El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio

El garrochista - Sebastián Bermúdez Zamudio


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idea amigo, pero me da que como nos cojan estos hijos de la grandísima puta no podremos sorprenderlos con una navaja —le dije mientras me mostraba la funda.

      —Tal vez Paco, tal vez, pero por si acaso la llevo, no sea que me acuerde de ella en algún momento.

      La conversación giró toda en preguntas sobre el general Castaños, el campamento militar levantado en la Consolación en Utrera y los franceses. Sus tropas, que eran la envidia de Europa, nos angustiaban sobremanera impidiendo a algunos conciliar el sueño. Pensar en enfrentarte a unas filas de hombres armados no suponía ninguna bendición con la que soñar, su caballería funcionaba a la perfección, con una experiencia que a día de hoy es difícil de superar. Para colmo, estaban los terribles mamelucos armados con una cimitarra, dos pistolas, un hacha que llevaban en la silla de montar y un trabuco, su intervención en Madrid el dos de mayo fue tan funesta que con solo nombrarlos el pánico se apoderaba de cualquiera que supiese de ellos.

      —¿Pero se pueden matar? —preguntó Chacón.

      —Como a todos, todo lo que se mueve muere —apostillé armado de valor.

      —¡Así se habla Paco! esa debe ser nuestra actitud, una vez los veamos, que dudo mucho que estén presentes en Despeñaperros, les cortaremos esa bravuconería a golpe de garrocha —nos animaba San Martín, gesticulando con los brazos como si estuviese en batalla.

      —Bueno amigos no volveros locos que yo al menos, y creo hablo por todos, no tengo ni idea de cómo enfrentarme a un enemigo que no sea una vaca —comentó entre risas Pablo.

      —¡España Jerez, a por ellos, como a las vacas! —gritó poniéndose de pie el joven Chacón.

      Reímos todos con la ocurrencia tomando los jarros llenos de vino mosto, brindamos al grito de “España Jerez”. Las risas se contagiaron por todo el patio, en menos que canta un gallo todos los presentes hicieron suyo el grito de guerra del joven Chacón.

      —¡España Jerez, a por ellos, como a las vacas! —el griterío ensordecedor se manifestaba tal cual en la hondonada donde se encontraba el Castillo de las Aguzaderas.

      Todos nos divertíamos y brindábamos en el patio, hermanados, como si desde el nacimiento nos conociéramos, los solitarios jaleaban con más jolgorio que nunca, encontrando en la frase un halo de esperanza al que acogerse, como si un escudo protector nos hubiese abrazado, transformándonos en ángeles protectores de Andalucía, cuan equivocados estábamos. Pero en ese preciso momento no existía francés que resistiera una carga garrochista, nos convertimos, por el hilo de una frase, en una hermandad de esperanza. Los abrazos y los brindis se postergaron hasta que la noche acudió en rescate, su llegada apaciguó la enorme satisfacción que vivíamos, dando paso a una serena tranquilidad que aletargó a todos, enviando a cada cual en busca de un rincón en el que pasar la noche en una incierta soledad. Yo subí hasta las almenas, junto a San Martín, allí vimos de partir a Pablo, el jerezano, que pidió permiso para acercarse hasta un cortijo cercano donde dijo tener un familiar que no quería dejar de visitar antes de salir hasta Utrera, por si acaso no volviera con vida de la contienda.

      —Estos hombres son voluntarios, hijos de un padre y una madre diferente cada uno, apenas se conocen o en algunos casos puede que se conozcan, sin embargo, la mayor parte de ellos, no sabían de la existencia del otro hasta ayer mismo.

      —¿Te fías de ellos? —le pregunté a José.

      —Fiarme no me fio de nadie, incluido tú. ¿Acaso lo dices por algo en particular?

      —He oído cosas.

      —¿Cosas?

      —Espías, gente de los josefinos, infiltrados.

      La cara de José de San Martín quedó impasible, sabedor de que cualquiera era un traidor a la patria, este hombre era un militar de futuro, sus gestos y modos lo delataban, mantenía la compostura sin reflejar ningún atisbo de preocupación.

      —¿Acaso eres un josefino Paco? ¿Has venido por algún motivo que no sea participar en esta guerra? Apareciste de la nada, solo, con calma y sosiego, sabiendo a quien dirigirte en primer lugar y prestando atención a todo lo que se ha comentado sobre el campamento y el general Castaños.

      —No señor, mi intención no es la de delatar a nadie ni la de convencer a nadie, cada cual toma su decisión y acarrea con ella, no soy quien para pedir a alguien que no colabore con el ejército de la Junta Suprema de Sevilla. Yo vengo a combatir José, a dar mi vida si es necesario, si me quedé es porque me lo pediste y ofreciste comida y cama. Ambas cosas hubiese encontrado si me detengo un poco más abajo, en el cortijo. Solo atendí tu sugerencia para realizar el camino con vosotros. No tengo nada que demostrarte, ni a ti ni a nadie.

      —Siento ofenderte, pero debes comprender mi inquietud Paco.

      —La duda ofende compañero, mi caballo y yo hemos venido a morir y somos conscientes de ello, cualquier cosa que no sea la muerte será considerada una derrota. Llevamos la palabra “venganza” grabada a fuego en el corazón y haremos honor de ella.

      “Garrochistas de la Ysla,

       los de las overas jacas,

       yegüerizos de Xerez,

       los de las corvas navajas;

       caballistas los de Utrera,

       los de la marisma llana.

       Ni Bailén tiene campiña,

       ni los Dragones corazas;

       ni Doupont es general,

       ni Castaños tropas manda.

       ¡Viva Don Miguel Cheriff

       y Don José de Sanabria!

       (Tres mil caballos tendidos

       apenas la arena rayan)”.

       FERNANDO VILLALÓN.

      La noche se terció clara, de buena luna y buena estrella. Decidí pasarla a la intemperie, bajo la cálida estampa que me brindaba el destino. Todos dormían excepto cuatro soldados militares que acompañaban al cuerpo de voluntarios de garrochistas de Jerez, ellos plantaron guardia en cada esquina del castillo, paseando toda la noche, dando vueltas incansablemente y sin relevo. Los demás dormían y yo lo haría en breve, tras el rezo de un Padre Nuestro y un Ave María, solo Dios me acompañaba en esa aventura, “Él te cuidará”, me dijo Pedro el capataz antes de perderse entre los gallineros del Tejarejo. En la soledad del alma, en esa oscura sensación de abandono que proporciona el sentirte alejado de los que quieres, en esos momentos de tenebroso desamor, es en ese momento cuando más fuerte noto su presencia, cuando me habla y me dice que continúe, que busque mi destino y que nada me detenga. En esos momentos es cuando más recuerdo a mi madre, a mi padre y como no… a mi abuelo.

      Llevaría no mucho dormido cuando el desvelo vino en mi busca, aún era de noche y apenas se distinguía en la oscuridad que nos encerraba. Me arrimé a la almena que más cerca estaba para desahogar el vientre desde la altura, que me pedía a gritos un poco de vaciado. Entre el descanso que me produjo la evacuación de orines y el sueño, que todavía estaba presente, no sé si lo que vi aquella madrugada fue cierto o no. Andaba medio adormilado, con bostezo incluido, cuando en el suelo iluminado del exterior, una figura de mujer se paseó junto al grueso muro de la torre del homenaje. No pude ver que fuese en realidad una persona, y mucho menos una mujer, pero su sombra, ataviada de una falda ancha y una camisa de volantes en los brazos, señal innegable de vestuario femenino, se encontraba ahí exactamente. Asomé bien la cabeza entre las almenas y observé la fantasmal sombra que en paradas extrañas zarandeaba inquieta los brazos. Intenté apoyarme y asirme con más fuerza a las almenas, sacando medio cuerpo fuera, buscando con la mirada la mujer que se reflejaba en sombra en movimiento. La tenue luz de las antorchas junto al fuego encendido en el exterior, para caldeo de los vigilantes, no desprendían bastante luz como para distinguir nada, decidí entonces asomarme un poco más arriesgando caerme. Una vez tenía el cuerpo fuera fue cuando la vi, ella volvió la mirada hasta mí y entonces…

      —¡Paco! Ven conmigo, necesito ayuda —José de San Martín me requería.


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