Variaciones sobre el verbo amar. María Jesús Medina Cano

Variaciones sobre el verbo amar - María Jesús Medina Cano


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su insolencia ha sido castigada. Sabes que siempre cuidaré lo mío.

      Caridad suspiró tratando de dominar el espectro de sentimientos que resurgían en su interior. Cogió la copa llena de agua y tragó despacio. Por encima del borde podía ver la mirada burlona de su hermana. Después la posó en la mesa con delicadeza.

      —Gra…, gracias padre. —contestó con todo el encanto que en ese momento pudo mostrar.

      El padre, se sentía satisfecho.

      —No podemos permitir esta serie de “soberbias” —continuó—, algunos esclavos de otros ingenios se están sublevando. Ninguno de mis negros comprará su libertad. Aquí no hay derechos de coartación ¿qué se creerán? ¿qué es eso de conseguir la tierra que trabajan? Algunos ya han sido duramente castigados. Sí, hija. No podemos permitir estos intentos de rebelión. Debemos eliminar cualquier foco de insurrección o huida. ¿Lo entiendes? —y mirando a Mercedes preguntó— ¿lo entendéis?

      —S… sí padre —contestó Caridad.

      —Claro padre —respondió Mercedes con una sonrisa de satisfacción.

      Aquella conversación, o más bien aquel monólogo, y el recuerdo de lo que estaba ocurriendo, lo habían enfurecido. Presentía que los tiempos empezaban a cambiar, que el mundo que conocía se desmoronaba y junto a él su poder.

      —Qué sabrán —continuó— qué sabrán en la metrópolis de estos negros holgazanes y mentirosos. Qué sabrán de sus engaños, de tener que llevar siempre ojos en la espalda para evitar sus traiciones. De tener que llevar siempre algo con qué castigarlos… y ¿qué es eso de dejarles tierras para que ellos la trabajen y se queden con su fruto? ¿Dónde se ha visto semejante paparruchada? Algunos mequetrefes dicen que así se sienten más vinculados a la tierra, ¡la tierra es mía! —dió un golpe en la mesa con su puño—, ¿qué es eso de que el negro que trabaja la tierra como amo es un buen negro? Un negro nunca podrá ser amo ni dueño… pero ya se enterarán, ya. El negro es un animal de carga, de fuerza, y nada, absolutamente nada que esta tierra produzca será de su propiedad. Un esclavo solo puede ser un esclavo. Hijas mías tened esto presente, el negro solo entiende con castigos, con solo ver las máscaras de hierro fundido o el látigo se echan a temblar y es esto lo que los motiva, lo que los mueve a trabajar. Es la única forma de civilizarlos algo, porque su natural es ser desagradecidos. Si los tratas con algo de debilidad, se insolentan, se vuelven desagradables, malintencionados y groseros, y en el trato, se volverán contestones e impertinentes y os faltarán el respeto y quién sabe... Y qué me decís de los vicios, siempre dispuestos al robo, a la vagancia y, perdonad hijas por esto que voy a decir, a la promiscuidad.

      Cuando su padre nombró la promiscuidad, Mercedes miró de reojo a Caridad. Esperaba encontrarla avergonzada y sumisa, pero Caridad dejó de jugar con unas migas de pan que había sobre la mesa y miró a su padre.

      —Gracias padre, —dijo—, gracias a usted ya sé quién soy. Sé lo que soy y no lo voy a olvidar nunca. ¿Verdad hermana?

      La dureza del hielo tras aquellos ojos azules dejó desconcertada a Mercedes. Aquella gélida mirada de Caridad la perseguiría en sus sueños.

      Parte III

      Doce meses después de aquel día, Caridad salió como una sombra al porche detrás de su padre. Permaneció oculta en un lateral de la puerta; la protegía el claroscuro que la luna llena producía al atravesar el entramado de ramas, hojas y flores de las glicinias, que habían vuelto a florecer.

      Percibió Caridad que el dulce aroma de sus flores se enturbiaba con la estela mal oliente del habano que su padre llevaba entre los dedos. Palpó por encima de su vestido la cicatriz de su muslo.

      Observaba la postura de su padre, la vigorosa espalda y sus hombros rectos, rebosante de un orgullo ancestral y masculino. De vez en cuando daba poderosas caladas al puro. Parecía sentirse tan satisfecho de su linaje que no percibió, en un principio, el reflejo anaranjado que empezaba a vislumbrarse tímidamente por el horizonte.

      Su padre apoyaba ambas manos en la balaustrada y pudo notar, en un momento, la tensión que aparecía en sus hombros al fijar su mirada con ahínco en la distancia. Caridad supuso que trataba de discernir qué era aquel resplandor que surgía de la oscuridad. Cuando se dio cuenta de que aquel fulgor solo podía ser fuego, comenzó a escuchar el susurro de una algarabía que provenía de lo lejos. Se giró con rotundidad hacia la puerta dando voces de alarma y se encontró de frente con su hija Caridad.

      —¿Qué haces aquí? —dijo con premura—, corre, entra en casa.

      Un instante de debilidad cruzó los propósitos de Caridad.

      —No voy a entrar padre, —respondió con voz dudosa.

      —¿Qué dices? ¿no lo ves? Es fuego. Es un levantamiento. ¡Entra!

      El silencio que se formó entre ambos dejó paso al sonido recurrente y arrítmico de palos, azadas y voces que resonaban como una tormenta aún lejana.

      —Ya vienen —dijo Caridad. Esta vez, con seguridad en su voz.

      —Pero qué dices, ya sé que vienen… quita de ahí…

      —¿Te acuerdas padre? ¿Recuerdas aquel negro que mataste porque… según tú y mi hermana me estaba atosigando? ¿lo recuerdas?

      —¿Y por ese negro vienen esos desgraciados?

      —No solo por ese, negro, como tú dices, padre. Vienen por él y por otros, por todos aquellos que han muerto… asesinados. Y porque creo que debes saber algo, debes saber que él… él no me acosaba, él me amaba y yo… yo le amaba a él…

      El padre la golpeó con fuerza en la mejilla. Caridad perdió el equilibrio un momento, pero permaneció en pie, se tocó la mejilla y continuó hablando.

      —Mercedes te dijo que me perseguía porque sabía que tú lo matarías…

      El padre sacudió su mejilla otra vez, con más fuerza. Ella se tambaleó, los cabellos cubrieron parte de su cara, pero volvió a erguirse. Recolocó de nuevo su vestido y los cabellos.

      —Te has vuelto loca, eso es, te has vuelto loca, —gritó—. Ahora quítate de en medio.

      Pero Caridad continuó hablando sin moverse.

      —Y esos desgraciados como tú los llamas, esos negros, son ahora mi familia.

      Esta vez el impacto de su padre la tiró al suelo. La dejó allí y entró dando voces en la casa. Alertaba y llamaba a aquellos sirvientes que le eran fieles.

      Mientras Caridad se incorporaba, el padre, salía de nuevo al porche con una escopeta entre sus manos y la pistola atada al cinto. La muchedumbre, llegó hasta el borde de la escalinata de subida, entonces el padre soltó un disparo de advertencia, la muchedumbre se detuvo y quedó en silencio.

      —¡Padre!, es inútil —dijo Caridad.

      —¡No te reconozco! ¡ya solo veo a una ramera! —exclamó su padre con crueldad—, no puedes imaginarte el esfuerzo que estoy haciendo para no apretar el gatillo y matarte aquí mismo.

      —¡Es inútil! esta revuelta no es por mí. No lo entiendes ¡Ellos deben ser libres! —dijo mientras se colocaba delante de ellos sobre la escalinata.

      —¡Has traicionado a padre! ¡Caridad, nos has traicionado! —gritó Mercedes asomada a la puerta—, padre es una puerca, se acostaba con aquel negro… ¡padre se acostaba con él!

      El padre levantó la escopeta. Las gotas de sudor se deslizaban desde su frente dando un brillo febril a su cara. Apuntaba a Caridad que despacio bajaba la escalinata y se colocaba ante la primera fila de la multitud.

      —¿Qué haces ahí Caridad? —preguntó el padre con voz agónica sin dejar de apuntarla.

      —Padre. Esta es mi gente. Es el momento… de cambiar las cosas… de abrir un nuevo camino.

      El que parecía el cabecilla se


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