El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio
y que esta vez fue el quien se encargó de la cuenta, solo que la fiesta no duró como aquella vez puesto que mi padre debía irse con destino a Madrid.
—Señores aquí acaba mi camino junto a tan agradable compañía, a partir de ahora sigo solo en busca de mi destino —les dije a los dos mientras mataban el hambre a duras penas.
—Buen viento lleves amigo, y recuerda todo lo que hemos hablado —me dijo Juan Palomo.
Ambos se levantaron abrazándome y deseándome la mejor de las suertes en esta aventura, quedándonos en volver a vernos en mejores circunstancias y, si es posible, con mejor compañía que tanto caminante y caballista. Antes de irme me agarró de la mano y me entregó un real de plata con una cara de la moneda lijada.
—Si alguna vez te encuentras apurado, entrega esta moneda en la iglesia primera que te encuentres, Dios te guarde muchacho, acaba con esos franceses y con tus fantasmas de una vez —me volvió a abrazar golpeándome la espalda con fuerza—. Gracias por todo, estoy en deuda contigo y no lo olvidaré hasta saldarla.
“Tragabuches” ensilló a Zerrojo y lo acercó hasta donde me encontraba, me ayudó a subir y me entregó en mano la garrocha, luego me tendió la mano.
—Amigo, tu padre estará orgulloso de ti en los cielos. Cuídate y no dejes que te apresen nunca.
—Suerte a vosotros compañeros, que Dios os acompañe siempre.
Las despedidas son tristes pero… buscaba otro destino y a él me dirigía, Utrera y el general Castaños quedaban cerca, hacia allí cabalgaré junto a Zerrojo, solos de nuevo.
Me dirigí hasta Coripe cruzando el cauce del río, con la fresca de la mañana dejé la ciudad a la izquierda para buscar los llanos existentes entre Morón y Montellano, a media mañana me encontraba en el desfiladero de los Tajos de Mogarejo, tras abordar Arroyo Salado, crucé por el puente de piedra de la Vera Cruz buscando la vereda que me llevara por castigo hasta el Castillo de las Aguzaderas. Tras un largo paseo alcancé con la vista la entrada del castillo, eso me animó para continuar con un trote alegre que Zerrojo agradeció a sabiendas de que algo bueno se aproximaba, no lo pensé y decidí pasarme a ver si al menos me daban un poco de agua, llevaba rato que no bebía y el hambre acuciaba de nuevo mi maltrecho estómago.
Comprobé que unos treinta o cuarenta caballos se encontraban paciendo en el verde de la izquierda una vez bajas la cuesta. Cinco hombres les acercaban agua al abrevadero con cubos y mientras, vigilaban que nadie se acercase hasta ellos. Yo continué por la pendiente y al llegar a la entrada del sitio me encontré con un jarro de agua fresca que me ofreció uno de los señores que se encontraban en la puerta del castillo, junto a la fuente, bebí como si no hubiera otro agua en el camino.
—Gracias amigo, llevo rato sin beber —le agradecí.
—El animal debe de venir igual, arrímalo al pilar y que beba el pobre, todos necesitamos saciar nuestra sed más de lo normal por estas campiñas.
Tomé las riendas del caballo y lo acerqué hasta el abrevadero para que saciara la sed el animal. Un banderín del ejército ondeaba junto a un militar allí sentado.
Me presenté a él y este estrechó mi mano mientras decía su nombre y cargo.
—Me llamo José de San Martín, Ayudante Primero del Regimiento de Voluntarios.
LAS AGUZADERAS
—¿Llevas mucho de camino? —me preguntó el tal José de San Martín.
—Suficiente para estar cansado, la garrocha se me hace pesada como si fuese una losa que llevara. Pero son los días de camino los que me pesan.
—¿Vienes a paso tranquilo? ¿O acaso te perdiste?
—Visité unos familiares en Puerto Serrano y eso detuvo mi marcha, pasé la noche con ellos y ya de mañana temprano salí de nuevo al camino —mentí para cubrir mis espaldas por el altercado de Algodonales, no confiaba en tenerlas todas conmigo.
—Nosotros hemos llegado hará una hora, los compañeros se encuentran dentro comiendo algo en el patio, pasaremos la tarde aquí y muy posiblemente la noche.
—¿Queda lejos Utrera? —quise saber.
—Una jornada a paso tranquilo, pero para nosotros es mejor llegar de mañana que de noche, así nos será más fácil instalarnos junto a las tropas del general Castaños. ¿Tú eres voluntario?
—Esa es la intención de este viaje, participar contra el invasor francés y defender nuestra tierra.
—¿Por qué no te unes a nosotros?
—¿Para el viaje?
—Para lo que venga amigo, eres garrochista como los que me acompañan, pasa con nosotros la noche. Los que en el patio se encuentran son como tú, gente inexperta que busca luchar contra Napoleón para defender sus intereses, uniendo sus fuerzas como voluntarios al ejército de Andalucía.
—Agradezco el ofrecimiento pero solo puedo compartir el viaje con vosotros, quedo a expensas de la decisión que tome el general Castaños en Utrera.
—Pues bienvenido amigo, cuantos más seamos, mejor será para repeler al enemigo. Pasa conmigo y acompáñame en la comida, seré tu anfitrión aunque no disponemos de muchas comodidades.
—Tampoco las necesito, tengo algo de comida y un poco de vino, puedo compartirlo contigo mientras charlamos un poco sobre lo que se espera de nosotros para estos días.
Caminamos hasta el patio y nos encontramos con un buen número de jinetes apoyados sobre sus monturas departían amigablemente entre ellos, formando grupos pequeños y algunos en solitario. Llamó mi atención uno de ellos que se encontraba sentado en las escaleras de la izquierda, una vez que cruzas la verja de entrada, ojeaba un libro y anotaba cuanto observaba en un cuaderno, con paciencia y delicado manejo en la escritura. Otro solitario se encontraba en las almenas superiores, sentado con las piernas colgando hacia el patio interior, afilando la punta de lanza que había sustituido por la puya de faenar.
Pasamos a una de las torres, buscando la sombra y el cobijo para la noche, allí nos acomodamos en unas sillas, junto a dos lanceros más que se encontraban comiendo un poco de carne y bebiendo en bota. José de San Martín me ofreció un vaso de vino y me presento a los voluntarios, Pablo y Chacón, ambos de Jerez.
Saqué del hatillo algo de comer ofreciendo a los presentes que con gusto aceptaron la invitación dando las gracias amablemente y entregando mismamente lo suyo para compartir entre los cuatro. Al final montamos una buena mesa con las viandas aportadas por todos, el jefe San Martín nos brindó con un buen vino mosto del Aljarafe sevillano. Era costumbre llevar un jarrillo de lata para esos viajes que hacía las veces de todo lo relacionado con el trago, desde café hasta copa de vino, así dispusimos la mesa y comenzamos a comer. Hambrientos todos por lo duro del viaje bajo el sol de esos días, se aproximaba la llegada de la estación estival.
—¿Quién nos espera en Utrera señor? —preguntó Pablo, el jerezano de mayor edad, a San Martín que no comía pero bebía relajado.
—Nos esperan las tropas que se están reuniendo en el sitio, no podría decirte cuántos podemos ser pero… alrededor de veinticinco mil.
—¡Tantos! —exclamó sorprendido Pablo.
—Bueno… eso esperamos, mientras más mejor.
El otro jerezano que nos acompañaba se llamaba Chacón, un joven de unos dieciséis años que no se atrevía a preguntar por no ofender. Llevaba una navaja como el brazo de largo ceñida al fajín y una más pequeña sujeta a la pantorrilla con una bonita funda de cuero. Al ver que me fijaba en ella, nos explicó el motivo de esa precaución.
—Una vez, en una pelea de barrio, vi como un hombre se enfrentó a otro y siendo bastante hábil, derrumbó al otro y lo desarmó en un “plis plas”. Cuando se disponía a rajarlo en el suelo, el que era un poco más débil, sacó una navaja que llevaba escondida, igual que llevo yo esta, clavándola en el cuello