El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio
deberíamos de tener en cuenta ese detalle, incluso en el devenir diario.
—Tal vez José, tal vez.
Los “olés” y los aplausos se prodigaron a lo largo de todo el castillo, algunos de los compañeros que se encontraba en el patio salieron para recibirnos como triunfadores y, sobre todo, agradecernos ese suculento manjar del que dispondríamos esta tarde noche a la llegada a Utrera. Los rivales de la puja llegaron con las manos vacías, con semblante serio y cara de pocos amigos, desmontaron y se acercaron hasta nosotros, sin estrecharnos las manos al menos para felicitarnos, andando con aires de encontrarse ante dos suertudos, desprestigiando lo que había sido una disputa entre iguales.
—Si le pones precio a ese caballo tal vez te lo compre, él ha decantado el lanceo —me dijo bravamente uno de ellos.
—Orgulloso estoy de ello, para eso está entrenado, para ganar —le contesté.
—Te he dicho que le pongas precio muchacho y así lo tratamos —insistió el valiente jerezano.
—No hay oro en Andalucía para tasar su valor.
—¿Acaso me quieres insinuar algo? —me dijo mientras me ponía la mano en el pecho.
—Le digo que no tiene valor para mí, al no tener valor no puedo darle ninguno.
—Pues entonces te daré un real, y ya le pongo yo valor.
Lo comentó mientras sacaba un real del bolsillo y me lo arrojaba a los pies, provocando un silencio entre los hombres que nos rodeaban, expectantes de ganas por presenciar una trifulca.
—Pregunte al caballo si quiere ir con alguien que lo valora por un real, si le contesta y todos lo escuchamos pues suyo será —le dije en tono sarcástico.
Contesté de esa manera la fanfarronería, con ironía, sin pretender insultar a mi oponente, pero nada bien le sentó lo dicho y se acercó hasta el caballo tomándolo del cabezal y agitando fuertemente su cabeza mientras le preguntaba a voz alta.
—¿Acaso prefieres quedarte con este muerto de hambre? ¿Quieres venirte conmigo caballo?
Forzó de nuevo la cabeza del caballo arriba y abajo sujetando el cabezal con mala intención. Fue suficiente, me dio el motivo que esperaba ansioso.
—¡Suéltelo!
—¿Cómo?
No le apuró a terminar cuando le llegó la primera bofetada a mano abierta a la cara, la segunda se la llevo mientras se arrepentía de haber iniciado la discusión y la tercera se la di cuando se encontraba de rodillas. Tendido sobre el suelo pidió que parara y así hice, no obstante, antes de parar le lancé una patada en la boca que le dejó con dos dientes menos y con un buen chorro de sangre en la boca y la nariz.
—Esta ha sido por Zerrojo, que me dice que coja su real y lo utilice para comprar educación.
Los asistentes ratificaron lo sucedido con varios “lo tenía merecido” y “se lo ha buscado solo”. Uno al final del circulo soltó una risotada con frase para los allí presentes.
—Si la patada se la suelta el caballo lo mismo tenemos otro cerdo para comer.
Las risas se extendieron y esto provocó una tranquilidad rápida que terminó con un amigo del caído ayudándolo a levantarse, llevándoselo apoyado sobre el hombro hasta la fuente para limpiar la herida de la boca y la nariz rota. El otro compañero del lanceo nos estrechó la mano a José de San Martín y a mí felicitándonos por la faena, luego excuso a su compañero diciendo que no había pasado una buena noche y que a veces tenía mal perder.
—Falta de costumbre —nos dijo.
—Nunca es tarde para aprender —le contestó San Martín.
Los presentes volvieron a sus tareas de preparos para la marcha, otros formaron corrillos y comentaron el incidente, la mayoría se acercó para dar las gracias por la comida y la enhorabuena por el lanceo.
—¿Alguien se presta para el socarrado? —gritó uno que llevaba al jabalí en una carretilla.
—Yo mismo señor —dijo una voz en las almenas de la torre.
Levantamos la cabeza y distinguimos con el brazo en alto al compañero que, la tarde antes, estaba imbuido en la lectura de un libro a la vez que tomaba notas en un cuaderno. Algunos extrañaron ante el ofrecimiento, no consideraban al culto garrochista entre los dispuestos para llevar a cabo una limpieza del jabalí.
—Pues baje entonces señor, el tiempo nos apremia y la mañana se agota, cuanto antes comencemos, antes nos iremos —le dijo el de la carretilla.
El buen señor se presentó como Fernando Pacheco, “soldado de Dios” nos dijo, con una alegre verborrea aunque recatado en compañía de muchos a su alrededor, dijo ser hijo de un comerciante de carne en Jerez y de ahí le venía la experiencia.
—El destino ha querido que sea yo quien defienda el honor de mi familia en esta guerra, con sumo gusto lo haré. Sin embargo, prefiero la pluma a la navaja, la conversación a la disputa y creo firmemente que todo lo que le ocurre a este bendito país es culpa de estos ineptos personajes que nos gobiernan.
Su carta de presentación provocó el estallido de quejas e insultos entre los allí presentes, pidiendo una reprimenda para el señor Pacheco. Yo quedé aparte, acariciaba el cuello de Zerrojo mientras me divertía con el personaje en cuestión, supuse que debía de tenerlos muy bien puestos para soltar lo de los gobernantes en un lugar, donde la mayoría de los que habíamos pensábamos dar la vida por nuestros monarcas.
—No confundan los señores mis libres pensamientos con mi intención de acabar con cuanto francés me cruce en el camino. Nada opongo a sus lamentos y lloros amigos, saco mi navaja por si alguno quiere hablarlo en privado conmigo.
Esas palabras con altanería terminaron por ganarme para querer conocer a Fernando Pacheco, se ofreció a cualquiera que quisiese a demostrar su valor y sobre todo… lo hizo después de levantar una bandera en contra de la violencia, un personaje, sí señor.
—Vayamos a lo que nos importa, que es preparar esta pieza y luego nos medimos quien la tiene más larga entre todos los valientes —dijo San Martín.
Cuatro hombres fueron los encargados de realizar la faena en el patio de las Aguzaderas, procedieron al socarrado amarrando por patas y manos al jabalí, quemando toda la superficie ocupada con el pelo. La candela encendida con piornos, escobas, helechos y paja funcionaba correctamente, desprendiendo un olor a pelo quemado que colmaba toda la planicie donde nos encontrábamos. Los muchachos se quedaron fuera, ayudando unos con los caballos y otros se acercaron a los pueblos cercanos y granjas próximas para pedir alguna colaboración en modo de alimento o caudal, como buenamente pudiese colaborar cada cual. No en todas las casas eran bien recibidos, la monarquía española no contaba con la aprobación de todo el país, gran parte de los españoles estaba cansado de tan fraudulento mandato.
Francisco Pacheco, ayudado de unos paños de lino y un cepillo muy efectivo, comenzó con la tarea de eliminar el pelo al animal sobre una mesa. Otro señor le ayudó con una navaja para dejar apurada la piel.
—Es necesario tener cuidado al abrirlo muchacho —le dijo el ayudante.
—No se preocupe señor, no es el primeo que me trabajo, estoy acostumbrado —le contestó
Rajó con habilidad y abrió el jabalí sacando las vísceras y dándolas a los dos asistentes que las introdujeron en un baño de agua y las limpiaron para reservarlas, el estómago y los intestinos dejaron un nauseabundo olor que provocó las arcadas de José de San Martín, quien no pudo resistir y se tuvo que ir para no vomitar allí presente mientras nos reíamos de él.
Yo me acerqué y sostuve al animal de un lado para que le fuese más fácil llevar el tajo a Pacheco, me lo agradeció con un gesto de cabeza. Una vez limpio, con la ayuda de todos, lo colgamos y dejamos un momento que escurriera todo el agua y toda la sangre que aún chorreaba por el interior.
—¡Esto está listo