El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio

El garrochista - Sebastián Bermúdez Zamudio


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barba descuidada de tres días, sus ojos oscuros eran vivos como conejos, escondía su media cara tras un pañuelo oscuro, seguramente para resguardarse del frío o de posibles que lo conocieran. Yo quedé impresionado por su presencia, solo la de mi padre me imponía tanto respeto sin ni siquiera hablar.

      Me retiré de la ventana y continué con mi plan, en el pasillo de arriba que llevaba a las habitaciones encontré esa mañana un lugar idóneo para ver y oír desde un sitio privilegiado la tertulia. Un mueble me mantendría escondido, tendría que mantenerme agachado pero no me importaba, el único problema surgiría si alguien subía o bajaba, entonces sería descubierto y mi abuelo podría enfadarse, aunque lo dudaba.

      Todos los allí reunidos hablaban en voz baja, como cuchicheando, formando distintos grupos pero mezclados entre sí, bebían aguardiente por el olor que me llegaba y café por el aroma que se mantenía en el aire, sobre una mesa se encontraban las pequeñas rebanadas de pan casero cubiertas de queso y chacinas para matar el hambre, quien la tuviera, como el cura Lobo, que a pesar de su delgadez, no dejaba de zampar, hablar y beber.

      Se saludaban los unos a los otros y departían unas frases cortas casi todas iguales, luego tomaban asiento esperando estar todos para comenzar con lo que tenían previsto tratar. Yo me mantenía en mi sitio, mirando a través de las columnas de madera que formaban la escalera y pasamanos de subida.

      La puerta de entrada se abrió y apareció el señor que me guiñó el ojo, un silencio incomodo se produjo en la sala y mi abuelo se levantó dirigiéndose al recién llegado.

      —Bienvenido señor, le agradezco enormemente su presencia.

      —No tengo mucho tiempo, pero sí el suficiente para atender su petición buen señor.

      Los demás se acercaban curiosos los unos a los otros mientras se decían algo al oído. Al parecer el invitado era alguien importante pues a todos les brillaban las mejillas de satisfacción.

      —Señores tengo el placer de presentarles al general Francisco Javier Castaños —dijo orgulloso mi abuelo.

      Todos quedaron ensimismados, el señor general se despojó de la capa, su presencia y aire militar se adueñó de toda la habitación y de todos los presentes, dejándolos embobados y sin habla.

      Mi abuelo comenzó a nombrar a los presentes, a cada uno por su nombre y lugar de donde venía, el general Castaños los fue saludando a todos y departiendo palabras con ellos, animándolos a seguir con la idea y sobre todo, dejando claro a cada uno de ellos que disponía de muy poco tiempo pues se dirigía a Sevilla a tomar cargo del nuevo ejército que estaba preparando la Junta Suprema de Sevilla.

      Tras un buen rato de presentaciones y gratos elogios hacia el general Castaños, tomaron asiento, el general junto a mi abuelo. El cura Lobo, para no perder tiempo y aprovechar la presencia del militar fue directamente al grano, sin rodeos. Comenzó diciendo lo que más o menos casi todos pensaban.

      —Se viene reino francés, con él viene una España afrancesada y liberal —calló un instante para luego continuar—, enemigos de todos nosotros, partícipes de esta farsa que defiende la idea de un soberano gabacho, atentando contra la corona con modos de viles asesinos.

      —Tal vez sean unas reformas necesarias, tanto el clero como el Antiguo Régimen están obsoletos —apuntó Ponce, un acaudalado señor de Alcalá—. Todo pasa por valorar la realidad.

      —¿Y el precio de esa reforma son las vidas de nuestros paisanos? —preguntó don Fernán.

      —Lo de Madrid el día dos es solo un comienzo, una invitación por parte de los madrileños a levantarnos en armas contra el invasor. Debemos defender Andalucía de la llegada de las tropas napoleónicas, tenemos que apoyar a la Junta Suprema de Sevilla y respaldar sus peticiones —dijo mi abuelo con la aprobación de todos los presentes.

      El general Castaños permanecía en silencio, oyendo todas las opiniones sentado junto a mi abuelo. La idea de un soberano francés le corroía por dentro, en su cabeza llevaba un plan para actuar contra el enemigo, si se respetaban sus órdenes podría ser que Andalucía aguantara bien el empuje napoleónico, sin embargo no toda la región opinaba igual.

      —Entiendo que todos los aquí presentes dispongamos de un ideal como referente o principio —comenzó Castaños su charla—, pero aparte de lo políticamente correcto, pienso que lo más importante es evitar la entrada de los franceses en Andalucía. Esa es la razón por la cual desde Sevilla se han puesto en contacto conmigo ofreciéndome el mando del ejército.

      Se levantó un silencio en la sala ante la grave voz del general, atendiendo todas las disquisiciones que expuso, incluido yo, desde mi escondrijo, tras el mueble en la planta de arriba, observando todo en silencio, recogiendo y valorando impresiones.

      —La idea de la Junta —continuó diciendo Castaños—, es incorporar una cantidad importante de gentes dispuestas a ir a la batalla, se reforzaran las unidades existentes sin necesidad de crear unas nuevas, de esa manera estarán apoyados por soldados con experiencia y los mandos podrán dar órdenes sin necesidad de un entrenamiento personal para los recién alistados. En caso contrario la entrada por Despeñaperros del invasor se volverá en nuestra contra, debemos crear un frente común.

      Esa idea principal del general fue la que consiguió cambiar el rumbo de la guerra en su momento, tras el triunfo de Bailén otros quisieron mandar, como Palafox, y fracasaron al no escucharle, llevando al ejército a varias derrotas consecutivas.

      —Pero… ¿cómo conseguir esa cantidad de hombres? —preguntó Carabot de Villamartín.

      —Es fácil, deben aportarlos ustedes, a través de sus familiares o de sus trabajadores. Cundirá el ejemplo y pronto tendremos lo que necesitamos —le aclaró el general.

      Se produjo un silencio incomodo donde las miradas se entrecruzaron y nadie daba un paso al frente. Todos esperaban que alguno ofreciera algo, algo diferente.

      —¿Y si no tenemos familia ni trabajadores? —preguntó Ortiz, el boticario del pueblo.

      —Pues aporten dinero, armas, animales o víveres para la subsistencia —sentenció Castaños.

      —Habrá quien no pueda aportar nada de eso, corren malos tiempos y no es oro todo lo que reluce —dijo mi abuelo.

      —¿Lo dices por ti? —preguntó a mi abuelo un viejo chulo, arrendatario de unas fincas en Ronda.

      —En todo caso será “por usted”. La educación es importante en este tipo de reuniones si no quiere uno salir escaldado —saltó al quite el cura Lobo.

      —¿Será usted quien se atreva padre? —le preguntó el otro con chulería.

      —Lo digo yo —intervino Castaños—, si le place vamos, en caso contrario supongo que la puerta sigue abierta, ¿es así amigo? —dijo mirando a mi abuelo.

      —Así es general. Abierta está.

      —Bien, guardemos esfuerzos para combatir al francés, en esta casa nunca ha faltado una atención con nadie y no faltará esta noche. Seguro que don José sabrá participar, como todos los presentes, con la ayuda que pueda, no creo que ninguno estemos en condiciones de tirar la comida al río. Pensemos estos días en el ofrecimiento, por parte de la Junta Suprema en la persona del general Castaños y actuemos en consecuencia. ¿Hacia dónde deben de dirigirse nuestras aportaciones, general?

      Las palabras, siempre sabias, de don Fernán, calmaron los ánimos y llenó de realidad la sala.

      —Estaremos en Utrera, en los llanos de Consolación, allí estará el ejército instruyendo y preparando a todos los que lleguen. Cualquier ayuda que puedan aportar será bienvenida, no olviden que lo que ahora escatimen y guarden, lo dejarán para los franceses —dijo finalizando—, discúlpenme pero tengo que irme señores, me esperan y no puedo demorar más. Ha sido un placer la compañía, no olviden lo que aquí hemos tratado esta noche.

      Se despidió de todos con un adiós seco y militar, luego se abrazó a mi abuelo dándole las gracias por todo, entregándole una


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