El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio

El garrochista - Sebastián Bermúdez Zamudio


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de dolor. Los soldados de infantería, con el clásico gorro y las bandas blancas cruzadas en equis, se acercaban a menos de cien pasos, nos miramos buscando una solución en los ojos de cada uno y no la encontrábamos, paralizados por lo que se venía encima decidimos cargar de nuevo el cañón.

      —Vamos Paco, que sepan que venderemos cara el alma —comentó el utrerano.

      —¡España Jerez! ¡Por mis muertos! —gritó el de Jerez.

      Cargado el cañón apuntamos a los franceses y le soltamos un disparo que, al menos, los retuvo desconfiados y de paso nos llevamos por delante a cinco de ellos.

      La carga de los Coraceros y los Dragones hicieron que temblara el suelo, en un momento nos vimos rodeados por todos y en mitad del enemigo. Delante teníamos franceses y detrás también, para cualquier ángulo que dirigiéramos la mirada nos observaban ojos ardientes, con deseos de matar, de la tropa napoleónica. Los garrochistas, en su afán de penetrar las filas enemigas, perdieron la vida en su mayoría, la inexperiencia y la falta de apoyos al cruzar la línea del enemigo conllevó que nos viéramos solos, solos y rodeados.

      —Mejor rendirnos —dijo el jerezano.

      —Mejor morir, prefiero no caer en manos de estos, ya he escuchado lo que le hacen a los prisioneros y os lo digo… mejor muertos.

      Saqué la navaja y la abrí, tomé del suelo una garrocha de algún compañero caído y me situé frente a los franceses que ya teníamos encima, mis compañeros me imitaron y nos situamos espalda contra espalda los tres.

      En ese preciso momento apareció entre los enemigos, como un rayo de luz que rompe la oscuridad, mi caballo Zerrojo, derribando a dos fusileros que nos apuntaban para sentenciarnos. La impactante entrada del caballo paralizó a todos, quedaron boquiabiertos viendo cómo montaba de un salto sobre él y cómo ayudaba a mis amigos a subirse, agarrándose como buenamente pudieron, gritando y maldiciendo a todos que, con cara de tontos, quedaron sorprendidos al ver cómo cabalgábamos como locos a lomos de Zerrojo. El caballo nos llevó, rompiendo el seco mediodía, camino del arroyo cercano.

      En la huida y poseídos de un valor inesperado, nos cruzamos con la carga de la caballería y la infantería del ejército andaluz que, aplaudiendo, nos recibió entre vítores y “vivas”, levantando los sables y fusiles al cielo como si viesen unos héroes fantasmales que volvían del mismo infierno. Y realmente así era, tan cerca estuvimos de la muerte que podríamos decir que de ella volvíamos. Situados tras las líneas de nuestras tropas, desmontaron mis compañeros quedando en vernos en un momento tras dar de beber al caballo, se lo mereció más que nosotros mismos. Acerqué a Zerrojo a un abrevadero y bebió como si nunca hubiese probado el agua mientras lo acariciaba y besaba dando gracias infinitas por estar conmigo, por ser mi amigo, por ser parte de mí.

      —¿Quiere agua muchacho?

      La suave voz que pronunció la pregunta sonó tras de mí. Al volverme me encontré con la figura maravillosa de una mujer que me miraba ofreciéndome un cántaro con agua, con el pelo recogido en un moño y ataviada con una falda negra y una camisa blanca escotada sujeta por un fajín, acentuando unos pechos prominentes y justos. Quedé embelesado ante la bella mujer, sin saber qué decir, atrapado en su mirada sincera y valiente.

      —Tienes cara de agotado, bebe un poco de agua fresca —dijo.

      Tomé el cántaro y bebí hasta saciarme, luego se lo entregué.

      —Mil gracias señora, Dios la bendiga, dígame su nombre para no olvidar su atención.

      —María Bellido. Cuídese muchacho y descanse, que esta guerra va a ser larga y dolorosa.

      —No la olvidaré señora.

      La observé mientras subía la pendiente, con el cántaro en el cuadril, con garbo y soltura, sin temor a que la hirieran o la matasen, llevando agua a la tropa y dando ánimos a los soldados, todos agradecían que llegara con el agua fresca para mojar un poco la seca garganta. Se perdió entre los soldados y los caballos, andando, retando al enemigo, demostrando más valor que algunos. María Bellido, no olvidaré ese nombre, ella me dio de beber cuando la sed ya me ganaba.

      Al llegar de vuelta junto a mis dos amigos se dirigió a mi el sargento Romo.

      —Chico ese caballo no puede estar parado, debes de entregarlo a quien le haga falta, escasean los animales y los necesitamos para combatir al francés.

      —Señor, acabamos de volver del frente, denos un descanso.

      —Pues descansa tú, el caballo puede seguir.

      Agarré con fuerza la rienda y apreté los dientes, monté de nuevo y miré al sargento.

      —Si va mi caballo, yo voy con él. Estamos juntos en esto, para nada nos separamos señor.

      Me miró con curiosidad y levantó la mano mientras hablaba.

      —¿Vosotros sois los garrochistas?

      —Sí señor —le dije.

      —¿Los que habéis vuelto tres en el caballo?

      —Así es señor.

      —Entonces no hace falta que volváis al frente amigo, ni ese caballo tuyo tampoco. Ya estáis cumplidos por hoy, la historia corre como la pólvora por toda la tropa. Enhorabuena señores, con mil como vosotros esto no hubiese ni empezado.

      —Mil empezamos señor, y ni cien quedamos.

      —Cierto muchacho, por eso, descansad y si os necesitamos os llamaremos.

      —¿Y mi caballo señor?

      —Tuyo es y contigo se queda, si tienes problemas que me busquen a mí.

      Dio media vuelta, siguió en dirección al monte, buscando a los suyos para una nueva carga. Una hora después el general Dupont se rendía, ganamos la batalla, ganamos a Napoleón. Ganó Andalucía.

      LA CARTA

      Mi abuelo se encontraba durmiendo la siesta cuando don Francisco Lobo, cura de Setenil, se presentó en casa. Con el pelo rizado, corto, y unas entradas prominentes que resaltaban su frente arrugada por el sol, cara de enfadado y ojos vivos. Vestía una túnica marrón abotonada que abrochaba solo por la cintura, dejando pecho y piernas al descubierto. Un pantalón hasta la rodilla, botines abiertos y bajos que dejaban ver entre estos y el ajuste del pantalón las medias oscuras. La camisa blanca abierta en el cuello, un fajín de cuero oscuro y desgastado que ceñía a su cintura, un morral colgado y un largo rosario tallado en madera que le colgaba del fajín hasta la rodilla.

      —Buenas tardes Francisco, ¿se encuentra tu abuelo en casa? —me dijo.

      —Está en la sala durmiendo la siesta señor —contesté.

      —Despiértalo, tengo que hablar con él.

      —Señor… no sé si será buena idea.

      —Despiértalo te he dicho, ¡vamos!

      Dejé al cura Lobo esperando en la entrada, mirando unas pinturas que mi madre trajo de Madrid hace un año, cuando mi padre fue destinado al sitio. Atravesé el patio y llamé a mi abuelo lo más delicadamente que pude, se encontraba dormido en la mecedora delante de la ventana que daba a los pinos del Tejarejo.

      —Abuelo, abuelo —le susurré al oído.

      Emitió un apagado ronquido abriendo los ojos con pesadez, como si despertase de un profundo sueño. Me miró fijamente, sorprendido tal vez por mi inoportuna presencia que lo devolvía a la realidad, a su verdadero estado de hombre de sesenta y cinco años, despertándolo cuando cabalgaba tras una res en su mejor traza, el acoso y derribo. Desde hacía tres años no montaba, una caída lo alejó de las cuadras y del campo, ya no visitaba ni a los caballos ni a las reses. Él me enseñó desde los siete años a manejar una garrocha, una pequeña que él me regaló, siempre a su lado como amparador y él como experto garrochista. Cuando cumplí los doce, me cambió el sitio y me convertí en garrochista y mi abuelo en amparador, y en ese lado sufrió


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