Variaciones sobre el verbo amar. María Jesús Medina Cano

Variaciones sobre el verbo amar - María Jesús Medina Cano


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Regresó sobre sus pasos, subió las escaleras calmada y tranquila, pasó delante de su hermana con la dignidad de una reina que retorna a su trono y dejando tras de sí una enorme tristeza, entró en la casa.

      Parte II

      Subió las escaleras, amplias como las de un palacio. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que podía sentir sus latidos en las sienes. Entró en su dormitorio, cerró la puerta y echó el cerrojo.

      Imágenes y pensamientos surgían sin control en su mente. No podía contenerlos. No podía dejar de pensar de forma atronadora en lo que había sucedido, ni podía dejar de sentir aquel desconsuelo, ni dejar de decirse; una y otra vez que todo aquello, que todo lo ocurrido, era real. Solo la imagen de su hermana paró aquel ruido: la sonrisa de satisfacción con que la había mirado, su desprecio, la dureza de su corazón y el odio que había sabido esconder, le mostraban alguien desconocido para ella. Una extraña que había convivido con ella, un escorpión que había sacado su aguijón mortal.

      Se sitió como un náufrago aislado, escondido entre caníbales.

      Comenzó a temblar, y tomó plena conciencia de que nunca más vería la sonrisa de Diego, de que no sentiría la calidez de su cuerpo fibroso al abrazarla con ternura, como si ella fuese una delicada figurita de cristal que se pudiera romper con solo mirarla, ni el sonido de su voz dulce y profunda que le hablaba de forma pausada, acerca de sus anhelos de libertad, y de su vida junto a ella.

      —Los cimarrones… —decía, mientras acariciaba su pelo.

      —¿Cimarrones?

      —Esclavos que escapan. Se llaman así. Yo seré uno de ellos y tú vendrás conmigo. Allí no importa como seamos o lo que seamos. Viviremos con otros, tú serás mi mujer y yo tu hombre. En las montañas viven otros esclavos que escaparon, muchos, huiremos al palenque de Moa. Desde allí lucharé. Conseguiremos que no quede un solo esclavo en la isla.

      Caridad le dijo que pediría ayuda a su hermana.

      —No le digas nada, —respondió— Mercedes, tu hermana, es como tu padre.

      —¡No digas eso! —tomó la mano del hombre y la sostuvo entre las suyas— ya sé que a simple vista parece dura e incluso vanidosa, pero tiene un corazón de oro.

      ¡Qué estúpida se sentía! Traicionada por su propia hermana. Se preguntaba cuánto odio podría llegar a sentir, porque deseaba verla muerta. Aunque esto no era bastante. Nada era bastante.

      Entonces dedujo con tristeza que era evidente que el recuerdo de su madre se había borrado del corazón de Mercedes.

      —Los esclavos —contaba—, son personas con ojos, bocas, oídos y corazón, como nosotros. Su piel puede ser más oscura que la nuestra, pero su sangre es roja como la vuestra —y señalaba a sus hijas— o la mía. Sus ojos también contienen lágrimas, de dolor o de felicidad. Saben reír a pesar de su vida tan dura. Y ríen y bailan ese baile... ¿cómo lo llaman? la yoca… la… ¡Yuca!, cuando están alegres, les nace un hijo o se casan.

      —Bailan como monos —respondió el padre que había estado escuchando desde su escritorio—, no deis oídos a vuestra madre, ella es blanda… por no decir otra cosa ya que estáis las dos aquí.

      La mujer llevó una de sus manos al vientre con gesto de dolor, mientras bajaba la cabeza.

      —Son como perros —continuó mientras exhalaba el humo del habano que solía llevar en la boca—, dadles de comer y los tendréis lamiendo en vuestras manos, pero tratadlos con mano firme, sin piedad. Enseñadles más de una vez el látigo y os obedecerán siempre. Y si alguno intenta escapar se le pone la máscara de hierro o los grilletes, después de unos buenos latigazos con cuero de vaca. Si lo vuelven a intentar, no vaciléis en dejarlos lisiados de un pie. Se les quitarán las ganas de intentarlo. A ver como corren de esta forma.

      —A mí… —dijo la madre con voz apagada— A mí me crió una esclava… ella me mimaba y me quería…

      —Te querría como quiere un perro a su amo, o como una perra a su cría.

      Tornó a reírse de aquella manera ostentosa, grave, con la consonante remarcada, mientras exhalaba, complacido, el humo de su puro.

      Pero su madre murió. No quedaba nadie.

      El dolor se enredaba en su alma y se adueñaba de su corazón. Las lágrimas no eran consuelo y la desesperación no dejaba ordenar sus ideas. El pensamiento embriagado de tristeza dejó de ser pensamiento, se transformó en algo oscuro, irresistible, algo que la subyugaba. El dolor bañado de odio se transformó en un gigante que lo impregnaba todo: podía con ella y con su rabia.

      Era tan insoportable la amargura que prefirió buscar el dolor físico. Descentrar el dolor verdadero de allí, de su corazón y de sus sentimientos.

      El secreto tenía que amparar sus actos. El sufrimiento físico no podía ser visible. Martirio para ella y para su cuerpo.

      Cogió el quinqué de su mesita de noche, lo encendió y recalentó la bandeja de plata de su tocador hasta que estuvo de color rojo. La agarró por un extremo con una toalla, destapó su muslo y la apretó contra él.

      Dejó de atormentarle el alma. Descansaría de aquel dolor de muerte que llamaba a muerte; que imploraba venganza de sangre que ya no lo es. Porque ya no tenía hermana. Tampoco tenía padre. Entre lágrimas con un dolor anestesiado por otro dolor se dejó recostar en su cama. Aquella marca quedaría; visión y recuerdo de una traición.

      Cuando llegó el momento de la cena, momento del día en el que la familia solía reunirse, Caridad salió de su dormitorio como si nada hubiese ocurrido. Podía sentir como los ojos incrédulos y asombrados de su hermana se posaban sobre ella. Pero no hizo nada y saludó a su padre como solía hacer desde que era niña.

      Su madre había organizado aquellas veladas para que fuesen un momento importante en sus días y en sus vidas. Aunque Caridad recordó que sus momentos más felices surgieron cuando su madre vivía y se desplazaba entre ellos con una sonrisa y con su voz cantarina. Cuando ella falleció continuaron con esta costumbre, pero revestida de la tristeza y del frío protocolo que había impuesto su padre. La costumbre de besar a sus progenitores en la mejilla desapareció con el tiempo y solo quedó una leve reverencia dirigida al padre que solía colocar su mano abierta, su enorme mano, con un gran solitario en el dedo anular, sobre sus cabezas a modo de bendición.

      Las hermanas lo esperaban juntas y en orden; primero Caridad la mayor, detrás Mercedes, ambas colocadas ante la robusta puerta de roble importado que abría el comedor.

      La aparición de su padre siempre venía precedida del sordo retumbar de sus pisadas. Aquella noche no fue distinta, cuando apareció, el ritual de los saludos se produjo con la idéntica ironía de todas las noches. Su padre entró primero en el comedor seguido por sus hijas en el orden que tenían fuera del aposento. A continuación, se sentaron en sus respectivos lugares y los criados comenzaron a moverse como en una danza sin música en idéntico repertorio desde que Caridad podía almacenar recuerdos.

      Comenzaron a cenar. El apetito de Caridad había desaparecido junto a sus ilusiones y su alegría, pero lo hizo como todas las noches y a pesar de que el dolor de la pierna le resultaba insoportable, en cierta forma, callaba aquel otro dolor, más profundo, del alma.

      Con los primeros bocados sintió que su padre la miraba sonriente, y ella alzó su mirada al mismo tiempo que dejaba los cubiertos sobre el plato.

      —¿Por qué no dijiste nada?, mi hija.

      —¿De qué, padre? —preguntó sin saber qué podría pretender; qué era lo que sabía o qué sería lo que su hermana le habría contado.

      —Pues lo de ese negro, ese negro que te seguía a todas partes, y te importunaba continuamente.

      —¿Có… cómo padre?

      —Si hija, no te azores, ya lo he solucionado. Tu hermanita, que te quiere con locura, tu hermanita, me lo dijo, —palmeó


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