El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio
facilidad y se alejó pidiéndome que lo esperara un momento. Lo vi alejarse entre los árboles, desapareciendo al poco, me preguntaba qué estaba haciendo yo allí, huyendo con un hombre al que no conocía y el cual acababa de matar a otro de una puñalada con una sorprendente serenidad. Podría pasar que los hombres que lo apresaron pertenecieran a la ley o al ejército, o quizás fuesen de una partida de bandidos. Nada bueno auguraba la realidad cuando de entre los arboles surgió la figura a caballo del hombre que me acompañaba.
Como si de otro se tratara, se presentó ante mí vestido con un pantalón de color marrón ajustado a la rodilla y unas botas altas, una camisa blanca, chaqueta marrón, un fajín rojo, manta al hombro, sombrero calañés cubriendo el pañuelo rojo que llevaba en la cabeza y un trabuco apoyado en la cintura. Subido a un caballo tordo de talla enorme, formaban una estampa de respeto, y peligrosa, lo miré a los ojos apoyando mi garrocha en el hombro.
—¿Continuamos? —le pregunté.
—Sigamos camino amigo, no tengo ni idea de a dónde se dirige usted, pero yo tengo unos días de viaje aún.
—Yo voy camino de Utrera, busco unirme al ejercito del general Castaños para combatir a los invasores franceses que de España se quieren apoderar.
—¿Y qué le van a pagar a cambio de su vida? Si no es mucho preguntar claro.
—No busco recompensa, busco ayudar a mi gente.
—Respeto su motivo amigo, pero no sé si esas gentes que dice se preocuparían igualmente de usted, mi gente pelea por dinero o por comida, contra el invasor o contra el que ya se encuentra aquí y abusa de nosotros. Pero no de balde.
—Cada uno es un mundo, no habría curas si no existiesen pecadores.
Soltó una sonora carcajada que se escuchó a lo largo del río, luego me pidió que cabalgáramos juntos el camino.
—Mejor en compañía, cuatro ojos ven más que dos, además te debo la vida y eso no lo olvidaré jamás joven amigo. ¿Cómo te llamas?
—Francisco Tudó, de Setenil de las Bodegas.
—Yo soy Diego Padilla, un placer conocerle.
Nos adentramos monte arriba buscando una salida, un camino que nos alejara del peligro que suponían los perseguidores de mi acompañante.
—¿Cree usted que nos seguirán? —le pregunté.
—Es posible, son gente peligrosa, estos mismos entregaron no hace mucho a un amigo mío, buscan su recompensa persiguiendo y dando caza a quien la justicia no puede atrapar.
—¿Es usted bandolero?
—¿Por qué lo pregunta?
—No sé, estaba siendo perseguido, se cambia de ropas y aparece vestido tal como escuché a mi abuelo decir que visten los bandoleros, portando un trabuco, es significativo de que lo es.
—No soy un bandolero corriente, pertenezco a una familia que nos buscamos la vida como buenamente podemos, no tengo líos con la justicia ni los quiero.
—Pero lo perseguían.
—Como a todos los que no acatan las leyes injustas, se niegan a pasar hambre y trabajar para hacer rico al señorito, ¿sabe lo que es eso?
—Más o menos —le contesté tragando saliva.
Mi compañero de camino sonrió mirándome, luego soltó una carcajada y detuvo su caballo.
—Te diré una cosa amigo, no puedes ocultar que vienes de cama mullida y mesa repleta, a mi nada me importa, te debo la vida y eso te hace valedor de la mía, pero ten cuidado, no sé los motivos que te traen hasta un terreno inhóspito como son la sierra y los caminos, pero supongo que los tendrás. Cambia tus modales y tratos refinados pues puede que alguien te busque las cosquillas, en esta vida siempre nos encontramos con alguien más fuerte que uno. Deberás aprender a desconfiar de todos, la amistad no brota entre las hierbas, hay que trabajarla y a pesar de todo, no siempre es tan leal como el dinero, que compra las almas si hacen falta.
—Son principios con los que no he sido educado, con dieciocho años me será difícil cambiar.
—Con dieciocho años, de cuna alta y tirado al campo, o cambias o te quitarán la vida muchacho. Tú hazme caso y si te apuran mucho di que eres mi amigo, que conoces a Juan Palomo.
—¿Juan Palomo? ¿El de los siete niños de Écija?
—El mismo muchacho, ese nombre te servirá de salvoconducto en mi tierra, siempre que recuerdes lo que te he dicho: “no te fíes ni de tu sombra”.
Cabalgamos en animada charla durante un largo trecho, contándonos nuestras vidas hasta cruzar por completo la Sierra de Líjar, los buitres nos confirmaron la cercanía del peñón de Zaframagón. A nadie le gustaba cruzar por el lado de los gallinazos, como los llamaban en las américas, aunque diferentes por el plumaje y tamaño, aquel es negro, más pequeño, aunque su cometido es el mismo, la carroña. El miedo de caer herido por el camino del peñón divulgó la leyenda de los buitres que se comían a los desamparados, otra historia de tantas por Andalucía.
Cruzamos por el canalizo, entre una vegetación agreste y un terreno rocoso, rodeados por encinas, algarrobos y acebuches. Algo más adelante nos encontramos con unas cabrerizas, repletas en estas fechas, la imagen de un tiempo pasado me vino a la mente, todo parecía de otra época. Nos bajamos de los caballos para llevarlos a un pilar cercano que bebieran. Un cabrero, con aspecto de no bajar mucho al pueblo, nacido y criado en la sierra, se acercó hasta nosotros al vernos.
—Buenas tardes tengan los señores —nos dijo.
—Buenas tardes buen señor —le contesté.
Juan Palomo levantó la mano en señal de saludo. Miraba a un lado y a otro, observando en la distancia si nos perseguían o si nos vigilaban. Nada pareció alterarle y relajó el rostro.
—¿Tendría a bien servirnos un poco de leche fresca y un poco de queso amigo?, le pagaremos el favor —dijo Juan mientras jugaba con unas monedas entre los dedos.
—Claro señores, si me acompañan les caliento un poco de leche y les ofrezco un trozo de pan.
—No —dijo secamente mi compañero—, debemos irnos y preferimos comer una vez alcancemos La Muela, mañana saldremos en dirección a Puerto Serrano para dirigirnos a Cádiz.
Cogió por el hombro al cabrero y, mirándolo fieramente a los ojos, le volvió a repetir lo dicho mientras le dejaba caer unos reales de plata en la mano.
—¿Has entendido? Vamos camino de Cádiz y pasaremos la noche en La Muela, nos diste un poco de leche y continuamos camino, ¿ha quedado claro?
—Sí señor, camino de Cádiz —respondió el cabrero entre asustado y feliz por los reales.
Recogimos un hatillo con los sustentos que nos entregó el señor y montamos de nuevo para seguir camino, Juan Palomo miraba de soslayo cualquier rincón que nos cruzábamos, se apreciaba claramente en su actitud que era un hombre acostumbrado a vivir en el filo de la navaja.
“¿Acaso quieres vivir de ese modo Paco?” resonó en mi interior la voz de mi abuelo, me moví incomodo en la montura a un lado y a otro, “toma tu camino hijo, no te dejes llevar”, la imaginación me jugaba malas pasadas, seguramente debido al agotamiento y al hambre, llevábamos un buen rato de camino y la garrocha pesaba más que nunca. Mi compañero debió de notar el cansancio y aminoró la marcha colocándose a mi lado.
—Deja que yo lleve la garrocha, descansa un poco el brazo o acabarás exhausto.
—No te preocupes, yo no huyo de nada y si tengo que parar lo haré, me apena que no podamos seguir juntos, su compañía me place y sus consejos son bien avenidos.
—Para nada te dejaré solo en este sitio, estamos cerca del chaparro de la vega y ahí descansaremos, luego tú decides lo que hacer, pero al menos comamos juntos.
—Está bien, le acompaño