De Saint-Simon a Marx. Hernán M. Díaz
a denominaciones que no harían más que confundir acerca de los objetivos de este trabajo, y hablaremos de “socialismo originario” o de “orígenes del socialismo”, prefiriendo la caracterización de cada corriente antes que la equiparación de doctrinas heterogéneas.
Si el lector se atreve entonces a internarse en el complejo mundo del socialismo anterior a Marx, podrá observar que muchos de los lemas o de los términos que utilizaron los revolucionarios alemanes tienen su origen directo en algunos de estos pensadores. Se verá también que el marxismo no fue sino el resultado de una serie de tanteos teóricos previos, que se enfrentaron a la realidad política de su época y que se fueron modificando a partir tanto de la práctica política como de las transformaciones que el mismo sistema capitalista iba experimentando. Si este socialismo originario hubiera sido un mero “esquema” racional, producido por una mente ajena a la realidad, como sugiere Engels, no habría experimentado la evolución que experimentó y habría sido totalmente incapaz de superar la prueba del tiempo. Sin embargo, el pensamiento socialista se fue amoldando y adaptando a los cambios y destiló, en pequeñas pero significativas gotas, lo que se transformó en las bases de un movimiento proletario que desde fines del siglo XIX conmueve al mundo. Y esto que planteamos no se observa solamente en el nivel de las ideas, sino también en el nivel de la organización y en las clases o grupos sociales que les dan sustento.
Por todo esto, utilizando las palabras de Jean-Paul Sartre en el prólogo a Frantz Fanon, puedo decir: marxistas, “abran este libro, penetren en él”. Si son pacientes, encontrarán allí la imagen de lo que son, aunque en germen. Se hablará de gente similar a ustedes en algunos aspectos, aunque les parecerá una fotografía en sepia. Verán actitudes, consignas, formas de organizarse, que en la mayor parte de los casos adjudicaban al genio de Marx, pero que nacieron al calor de otros problemas años antes de que el genio alemán naciera a la vida política.
Saber quiénes somos no sólo nos hace más grandes, sino que nos prepara mejor para saber cómo hablarle al mundo.
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Debo agradecer enormemente los comentarios y las lecturas de mis amigos Eduardo Martínez y Mónica Urrestarazu, y de mi hijo Javier Díaz. También la contención permanente que encontré en el grupo de investigación sobre migraciones, dirigido por Nadia De Cristóforis. Nadia, en particular, me enseñó que antes de iniciar una obra de envergadura es imprescindible hacer un índice, lección que pude aplicar en este libro.
En 2011 dicté un seminario de grado en la Facultad de Filosofía y Letras sobre el socialismo y el movimiento obrero en Francia en el siglo XIX. Agradezco a todos los alumnos, que me enriquecieron con preguntas y comentarios.
Quiero destacar el respaldo colectivo y el ámbito de discusión permanente que significó desde 2012 la revista Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda y luego el Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas (CEHTI). En el primer número de Archivos publiqué un trabajo sobre Flora Tristán, que conforma el núcleo principal del capítulo 4 de este libro.
Permítaseme también evocar la memoria de José Sazbón, fallecido en 2008, uno de los pocos historiadores de la Argentina que conocían la temática tratada en este libro. En 2004 aceptó ser mi director para realizar una tesis doctoral sobre Saint-Simon, pero al poco tiempo cuestiones laborales me hicieron desistir de la empresa y luego cambié de proyecto. Sazbón no estaría de acuerdo con gran parte de lo que se dice en este libro, pero su inagotable sabiduría y su enorme exigencia fueron un estímulo permanente para dar lo mejor de mí y para presentar una idea relativamente coherente de una época convulsionada y tan lejana, en el tiempo y en el espacio.
1. Para ver el agregado, se pueden comparar una edición francesa que mantiene la traducción original de Lafargue (por ejemplo, Engels, 1901: 101-102) con cualquier edición actual (la que consultamos: Engels, 1946 [1880]: 62-63).
2. Discutimos este punto con más detalle en el capítulo 5.
1. La situación social y política en Europa durante la Restauración (1815-1830)
Los primeros esbozos de socialismo en Francia nacieron bajo Napoleón: Saint-Simon publicó su primer escrito en 1803 y Fourier en 1808, pero las obras maduras de ambos se produjeron durante las monarquías de Luis XVIII y Carlos X, período conocido como Restauración, y es el momento en que empiezan a lograr algún pequeño círculo de seguidores. Sin embargo, no es una sencilla coincidencia temporal con la nueva situación lo que permite el desarrollo de sus doctrinas, sino ante todo un estado de azoramiento y desorientación que invade a toda la sociedad, en donde las tendencias reaccionarias pretenden volver a un modelo social imposible y las fuerzas progresistas no saben exactamente cómo avanzar hacia un nuevo régimen y no saben tampoco en qué consiste su apuesta al futuro. Es ese momento de desconcierto el que permite la elaboración de las teorías políticas que signarán el futuro de Francia y, hasta cierto punto, de la sociedad capitalista. Los momentos revolucionarios son los de toma de partido, cuando las urgencias exigen a sus protagonistas más acción que teoría. Desde la caída de Napoleón en 1814 hasta la revolución de 1830, que inaugura una monarquía de signo liberal, nos hallamos ante un “valle” histórico que ha gozado de escasa atención por parte de los historiadores (Rosanvallon, 2015: 11). Si las poderosas “montañas” revolucionarias son fértiles para mostrar a las clases sociales en pugna, el intervalo relativamente pacífico entre los dos grandes sucesos es enormemente rico en cuanto a la elaboración ideológica y la prefiguración de corrientes que finalmente se manifestarán en los siguientes estadios de la lucha de clases.
Superadas las convulsiones que signan el fin del siglo XVIII y la larga guerra que lleva a cabo Napoleón con el resto de Europa, la sociedad francesa se pregunta con qué mundo se encuentra. Los conservadores, partidarios de un retorno a la monarquía absoluta (los ultramonárquicos, o “ultras”), parecen confiar en que nada ha cambiado en Francia tras la Revolución, y buscan apoyarse en el triunfo de la Santa Alianza (comandada por los países más reaccionarios, como Rusia, Austria y Prusia) para restablecer los viejos privilegios de la nobleza y del clero. Los ahora llamados “liberales” (el término en su sentido político aparece durante la Restauración, tanto en Francia como en Inglaterra) buscan ampliar las libertades de la clase burguesa y modificar las leyes electorales en su beneficio, pero deben encontrar la manera de explicar las virtudes de la revolución de 1789 y, a la vez, justificar e impugnar los “excesos” de la época del Terror. La nueva monarquía, que recae en el hermano del decapitado Luis XVI, se verá imposibilitada de jugar un partido propio y se recostará alternadamente en uno y otro grupo político.
La burguesía ya estaba cansada de Napoleón y exhausta de pagar campañas militares, aun cuando la habían beneficiado. Desde el momento en que la alianza europea llegó a las puertas de París en marzo de 1814, fueron los banqueros como Jacques Lafitte y los especuladores los que le negaron a Bonaparte los medios para recomponer su ejército. Un viejo zorro como Talleyrand, sobreviviente a todos los gobiernos y en ese momento canciller del Imperio, conspiró para que la corona no recayera en el hijo de Napoleón, como quería éste, sino en un Borbón. Con la burguesía dándole la espalda, el general corso tuvo que abdicar y fue confinado a la isla de Elba. El imperio inglés no perdió el tiempo y, como no podía ser de otra manera, aprovechó para hacer negocios en alianza con los financistas de París: la banca Baring, tristemente conocida más tarde por los argentinos, concedió un préstamo con un interés usurario del 22% para realizar el licenciamiento forzoso de las tropas francesas desmovilizadas tras la derrota, pero por la gestión de la operación los bancos locales se quedaron con el 12,5% del monto total en concepto de comisión (Blanc, 1842, I: 53).
El nuevo rey, que será ungido con el nombre de Luis XVIII, no pudo volver a dirigir Francia como si nada hubiera sucedido en los últimos veinte años, a pesar de que así lo reclamarán los aristócratas emigrados, empecinados en borrar de la historia la larga revolución del país galo. La centralización cultural, impositiva y lingüística, establecida por los Borbones y consolidada por la Revolución, se mantuvo, al igual que la uniformización