El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio
la noche para partir a la mañana.
—Ya lo vemos en el sitio —contesté de buen grado.
No exageraba Juan Palomo, el chaparro de la vega apareció ante nosotros como un árbol inventado, tan grandioso que resultaba increíble si no lo comprobabas en persona. Aparte de sus dimensiones descomunales, una gran cantidad de gentes se arropaban bajo sus ramas cobijándose para pasar la noche. Muchos de esos caballistas y caminantes se dirigirían hasta Coripe por el camino junto al rio Guadalporcún al día siguiente, buscando conseguir el anhelado compromiso para faenar en algún cortijo de temporeros. Allí, en ese punto estratégico, coincidían antes de entrar a la ciudad y esperaban que se acercaran los patronos, con los que hablaban antes de ponerse en camino, buscando llegar a un acuerdo sobre las pagas. Mantenían alejados de Coripe a todos esos temporeros, acordando con ellos cuando debían incorporarse, si con prontitud o en fechas venideras.
Para nosotros era una manera estupenda de pasar desapercibidos en el lugar, decidimos inventar la historia de que nos dirigíamos a Coripe en busca de trabajo como labriegos una vez finalizara la época estival, como muchos de los que allí hicieron noche, nadie se extrañó cuando nos preguntaban referencias y comentamos que veníamos de la zona de la sierra.
Dejamos los caballos cerca del río, nosotros nos retiramos para evitar la fría humedad que desprendían las aguas en la noche, malas para el pecho y la garganta. Situamos las monturas bajo un árbol y encendimos un fuego, llevaba una bota de vino que ofrecí a Juan Palomo para que se despachara a gusto, tras un largo trago me la volvió a tender, bebí con moderación ya que no era un experto en ese arte seductor. Tras un rato de charla decidimos sacar la hatería para comer algo, el apetito no se soportaba y el vacío que notaba en las tripas se manifestaba en modo de ruidos continuos.
Partimos el pan, corté un trozo de queso que repartí para los dos, abrí en dos el chorizo y lo pinché en un palo que fui preparando por el camino para la ocasión, igualmente atravesé un poco de tocino con unas buenas vetas de carne. Juan sacó de su morral un paño con unas chacinas de buena pinta que me dijo las elaboraba un amigo del cercano Puerto Serrano. Extendí un mantel en el suelo donde colocamos la pitanza.
—Parecemos señoritos con el mantel amigo Paco —me dijo riendo Juan.
Yo me reí con su ocurrencia. Al tiempo fuimos asando el chorizo y el tocino a las brasas del fuego hasta que quedaron bien churruscados para hincar el diente. Un desconocido que nos observaba desde hacía rato se acercó hasta nosotros con una bota de vino en la mano, su actitud fue agradable y educada en todo momento.
—Buena cara tiene ese chorizo y el tocino señores —dijo al llegar mientras nos tendía la bota.
—Pues siéntese a probarlos buen hombre —dijo Juan Palomo.
—Se lo agradezco pues llevo un día y medio de viaje y no me queda nada que echarme a la boca.
—No se preocupe, aquí hay para los tres, no se le niega un bocado a nadie.
Yo permanecí en silencio, no me fiaba, y menos aún de un desconocido que se acerca en la tarde noche buscando comer junto a otras dos personas que de nada conoce. Se sentó junto a Juan Palomo y rápidamente hicieron buenas migas, el hombre era atento y respetuoso en todo momento, ayudaba con los pinchos de las brasas dándoles la vuelta, fue a por leña para avivar el fuego con la intención de quedar junto a nosotros de charla. Nos contó varias historias y nos animó a no buscar trabajo en Coripe (eso fue lo que le dijimos que habíamos venido a hacer), para dedicarnos al estraperlo por la sierra de Ronda, decía que necesitaba gente valiente y capaz, a la vez que buena, nos comentó que se fijó en nosotros nada más llegar. Nos consideró idóneos para el trabajo que planteaba.
—Además de estar bien pagado, es un ir y venir de aventuras las que se viven subiendo y bajando mercancía desde el peñón de Gibraltar hasta Ronda —comentó.
—Yo me debo a otras razones, sin embargo le agradezco la oportunidad señor —le dije.
—¡Uy! Vaya el pavo como tiene de suelta la “sin hueso” compañero —dijo mirando a Juan Palomo mientras este me atravesaba con la mirada.
Me aconsejó que no utilizara tanto mi deje de buena crianza, que me acarrearía problemas, no era fácil para mí y no era fácil evitarlo. Sonreí para quitar hierro al asunto y me levanté a avivar el fuego. Nuestro nuevo compañero nos pidió permiso para pernoctar con nosotros junto al fuego y nada opusimos, se levantó y trajo su montura colocándola junto a las nuestras, luego se presentó pues siquiera le habíamos preguntado el nombre.
—José Ulloa Navarro para servirles señores, si visitan Ronda o la serranía soy más conocido por el apodo que por mi nombre, “tragabuches”.
—Yo soy Diego Padilla y mi compañero es Francisco Tudó, Paco para los amigos.
—¿Tudó? ¿De los Tudó de Setenil?
—Así es señor, mi abuelo es José Tudó.
—Y tu padre don Juan Tudó, el señor más apañado que ha dado la sierra en toda su extensión.
No pude evitar emocionarme, un escalofrío me corrió de arriba abajo como un latigazo, se me escaparon dos lágrimas y me cambió la cara por completo, el nombre de mi padre y el halago me conmovieron de manera profunda, sintiéndome alejado de mi casa y de mi gente, por primera vez me sentí solo, sin el calor y el cobijo de mi abuelo.
Levanté la cabeza y miré a “tragabuches”, en mi mirada comprendió que mi padre no se encontraba ya entre nosotros. El hombre quedó tan impresionado que no pudo evitar un llanto apagado, triste, mientras cubría su rostro entre las manos. Un momento después nos repusimos tras explicarle a ambos lo sucedido en Madrid, el motivo y la forma en que murió mi padre en Monteleón, los dos compañeros oyeron la historia mientras se cagaban una y mil veces en los franceses invasores y en el ejército español por abandonar a los suyos en un momento crucial. Al terminar de contarles la historia me presentaron sus respetos por la muerte de mi padre y agradecieron mi sinceridad, ambos pidieron que si en algún momento necesitaba de ayuda que no dudara en buscarlos, cosa que agradecí estrechando sus manos. Continuamos la charla buscando temas diferentes, sin embargo, es difícil obviar los presentes que vivía el país, pero lo conseguimos y el recién llegado “tragabuches” nos animó con historias del estraperlo por las calles de Gibraltar y los caminos de los alcornocales y la sierra rondeña.
Pasamos la noche efectuando turnos de vigilancia cada dos horas, me tocó el primero para que durmiera de seguido pues estuvimos hasta las doce de parloteo, luego le tocó a “tragabuches” y el último para Juan Palomo, que con esa disposición estaría en pie a las cuatro de la mañana y ya no descansaría hasta la siguiente jornada.
Al levantarme calenté un poco de vino para meter el cuerpo en faena, desperté a Juan Ulloa y di aviso a Juan Palomo para despedirme de ellos, comimos un trozo de tocino y el resto del queso, pan ya no quedaba. La noche anterior, tras el emotivo recuerdo de mi padre, “tragabuches” nos contó que hace dos veranos pasó un fin de semana con mi padre en Ronda. Al parecer se desplazó hasta Ronda con la intención de ver una corrida de toros y coincidió al lado de este durante el festejo. Pedro Romero, antes de retirarse para no torear para los franceses, tuvo una tarde estupenda, dejando a todo aquel que lo vio torear con la boca abierta de tan grande valor y tantísima clase.
Después de la faena quedaron en tomarse algo con el maestro, que era amigo de mi padre, estuvieron de vinos y cante hasta la noche del día siguiente, cuando vinieron a buscar a “tragabuches” pues su mujer, María “la nena”, se encontraba preocupada por su tardanza. Con el tiempo me enteré, según me contó el maestro Pedro Romero, que lo que buscaba la gitana era dinero, pues esta era una bailaora y gastaba más en vestidos que el marido en juergas, luego por lo bajini me dijo también que la muchacha era ligera para abrir las nalgas, tenía un “querío” que le sacaba el “pasné” a cambio de fogosidad en el arte del amor. Para más vuelta al asunto se supo que el “querío” no era otro que el sacristán Pepe “el listillo”.
De esa jornada de folclore viene el aprecio de “tragabuches”, pues mi padre se encargó