El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio

El garrochista - Sebastián Bermúdez Zamudio


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las mañanas. Las últimas palabras que, antes de besarme y decirme cuan orgulloso estaba de mí, me dijo mi padre al partir resonaban en mi cabeza “la vanidad y la enmienda se miden antes de acometerlas”, en referencia al modo en que actuaba en el campo, siempre quise ser mejor que todos y más valiente que ninguno, ese orgullo me dominaba, “lo llevas en la sangre, por tu abuelo” decía mi madre. Me despedí retándolo a una carrera a la vuelta.

      —La próxima te gano, dese por retado señor —le dije a mi padre.

      —Entrena que te hará falta hijo —me contestó riendo y guiñando un ojo.

      —¿Qué me dices hijo? —me preguntó mi abuelo devolviéndome a la realidad.

      —Que lo que usted diga abuelo, lo que haga bien hecho esta.

      —¿Quieres preguntarme algo?

      —Cuando pase todo, ya hablaremos cuando pase todo.

      Me levanté y me fui a mi habitación, allí lloré sin consuelo, golpeando la almohada y apretando los puños. Mi abuelo lloraba en silencio al otro lado de la puerta, sentado en una silla, solo.

      LEONOR Y JUAN

      Mi madre era una bella mujer de ojos azules, alegre y cariñosa, hija única de la familia Saavedra, dueños de una tienda de telas y lanas en Setenil. Sus padres murieron hace años y ella quedó a cargo del negocio familiar, cada mañana se desplazaba desde el cortijo hasta el pueblo en el coche de caballos con mi abuelo, que bajaba a ver a sus amigos y pasar un rato en la plaza. Ella atendía su trabajo hasta las dos de la tarde cuando volvía con mi abuelo al cortijo en el carro o a caballo, que dejaba en la posada de la calle que seguía la bajada de la plaza. Por la tarde, Ana, la muchacha que trabaja con ella, se encargaba de abrir y cerrar aparte también de repartir los trabajos de bordado y remiendo que se llevaban a cabo en la tienda por parte de Isabel, Dolores y Carmen, las tres costureras que afanaban en esos quehaceres.

      Ayudaba con el catecismo en la iglesia, colaboraba los viernes tarde ayudando a los niños del pueblo con las tareas del colegio y los sábados por la mañana visitaba, junto a unas amigas, a los mayores con más impedimentos paseando con ellos hasta las cuevas de abajo, donde tomaban el sol sentados en unos bancos que dispuso el alcalde con la idea de favorecer esa tarea.

      Se casó con mi padre a la edad de dieciocho años, los que contaba yo ahora, en la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, un evento sonado por ser dos familias de poderes dentro de la vecindad. Me contó mi madre que fue su día más feliz junto a mi nacimiento un año después, asistió todo el pueblo y mi abuelo ofreció pasteles y aguardiente para todos, luego en el cortijo, familiares, personalidades de toda índole y conocidos, se dieron cita para un almuerzo campestre y una exhibición de acoso y derribo por parte de unos garrochistas de Jerez. Contaba mi abuelo que mi madre irradiaba tanta belleza que se habló más de ella que de los garrochistas, cosa rara comentaba.

      Mi padre era militar, hombre apuesto, alto, delgado, de negro cabello y bigote, como sus oscuros ojos, contaba con veintitrés años cuando se casó, “mayor ya” le recriminaba siempre el abuelo. Conocía a mi madre desde pequeño y, según me contaba, estaban predestinados a casarse por motivos que yo no llegaría a comprender hasta que fuese mayor, sigo sin comprenderlos salvo que se quisieran y tomaran esa decisión. Siendo militar pasaba grandes temporadas fuera de casa, volvía siempre por Navidad y en verano, para la Semana Santa dependía de permisos especiales que mi abuelo conseguía para que ambos no perdiesen la tradición de costaleros de la hermandad, todos los viernes formaban parte de esos hombres que piadosamente cargaban con el peso de todos nuestros pecados pidiendo la absolución de ellos. Este año pasado fue la primera vez que fui costalero, tomamos un varal entre los tres para sacar el trono a la calle, mi abuelo lo dejó nada más salir porque no podía esforzar mucho su ya delicada espalda tras la caída del caballo.

      Mi padre nació militar, decía mi abuela antes de morir, recalcaba que algún día formaría parte de esos héroes que tanto le gustaba leer en las novelas caballerescas. Puede que acertara dada las circunstancias hoy en día, el Parque de Artillería de Monteleón quedará en el recuerdo de todos por la bravura con la que se enfrentaron los soldados al enemigo aun sabiendo que era una lucha perdida. Batalló, junto a su amigo Luis Daoíz, contra los franceses el dos de mayo, respaldando al pueblo madrileño en su lucha por conseguir la libertad, defendiendo a la corona española, los dos murieron, pero para el recuerdo quedará su heroicidad.

      De joven fue enseñado para el arte de la guerra en el Real Colegio de Artillería de Segovia, donde ingresó a la edad de quince años coincidiendo con Luis Daoíz y Torres. Su familia genealógica, la Casa de Arcos, era descendiente directo del gran Rodrigo Ponce de León, conquistador de Setenil junto a los Reyes Católicos y gran ídolo militar de mi padre, les llevó a una buena amistad por ser “gente de la sierra” como los llamaba don Martín Daoíz Quesada, padre de Luis. Varios veranos recuerdo su presencia en el cortijo del Tejarejo, con su familia, montando y entrenando con el sable junto a mi padre mientras yo los imitaba con un palo soñando en ser como esos hombres valerosos.

      Nunca le faltó nada a mi padre según decía mi abuelo, que también intercedió para que su carrera fuese lo más brillante posible, pagando altas cantidades para conseguir los favores necesarios para obtener la aprobación de nobleza correspondiente, requisito necesario para su admisión. Vivió feliz y despreocupado de todo, centrado en su carrera pero pendiente de mi madre, a quien amó eternamente, cuando llegaba a casa por vacaciones bajaba al pueblo y gustaba ese primer día de emborracharse con los amigos, de cantar y escuchar cante en la posada o en la plaza, donde hubiera vino. Luego al anochecer o a la mañana siguiente lo acercaban los amigos hasta el cortijo donde lo dejaban a la entrada y se iban corriendo temiendo la ira de mi abuelo, que al verlo le regañaba, como en las navidades pasadas cuando lo llevaron y dejaron en el portón totalmente borracho, pero flamenco, como decía el abuelo.

      —No cambiarás nunca Juan.

      —Padre no se enfade, deme un poco de vino y le canto.

      —Anda cantaor, vete a la cama antes que te vea el niño —se refería a mí—.

      —Pero padre, tómese un aguardiente conmigo, que acabo de llegar —le decía tambaleándose.

      —Uno nada más ¡eh!, uno y a dormir.

      —Uno, y le hablo del tío Luis el de la Juliana, un maestro del cante que ha estado con nosotros cantando en la posada, de Jerez padre, un gitano que canta como los ángeles.

      —Que sabrás tú cómo cantan los ángeles Juan.

      No terminó de decirle la frase cuando ya dormía mi padre en la mecedora, con la boca abierta y roncando. Mi abuelo lo arropaba con una manta y le tomaba la mano con cariño, le daba un beso en la frente con sonrisa orgullosa. Luego lo dejaba allí y cerraba la puerta, le ordenaba a María que no lo molestaran y que le preparase un café cuando despertara.

      La verdad es que mi padre y mi madre eran una pareja muy feliz, cariñosos el uno con el otro y serviciales con todos, las tardes que él estaba en casa solían salir a montar recorriendo los parajes de Ronda la Vieja, yo los acompañaba algunas veces, cuando el abuelo lo permitía, pues primero debía de estudiar y entrenar con la garrocha y Zerrojo.

      Los echaré de menos, más a mi madre por cercanía, pero no me olvidaré de mi padre, él me ayudó en todo y fue cómplice de mis travesuras. Los dos me quisieron y a los dos quise por igual, pero mi madre… ella lo era todo para mí… y la han asesinado los franceses, ¡hijos de puta!

      Esa mañana nos avisaron de la llegada del carruaje con los dos ataúdes donde venían mis padres. En la entrada del Tejarejo se personaron decenas de vecinos que quisieron dar un último adiós a sus amigos, esos con los que se habían criado, jugando, divirtiéndose durante tantos veranos e inviernos. A eso de las cuatro de la tarde hizo su entrada el carruaje, tirado por cuatro caballos con dos cocheros y dos soldados de artillería escoltando el coche.

      Mi abuelo, emocionado, esperaba en la entrada junto al cura Lobo, María, su marido Pedro y yo. Nadie más se encontraba allí. Fuera, en la puerta, la gente rompió en aplausos


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