De Saint-Simon a Marx. Hernán M. Díaz
nueva clase de propietarios en el campo que tendrá un papel decisivo en la futura política francesa. La situación con la Iglesia Católica no se recompuso pues, a pesar de las expropiaciones y las expulsiones, el bajo clero era favorable a los nuevos aires de afrancesamiento. Los llamados “bienes nacionales” habían sido confiscados a la Iglesia a fines de 1789, es decir en los comienzos de la Revolución, cuando Luis XVI aún estaba en el poder, y la monarquía en ese momento aceptó la medida para equilibrar el tesoro de gobierno. Estas expropiaciones se convirtieron en un factor decisivo para la constitución de la burguesía francesa. Si Luis XVIII quería gobernar Francia, tenía que contar con esa clase social, que se había beneficiado con la Revolución y con el Imperio, y que seguía siendo el principal motor económico del país.
El nuevo rey decidió “otorgar” una Constitución (la Charte octroyée), manifestando así su intención de no volver a los tiempos de la monarquía absoluta, pero suprimió la enseña tricolor y retornó a la bandera blanca de los Borbones. Se impuso el voto censitario, por el cual sólo tenían derecho de sufragio los varones que tuvieran una renta superior a 300 francos. La edad mínima para ser elegido diputado era de cuarenta años. Se inauguró entonces una monarquía parlamentaria, donde la alta burguesía podía discutir cada medida de gobierno y el rey debía manejarse con cautela para contar siempre con su apoyo. “Así se abrió en Francia la era de los intereses materiales”, dice algunos años después un historiador sansimoniano (Blanc, 1842, I: 50).
El breve retorno de Napoleón, entre abril y junio de 1815 (los llamados “cien días”, Cent-jours) sirvió para demostrar varias cosas. En primer lugar, que la enorme popularidad de Bonaparte estaba intacta: entre su desembarco en Marsella y su llegada a París veinte días después, el general va sumando adhesiones y engrosando su ejército, las brigadas que se envían para detenerlo se rinden y los soldados se pasan de su lado, y cuando llega a París logra la huida del nuevo monarca. En segundo lugar, que la burguesía en general y los liberales en particular preferían el calor del poder a los principios, y así como apoyaron la caída de Napoleón un año antes, cuando éste retorna en 1815 lo aplauden y hasta forman parte de su gobierno. En tercer lugar, que la aristocracia sólo sabía conspirar desde el extranjero y no tenía ni un asomo de apoyo de masas. Por último, como dijera Hegel, Napoleón debió ser derrotado por segunda vez para convencerse de que su alejamiento del poder no era un accidente sino una necesidad histórica.
Napoleón volvió a caer con su derrota en Waterloo, pero el bonapartismo siguió siendo un problema político importante en Francia, hasta su corolario con el gobierno del sobrino Luis Bonaparte. Las campañas de Napoleón le habían dado victorias y glorias a Francia, galardón al que ningún sector de las clases dominantes quería renunciar, por más críticos que fueran con la falta de libertad interna que imperaba en su gobierno. En las capas populares, la admiración por Napoleón era enorme: las decenas de miles de soldados licenciados y la gran mayoría de los que permanecían en el ejército seguían siendo bonapartistas. Quien quisiera gobernar debía tomar ese elemento en cuenta.1 En la década de 1820 los carbonarios y desde la de 1830 los seguidores de Auguste Blanqui, en cierto modo, van a recuperar el resentimiento de las masas con los “traidores” de 1815 y el impulso belicoso para encaminar a ciertos sectores descontentos en contra del régimen de la burguesía. Pero los bonapartistas, a partir de Waterloo, debieron guardar un cauteloso silencio. Los protagonistas de la política, durante los quince años siguientes, fueron los liberales, los doctrinarios y los ultras.
Los llamados “ultras” estuvieron representados por grandes cultores de la lengua francesa como el escritor René de Chateaubriand, Louis de Bonald y Joseph de Maistre.2 Políticamente, pretendían volver atrás la rueda de la historia, regresar a la monarquía absoluta, y en ese sentido se opusieron a todas las concesiones que Luis XVIII se vio obligado a hacer ante los hechos consumados de la Revolución. Su papel reaccionario tuvo el simple resultado de retrasar la plena toma del poder por parte de la burguesía francesa y, a pesar de su prédica, la nueva sociedad capitalista siguió barriendo toda la escoria del viejo régimen, para garantizar los negocios de la burguesía. Desde el punto de vista teórico, ejercieron una influencia duradera en el tiempo, incluso indirectamente en el sansimonismo.
El concepto clave que elabora Joseph de Maistre (1966 [1819]) es el de “unidad”: unidad de la nación en torno a un monarca único e indiscutido, unidad de la religión católica dirigida por el papa, unidad de la familia conducida por el padre, unidad de la lengua francesa. Si no hay unidad, hay anarquía, no hay objetivo común, todo termina en disputas y en luchas por el poder. La nación, entendida como un todo, es superior al individuo y a las facciones que podrían disputar el liderazgo. La unidad que une a la nación es espiritual y es superior al presente histórico: de allí que haya que preferir la tradición a las innovaciones. Como afirma en una carta a Bonald (De Maistre, 1853, I: 517), el sofisma inicial de la época es que la libertad es algo absoluto que se tiene o no se tiene, y que todos los pueblos tienen derecho a la libertad. Rechaza la Carta otorgada por Luis XVIII al pueblo francés y afirma que esa Constitución “no existe”, pues está basada en la más grande de las expoliaciones. Ese estado de cosas “no va a durar”. Los ultras no tienen solamente una nostalgia por el antiguo régimen sino que además creen que la Revolución Francesa es una excepcionalidad histórica que pronto desaparecerá sin dejar rastros. La Santa Alianza parece darles la razón, pero las transformaciones estructurales que realizó la Revolución y que no fueron revertidas eran una dura advertencia a este sector de que nada podía volver a su lugar: la monarquía ya no era absoluta, sino constitucional; las tierras de Francia habían sido repartidas y generado una clase de propietarios que de ninguna manera permitirían que los aristócratas y la Iglesia recuperaran su antiguo rol; la nobleza y el clero ya no representaban más que a sí mismos y su papel social estaba en completa decadencia. Para De Maistre (1853, II: 371), la Revolución Francesa había sido un resultado directo de la herejía protestante y de la filosofía del siglo XVIII. En el estado en que se encontraba la sociedad después de ese cataclismo, el catolicismo era el único que podía otorgar un principio de autoridad que permitiera reencauzar la marcha de los acontecimientos (p. 371).
Bonald (1843 [1796], I: 15-17), por su parte, elogiaba a Montesquieu pero rechazaba lo que hoy llamaríamos determinismo geográfico, y repudiaba a Rousseau, inventor de la teoría de la soberanía del pueblo. La “voluntad general” de un pueblo sólo puede ser llevada adelante por el monarca, sin mediaciones y sin necesidad de consenso entre sectores diferentes. La nación es concebida como una especie de circunferencia, que sólo puede desarrollarse si tiene un centro que la dirige. Pero en las repúblicas, las familias que dirigen la nación son efímeras y el pueblo no puede conocerlas ni amarlas: sólo la monarquía, donde el rey posee todo el poder, puede generar el entusiasmo general del pueblo (p. 533). Ese amor por el monarca es a la vez expresión del “carácter nacional”, que sólo puede estar basado en el orgullo de lo propio y en el desprecio de lo ajeno (p. 543). Insensiblemente, y aun en su entusiasmo por el régimen fenecido, Bonald se convertía en un portavoz del nacionalismo, que alcanzaría su apogeo en los países capitalistas. Advertía también que el comercio internacional era “peligroso para el carácter nacional” (p. 544), ya que los pueblos que viajaban se transformaban en cosmopolitas y perdían su fuerza espiritual. Apuntaba con esto a un fenómeno complejo: la economía de mercado muestra una doble fuerza contradictoria, que consiste en negar lo nacional (pues la ganancia no tiene frontera) y a la vez necesitar la cohesión nacional (pues el Estado propio es la única manera de beneficiarse de la tasa de ganancia).
Los liberales constituyeron la izquierda de la política francesa durante la Restauración (Thureau-Dangin, 1876: 1-78). Si algo los caracterizó fue la confusión y la ambigüedad ideológica: sabían a qué se oponían pero no pudieron enunciar claramente qué tipo de sociedad reivindicaban. Se opusieron a Napoleón, por la falta de libertad pero sobre todo porque dejó exhaustas las arcas del Estado y de los burgueses, pero no dejaron de aplaudir al general corso cuando regresó apoyado por las masas en los Cien Días. Dieron sustento a la monarquía de Luis XVIII, tratando de conseguir un mejor lugar dentro de la clase dirigente, y no se pronunciaron por la república (pp. 140-150), siendo partidarios de un voto censitario muy restrictivo. Reivindicaron la revolución de 1789, pero se mostraron siempre incómodos con el Terror y no se preocuparon