Variaciones sobre el verbo amar. María Jesús Medina Cano

Variaciones sobre el verbo amar - María Jesús Medina Cano


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hacía algunas semanas, Mercedes la admiraba. Su belleza cautivadora y serena…, la dulzura de su rostro, sí, Caridad tenía algo que hacía que en todas las fiestas estuviera rodeada de los mejores muchachos. Y aquel vestido de seda color cielo y su apretado corsé la embellecían aún más.

      —¿Qué quieres? —respondió insinuando que se desperezaba de una siesta mañanera—, solo son dos disparos, sabes que a padre le gusta la caza.

      Transcurrió un momento inquieto en el que se balancearon en silencio.

      —Tienes que prometer que no contarás nada —indicó Caridad bajando la voz.

      —¿Qué ocurre? –preguntó Mercedes irónica— ¿has vuelto a romper el encaje de tu vestido? —lo miró sin interés— no, no es eso.

      Caridad miraba sus propias manos, las movía sin cesar entrelazando sus dedos una y otra vez.

      — Tengo que contarte algo. Algo importante de verdad.

      Mercedes frenó el columpio con brusquedad.

      —No te molestes. Sé tú secreto, —dijo mirando al horizonte y se apartó de ella—, os he visto —añadió—, no pongas esa cara de asombro hermana, sabes de lo que estoy hablando. Os−he−vis−to.

      Con una crueldad desconocida para Caridad, Mercedes la miraba con asco.

      —Una noche —continuó— vi que tu cama estaba vacía. Esperé despierta a que llegaras. No sabía qué hacer y justo cuando iba a avisar a padre, regresaste. Olías rara y tu pelo estaba despeinado… parecía que hubieras estado corriendo entre las cañas. Te vigilé durante noches enteras, pero me quedaba dormida. A veces me despertaba sobresaltada, entonces miraba tu cama, seguías allí, dormidita con tu carita de ángel. Pero una noche en la que pensabas que dormía te levantaste de la cama. Noté como me observabas y comprobabas que yo dormía, me arropaste. ¡Qué tierna hermanita! Después te dirigiste hacia la puerta y cuando saliste, solo vestida con el camisón, te seguí.

      Caridad continuó mirándose las manos que ahora seguían una y otra vez los bordados del vestido.

      —¿Me seguiste? ¿A dónde? —preguntó con voz temblorosa.

      —No seas boba. No intentes confundirme; te seguí hasta la cabaña de ese desgraciado y te vi entrar.

      —No… no lo entiendes Mercedes —le interrumpió cogiendo sus manos entre las suyas— de veras, no lo entiendes, no sé cómo ocurrió, me he enamorado de él, —dijo notando como la vergüenza se manifestaba en su cara.

      —Te he dicho que os vi, —repitió Mercedes con voz áspera, la rabia atravesaba su boca—. Vi lo que hacíais… Era repugnante. Tú y ese negro. Un esclavo sarnoso. ¡Lo besabas! Caridad, lo besabas y él a ti también. Vi cómo te quitaba el camisón y vi como lo hacíais. Como si tú fueses algo suyo, creyéndose alguien con poder sobre ti. Un negro, un esclavo, un animal. Dime Caridad ¿en qué pensabas? ¿Qué pensabas cuando él profanaba tu cuerpo? ¿Cuándo mezclabas tu piel blanca con su piel oscura? —con la mirada puesta en el vacío, añadió en tono burlesco—, pero sabes, aun así, se distinguía quién era quién. La blanca y el negro. La señora y el esclavo… La humana y el animal. Si en ese momento hubiese tenido la escopeta de padre no habría dudado en utilizarla. No habría podido fallar el tiro. El negro era un blanco perfecto, —añadió irónica.

      Surgió un momento de silencio que dejó paso al solitario sonido del abejorro. Caridad comenzó a sentir que aquel zumbido se apoderaba de sus pensamientos y los anulaba.

      —No fuisteis uno—añadió con rencor—, nunca seréis uno.

      Caridad sintió como la mirada de su hermana la marcaba como hierro candente, como aquel con el que marcaban la piel del ganado y también la de los esclavos.

      —Tienes que ayudarme, —le suplicó.

      Caridad se arrodilló ante su hermana. El hermoso vestido se abrió como una flor. Cualquiera que las viese desde lejos pensaría en una conmovedora escena, en un juego entre hermanas.

      —Nos iremos de aquí, —continuó Caridad—, existen lugares donde los esclavos escapados consiguen vivir en secreto. Queremos ir allí. Mercedes tienes que ayudarnos, tú eres la única que puede hacerlo. Estamos enamorados, nos queremos. Sé que no lo apruebas, pero ha surgido así… hay un lugar entre las montañas donde los esclavos que escapan pueden vivir en libertad. Dicen que hay muchos que han conseguido llegar. Mercedes tienes que ayudarme…

      —Dicen, ¿quién lo dice?, ¿él?, ¿ese negro?, ¿tanto lo quieres?, ¿tanto como para olvidarnos? ¿Para abandonarnos? —tras una pausa añadió— ¿dejarás que tus manos blancas y suaves se vuelvan oscuras y ásperas? ¿y que tu piel se queme bajo el sol? y ¿sabes? cuando tu cintura aumente y su hijo crezca en tu vientre, tendrás que dar a luz entre animales, como uno más. Serás una blanca entre negros y te odiarán por lo que eres y por lo que representas y él te verá como te verán ellos, y te despreciará también. Las moscas se te posaran más a ti que a ellos porque tu piel es más delicada, y más dulce. Los insectos y los mosquitos también se alimentarán más de ti, con una piel más fina y más fácil de traspasar. Te convertirás en uno de ellos sin serlo y no tendrás lugar donde ir. Olerás como ellos, vivirás como ellos y tendrás hijos como ellos, pero ni tú ni tus hijos seréis como ellos, seréis diferentes y entonces no tendrás vuelta atrás. Allí seréis los diferentes, los distintos, y no perteneceréis a ningún lugar. Tú eres la hija de un amo, de un poseedor de esclavos ¿qué crees que puedes esperar allí? Son como perros, como lobos y tú serás su carnaza.

      —¡No me importa! ¡no me importa! tú aún no te has enamorado. No sabes lo que es querer a alguien y que alguien te quiera. Eres tan joven… Sé que él me protegerá, me cuidará, me quiere y queremos escapar. No estés celosa, nunca, nunca te olvidaré, siempre estarás en mi pensamiento y en mi corazón…

      —¿Celosa yo? —rió burlona— dime de qué. Dime qué puedo desear de ser de ti, —a lo que añadió con la voz transformada—, eres una ramera y una deshonra para nosotros.

      El silencio reclamó su espacio y un vacío de dolor se apoderó de Caridad. Nunca imaginó el deprecio que Mercedes podría sentir hacia ella. Mercedes su hermana pequeña, aquella niña con la que creció y rió en infinidad de juegos y confidencias. Las lágrimas recorrían sus mejillas cuando Mercedes pareció recuperar su acostumbrada dulzura y añadió con aquella candidez que la caracterizaba.

      —Aun así, te ayudaré. Sí, te ayudaré a pesar de saber que tarde o temprano, bueno más bien tarde, me lo agradecerás.

      Tras decir esto intentó balancearse un poco pero el cuerpo de Caridad que permanecía echada sobre sus rodillas se lo impidió. Caridad se incorporó y volvió a sentarse en el columpio permitiendo que su hermana lo balanceara. Permanecieron así durante un momento, los esclavos habían vuelto a entonar pero esta vez eran otros cantos, aquellos que sonaban cuando alguno de ellos había “abandonado” la hacienda para siempre.

      —No sabes cómo se ha puesto padre —continuó mientras miraba el horizonte y movía con fuerza el columpio.

      —¿Cómo que como se ha puesto padre? —preguntó Caridad conteniendo el llanto—, ¿qué has contado?

      —No todo claro, si no, te hubiese matado a ti también, —contestó Mercedes sin pestañear.

      —¿Cómo que a mí también? —con voz temblorosa y casi sin fuerzas paró en seco el columpio y sujetó a su hermana por los hombros— ¿qué le has contado?, ¿qué has hecho Mercedes?

      Caridad le interrogaba mirándola a los ojos, pero solo vio un odio puro y destilado. No reconoció en aquella mirada a la niña, a la hermana pequeña, querida, de su infancia. Mercedes sonreía.

      —Sí, —dijo muy despacio—ya te he ayudado.

      Caridad se levantó del columpio. Corrió hacia las escaleras del porche y las bajó precipitadamente. Solo pensaba en llegar cuanto


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