Variaciones sobre el verbo amar. María Jesús Medina Cano

Variaciones sobre el verbo amar - María Jesús Medina Cano


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      Todas las mañanas, al entrar en la piscina, aparecía; la sobrevolaba y se posaba en el mismo margen del bordillo, en el mismo sitio del primer día, lo más cerca del agua.

      Poco a poco, semisumergida me acercaba un poco más, y con agua silenciosa, me movía hacia ella, que no mostraba signos de salir volando. A los pocos días pude satisfacer mi curiosidad como si de un reportaje del National Geographic se tratase. La observaba; sus ojos, patas y aquellas delicadas y poderosas alas. Ella también me observaría; me miraba con sus múltiples ojos y yo trataba de imaginar cómo me percibiría. Para ella sería un monstruoso animal. Mutuamente nos descubríamos y nos contemplábamos.

      Nuestros encuentros se hicieron a diario. Con solo sumergir un dedo del pie en el agua de la piscina, aparecía volando grácilmente, no sé de dónde. Se colocaba en su lugar, el de siempre y pasábamos el rato mirándonos. Todos los días esperaba su visita cierta, ni un solo día dejó de venir y yo volcaba en ella mis pensamientos. Sé que si le hubiese ofrecido mi mano en algún momento se hubiese posado en ella, pero soy miedosa y no me atreví.

      Pasó julio y llegó agosto, entonces me dediqué a mi marido. Llegó septiembre con sus ajetreos y obligaciones y llegó un octubre algo lluvioso y frío. Un día de ese mes abrí la puerta de casa para salir y allí, en la alfombra de bienvenida, estaba ella, muerta. En ese momento sentí, supe con certeza, que había estado buscándome y que si la puerta hubiese estado abierta habría entrado para morir entre mis manos.

      Aquella libélula había aliviado mi soledad. Nos comunicamos más allá de los sonidos. La intuición y los sentimientos nos sirvieron de comunicación entre dos especies tan distintas.

      Desde entonces soy incapaz de matar a ningún insecto, y siento más que nunca que es verdad, que cada ser es único en su especie, si una libélula fue capaz de comprender mi estado, dejarlo todo y volar para estar cada día un poco conmigo. Ella me ofreció su amistad y yo la mía.

      Gracias a ella pensé que una etapa de mi vida había concluido. Que al igual que una larva, y como una libélula, debía resurgir y usar aquel tiempo que se me ofrecía para crecer y hacer aquello que hacía tanto tiempo tenía olvidado; escribir.

      POR LA PLAYA

      Marcelo pasea todos los días por la playa. Se siente bien, aunque cada vez que nota la arena blanda y húmeda bajo sus pies, recuerda con cierta melancolía su infancia. Puede apreciar el aroma cálido de aquellos veranos, de aquellos días llenos de risas y alegrías cuando su mayor preocupación era correr más rápido que sus hermanos y llegar primero al rompeolas, o preguntar la hora, de forma insistente, a su madre para comprobar, cada cinco minutos, cuánto tiempo quedaba para que pasaran las dos horas de la digestión.

      —Anda Marcelo, ya os podéis bañar —decía esta al fin con una sonrisa, y al instante, los dos hermanos echaban a correr hacia la orilla.

      Desde su jubilación tiene esta buena manía: pasear por la playa. Por un trocito de la Costa Brava, donde el sol se refleja en el mar de una manera inolvidable.

      Marcelo ha viajado mucho. Su empleo en una multinacional le ha dado la oportunidad de conocer otros lugares y otras culturas. Pero desde el momento en el que llegó su “emancipación laboral”, como él suele llamar al momento en el que uno se convierte en un jubilado, ha decidido regresar a su ciudad original. A su tierra primigenia, aquella que tanto había echado de menos.

      Siente, que hasta ahora su vida ha sido completa; malos momentos, solo algunos y el peor, la muerte de su mujer. Los planes de una vejez en común donde compartirlo todo, habían sido rotos de forma prematura e inesperada. El destino, en una jugada cruel, había dispuesto el regreso, a lo que consideraba su último lugar, de forma distinta a como él la había imaginado. Sus hijos tienen sus propias vidas y no le necesitan. Siente un cierto orgullo por esto, aunque una parte de sí mismo se apena al sentirse tan prescindible.

      Hoy no puede evitar sonreír al verse de nuevo en una circunstancia en la que nunca pensó pudiera volver a repetirse. Hallarse otra vez ilusionado, es para él un sentimiento extraño. Y es que desde hace algunas semanas ella está allí; sentada en una pequeña silla de playa, bajo una sombrilla de colores, cerca de la orilla, siempre con sus ojos fijos en un libro o una revista. Cada vez que pasa delante de ella, se saludan con un educado “buenos días”, y es así como Marcelo, ha comenzado a pensar en esa mujer.

      Al principio lo hacía solo de vez en cuando, pero después, poco a poco, le ha ido ocupando la mayor parte de sus pensamientos. Así que, cada día sale más esperanzado, deseando el momento en que se encuentren en el matinal paseo.

      Es una emoción extraña. Hace mucho tiempo que no reconoce este sentimiento en sí mismo, en volver a sentirse de esta manera, como un adolescente, sin embargo, ahora a sus años estaba de nuevo… ¿enamorado?

      No quiere reconocerlo. Le da miedo y también, vergüenza; “es una tontería” piensa, “sentirse así a mi edad” y mueve la cabeza diciendo para sus adentros que esto no es normal.

      Los días se le hacen más cortos mientras su mente vuela e inventa estrategias para ver cómo puede aproximarse a ella y entablar una conversación.

      También ensaya delante del espejo.

      —A ver Marcelo —comenta— sonrisa abierta. No, no demasiados dientes. Sonrisa suave. Sí, si esta… Con gafas de sol. Uhm no, mejor me las quito cuando me acerque.

      Cuando el sol ya se esconde sale a la terraza. “No estamos para dar rodeos” se dice, “a nuestra edad es mejor dejarse llevar”.

      Como todas las mañanas pone su máximo esmero en asearse, en combinar su ropa y peinarse; “bien presentable, hay que estar bien”, se dice con ojos sonrientes.

      Y como todos los días ella está allí. La ve a lo lejos y se pregunta si esta vez será capaz de pararse y decirle algo más que el mismo saludo de siempre. Los latidos de su corazón se aceleran conforme se acerca. Entonces le surge el temor de que algo en su expresión refleje los nervios que siente. “Tranquilo Marcelo”, se dice, “hoy estás decidido. Te detendrás y entablarás conversación”.

      Sin embargo, algo distinto ocurre. Ella comienza a levantarse y Marcelo, asustado, piensa que se marcha, acelera el paso y entonces percibe, que ella se dirige hacia él.

      Primero le saluda y luego se presenta. Su nombre es Margarite. Marcelo tiembla como un chaval cuando ella le pregunta que si le importa que le acompañe en su paseo.

      —Claro, claro que no, al contrario; estaría encantado de pasear contigo.

      Cuando la mira por primera vez, ve unos ojos maravillosos que le miran con ternura y con una complicidad que hacía tiempo no tenía. Se han cogido de la mano, entonces, Marcelo comprende, que todo irá bien.

      EL CANTO DEL CISNE

      Parte I

      Mercedes se mecía en el columpio con sus pies sobre el suelo; mantenía los ojos entornados y se dejaba llevar transportada por los sones durmientes del canto resignado de los esclavos. El dulce aroma de las glicinias, que habían renacido exuberantes, y el leve calor dorado de la primavera, le evocaban la consistencia de un falso paraíso, irreal. Indigno de ella.

      La paz de aquel mediodía se vio interrumpida por dos disparos. Los pájaros levantaron el vuelo entre múltiples aleteos; la plantación enmudeció. Solo rompían el silencio, el zumbido de un abejorro, que ajeno a lo ocurrido, continuó absorbiendo el néctar de las olorosas flores, y el sonido chirriante de los goznes del columpio en el que Mercedes continuó como si nada.

      No es que aquello la sobresaltase. Motivos siempre había varios para escuchar disparos: la caza de algún animal o la huida de algún esclavo, ambas cosas con el mismo valor, pero esta vez Mercedes, conocía el motivo cierto de aquellas balas.

      Un instante después escuchó a Caridad que la llamaba una y otra vez. Advirtió con regocijo, como insistía


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