «Perdona», dijo.
Ese día de mi diecinueve cumpleaños no me subí al cuadrilátero. Pasé la mañana dando golpes al saco, sin apenas descanso más que para un trago de agua o secarme el sudor con la toalla. De vez en cuando echaba una mirada a mi alrededor. Conocía a todos los aficionados, sus nombres completos, sus ocupaciones, el barrio donde residían. En general, a Padre no le importaba demasiado con quién me relacionaba, excepto que fueran militares, o policías, o hubieran mostrado una simpatía política que no fuera de su aprobación. Solo cuando perdí la amistad de Efrén supe que esa libertad que se tomaba no era algo que yo debiera permitir.
Si pienso en él construyo la imagen de un hombre con una maleta, un sombrero y una sonrisa sobre una cicatriz.
IV
De entre todas las complicaciones que surgieron con la desaparición de mi padre, existía una que nadie podía imaginar. Tenía que ver con un apelativo, y dado que los apelativos identifican a la gente en lugares en donde todos se conocen, como era Tánger, Padre dejó de ser conocido como Emilio, el mecánico para llamarse Emilio, el de la judía. Ese cambio tenía dos connotaciones: una, que se había marchado con una mujer, y dos, que la mujer era judía. Era aquí, justamente, donde estaba la complicación: Mariza, la mujer de la que me enamoré, era también judía.
La conocí por puro azar, en la biblioteca del Lycée Regnault, lugar de una penumbra boscosa, con amplias paredes forradas de libros de lomo oscuro que se ensombrecían en las esquinas. Las lámparas del techo, tal vez para protegerlos, estaban siempre apagadas, de modo que la única iluminación procedía de las pequeñas lámparas que había sobre las mesas y que atraían alrededor de sus cercos a los estudiantes como polillas a un punto de luz.
Pertenecíamos a un Club de lectura para jóvenes, auspiciado por el Protectorado francés. Nos sentábamos a una misma mesa para leer a Baudelaire, a Victor Hugo, a Honoré de Balzac, a Zola, aunque ella prefería los novelistas contemporáneos, como Mauriac, Antoine de Saint Exupéry y, por encima de ellos, Louis-Ferdinand Céline y su Viaje al fin de la noche, obra que consideraba insuperable, y de la que decía que su escritura, más que leerse, se oía.
Además de por Céline o Exupéry, Mariza sentía fascinación por los mitos griegos. Los citaba a menudo, poniéndolos de ejemplo y usándolos como una medida universal. Los tenía tan asumidos que los había incorporado a su lenguaje cotidiano con asombrosa naturalidad. De modo que cuando decía “me he quedado de piedra”, pensaba en la gorgona Medusa. Si había “vivido una odisea”, pensaba en Ulises, y si “entraba en pánico”, reconocía que en su pensamiento recreaba al dios Pan soplando un caramillo. Años después Mariza descubriría que Céline, aquel escritor al que tanto admiraba por el frescor de su lenguaje y su prosa atrevida, acusaba al pueblo judío de incitar a la guerra.
Decía de mí que era un “redicho”. Y tenía razón, porque a consecuencia de la lectura me gustaba emplear cultismos y sentía predilección por el uso de adjetivos complicados. Tenía, además, la influencia de Padre, quien sin haber estudiado demasiado, o justamente por ello, se esforzaba en hablar con un lenguaje elevado, aunque en muchas ocasiones su falta de vocabulario lo llevara a equívocos.
Nunca fuimos más allá de ese juego de juventud comparando obras, escritores, estilos, verosimilitudes, como expertos críticos de respetable opinión, hasta que un día advertí un sorprendente cambio en ella, algo que en ese momento califiqué como “una metamorfosis”. El Club de lectura y el estudio fueron quedando relegados a un segundo puesto, de modo que prevalecía Mariza ante cualquier otra razón para acudir a la biblioteca. Busqué los momentos para coincidir, me interesé por los libros que ella leía y me habitué a presentarme con la suficiente antelación para colocar un libro abierto en su asiento y que nadie más lo ocupara. Aprendí a reconocer el sonido de sus pasos al aproximarse, y si escuchaba el crujido de la puerta de entrada, prestaba atención para retirar apresuradamente los libros antes de que me descubriera. En ocasiones me aclaraba la garganta y aquello servía de excusa para contemplarla por un ínfimo instante. Ya no podía observarla como siempre: el perfil de su rostro había perdido la redondez de la infancia, sus hombros aparecían torneados bajo la blusa y el colgante de oro que acostumbraba a llevar se escondía en el hueco de sus pechos.
Desconocía si ella era consciente de ese despertar, si del mismo modo advertía en mí algún cambio, o si yo era el único que había cambiado y ya no podía mirarla como antes. Nuestros temas de conversación también cambiaron, más en el fondo que en la forma. Si hablábamos de una novela, ya no interesaba tanto el estilo o la pureza del lenguaje como las razones que habían impulsado al autor a escribirla. No interesaba tanto la ficción de la historia como la verdad que encerraba. Cuando uno argumentaba, el otro replicaba, o matizaba, o le daba la vuelta para que pareciera otra cosa. Charlábamos mientras recorríamos los caminos de tierra del parque del hospital, los alrededores de la sinagoga de Nahon, el Zoco Chico. Si nuestras conversaciones se volvían demasiado sesudas, podíamos llegar sin darnos cuenta hasta el mismo borde de la playa Merkala.
Sin embargo, sabíamos que nuestra relación se sostenía por una fragilidad. Una tarde de verano, sentados bajo las palmeras del Hospital Español, sentí el impulso de contar lo sucedido. Le hablé de Padre, recalcándole el hecho puntual de que se había marchado con una judía. Creí decirlo con cuidado, a sabiendas de que ella también era judía, pero se tomó a mal mis palabras y, después de sacudirse de la falda unas migajas imaginarias, se levantó, recogió sus libros y se perdió entre las hileras de plantas que cerraban la parte trasera del hospital.
Dejé que se alejase una cierta distancia, con la intención de que su enfado se aplacara. Al poco fui tras ella y observé en su apresurada huida el gracioso oscilar de sus hombros perfectamente acompasados con el ritmo de los pies: punta izquierda adelante, hombro derecho adelante, punta derecha atrás, hombro izquierdo atrás. Al andar sus pantorrillas rozaban el borde de la falda y los hombres a los que adelantaba la seguían con ojos de perplejidad. La alcancé a medio camino de su casa, casi a punto de doblar la esquina con la Avenue d’Angleterre.
Tenía Mariza ese orgullo de la gente que se sabe aparte y creo que en ese evitar obstáculos se esforzaba por suprimirlo, porque sus enfados consistían en una efervescencia y un rápido diluir. Su técnica se basaba, me confesó cierta vez, en buscar escenas que la apaciguasen, como una polilla revoloteando alrededor de una luz o una forma geométrica que le pareciera complicada. Nada había que la molestase, excepto aquello que escapaba a su control, como cuando le decía que mi padre quería que me alistase en el Ejército al tener la edad. Cruzaba entonces los brazos y posaba la mirada aquí y allá, en busca, supongo, de una polilla, pero no había polilla ni forma geométrica que la hiciera sentirse mejor.
Cuando me sintió cerca cambió su ritmo frenético por un deambular pausado, cruzó sus dedos con los míos y me habló de un escritor que había visitado el Lycée, un piloto de Latécoère, destinado como jefe de escala en un aeródromo del Sáhara español, refiriéndose a Exupéry. En realidad no venía a cuento, pero creo que fue un benévolo intento para recobrar la naturalidad de nuestra conversación.
La dejé cerca de su casa, a la hora de la cena. Por primera vez, no logré que Mariza se despidiera con una sonrisa. Dijo un adiós entre dientes y, como si sus pasos fueran refrenados por una fuerza inversa que tirase de ella, desapareció por detrás de los altos pretiles de la Sinagoga de Nahon.
Cuando regresé a casa, una turba de vecinos se arremolinaba en torno a la puerta. No había mercado ni festejos, ni había razón alguna para congregar a la gente a esas horas de la noche. Más lejos, un grupo de mujeres se reunía cerca de la calzada, muy juntas, el pañuelo de cabeza sujeto por una mano, para que nadie leyera sus labios. Hablaban en voz alta