El garrochista. Sebastián Bermúdez Zamudio
sujetarme antes que yo cayera. Una vez, una sola me equivoqué y le costó a mi abuelo el poder volver a montar. Mi padre me contaba que siempre lloraba cuando me veía desde la torre corretear a las reses y disfrutar con la garrocha, decía mi padre que me miraba y veía a su padre, mi abuelo. Ahora me miraba curioso, preguntándose por qué lo había despertado.
—¿Qué quieres Paco?
—El señor Francisco ha venido a verte abuelo, está esperando en la entrada.
—¿El cura?
—Sí, me ha pedido que te despierte.
—Dile que venga, y di a María que traiga café.
Me disponía a salir de la habitación cuando mi abuelo volvió a hablarme.
—Y vete a dar de comer a las bestias Paco, que nadie nos moleste.
El olor a tabaco, el embrujo de la estancia con ese halo de misticismo que rodeaba esa habitación, la más antigua del cortijo, todo en sí, el ambiente acogedor y a la vez cargado del pesimismo que rezumaban los muros, me sobrecogía siempre que entraba, aun ahora, con dieciocho años, seguía dándome respeto.
—Está bien abuelo, le aviso y me voy, no quiero molestar —le dije enfadado.
—Tú nunca molestas hijo, pero tal vez al cura sí. No te enfades conmigo y guarda el genio para la garrocha, además hoy es día de montar a Zerrojo, si lo prefieres puedes quedarte.
Mi abuelo acertaba a dar en el lugar adecuado siempre, montar a Zerrojo era mi debilidad y él lo sabía. Un caballo de cinco años tan listo que ya era el mejor en el campo, me decía que sería mío si me portaba bien y, sobre todo, si estudiaba, cosas que cumplía diariamente. Lo mejor era que Zerrojo había crecido conmigo, lo crie desde que nació una noche de tormenta donde los rayos partieron el cielo de Setenil y los truenos se oyeron en el África. Era mío y no desaprovechaba ninguna ocasión para montarlo, para disfrutar de su trote alegre y entrenar con la garrocha, oliendo a tierra, respirando el aroma vertiginoso que recorre los campos en esta época del año. Pronto llegaría el verano y mi padre volvería para pasar con nosotros la temporada estival.
—Gracias abuelo, me considero comprado por tu proposición, nada os molestaré.
—Anda y corre canalla, dile al cura que venga y a María lo del café.
Las visitas del cura se prodigaban más en estas últimas semanas, corría el rumor por el pueblo de que los franceses, que entraron como amigos, querían apoderarse del país, derrocar al Rey Carlos y gobernar ellos. Mi abuelo solía mantener reuniones con otros amigos y con el cura Lobo, siempre duraban hasta altas horas de la madrugada debido a que comenzaban tarde las tertulias, todos llegaban separados y en silencio, cuando la noche ya envolvía el Tejarejo.
Me fui hasta las cuadras, ensillé a Zerrojo y tomé la garrocha de mi abuelo para salir al campo, la tarde estaba esplendida, con luz clara y con algún rayo de sol que se filtraba entre las blancas nubes, cruzamos el patio para dirigirnos a la vereda y salir a campo abierto a disfrutar. No imaginaba en ese momento que la visita del cura a mi abuelo trastocaría todos los planes de mi vida, hasta el punto de que atravesaba el portón del cortijo siendo una persona y la siguiente vez que pasara por ese sitio sería otra. Recuerdo con cariño la conversación con mi abuelo, pidiéndome que me fuese, que no le molestara, como si supiese que la noticia que traía don Francisco no era de buen augurio. “Sabe más el zorro por viejo que por zorro” pensé años más tarde, cuando volví a Setenil convertido en otra persona, ni mejor ni peor… otra persona diferente.
—Pase usted don Francisco —dijo mi abuelo.
—Con su permiso don José.
Mi abuelo se encontraba tras la vieja mesa de madera, sentado en su sillón de ancho respaldo, descansando los brazos en los reposaderos con almohadones forrados de cuero. El humo del cigarro presentaba la imagen de un rico venido a menos, de una finca de años más gloriosos, pero para nada había perdido su señorío y saber estar, esa cosa con la que se nace, ni se compra ni se adquiere, “el dinero te lo da todo, pero no todo es dinero”, se refería a la clase y el respeto, eso lo poseía mi abuelo por naturaleza.
—Siéntese amigo, muy malas deben de ser las noticias para despertarme de la siesta.
—Peores —le dijo don Francisco mientras le entregaba una misiva.
Al leer la carta le corrieron varias lágrimas por sus mejillas, como contadas gotas de agua que una nube de verano dejara en el campo al pasar. En silencio, apretando en sus manos la carta, se levantó buscando la ventana a su espalda. Miró a través del visillo blanco y me vio salir con Zerrojo, con su garrocha al hombro camino del campo. Volvió a sentarse mirando a don Francisco, con gesto de rabia contenida, pensando en cómo explicarme lo ocurrido.
—Un amigo de la Parroquia de Nuestra Señora de las Maravillas me confirma que Leonor fue hallada muerta allí mismo, en el pórtico, bajo uno de los arcos, seguramente iba en busca de su hijo don Juan. Como ha podido leer la defensa del parque de Artillería de Monteleón fue un acto heroico, una locura ante lo que fue la sanguinaria acción de los franceses.
—Nada me consuela padre.
—Lo sé amigo mío, siento ser yo el portador de estas noticias.
—Ninguna culpa tienes, ya te dije en su momento que no me gustaban los franceses, sabía que lo de cruzar España para ir a Portugal no acarrearía nada bueno al país. Esto es solo el principio, Napoleón querrá hacerse con todo el territorio.
—Así será y más si cuenta con partidarios dentro del país, los afrancesados buscan adueñarse de todo, acabar con el Rey y el Infante. Necesitamos una reunión para saber cómo actuar en consecuencia, no tenemos tiempo.
—Al menos deja que entierre a mi hijo y a mi nuera.
—Los cuerpos vienen de camino, el párroco don Miguel los ha montado en un carro y, si la carta llegó hoy, los cuerpos llegaran mañana.
—Los enterraremos aquí, en el Tejarejo, una misa para difuntos bastará, no quiero alardes, ni glorias de mierda por parte de un ejército dirigido por ratas que abandonan a sus hombres y traicionan a su pueblo.
—Deja que el pueblo pueda velarlos al menos.
—No. Ya velaremos mi nieto y yo. Te avisaré para la misa.
—Señor, el café —dijo María al abrir la puerta de la habitación.
—Deja la bandeja en la mesa María, y trae aguardiente, gracias —le dijo el cura Lobo.
Cuando volví a casa esa tarde mi abuelo y el cura me esperaban donde mismo los dejé, sentados a la mesa tomando un aguardiente, mi abuelo se levantó al verme y me abrazó, sin querer soltarme, diciéndome “te quiero” al oído, supe en ese momento que algo iba mal.
—¿Qué pasa abuelo?
—Siéntate, tengo que contarte algo.
Me senté en una silla y el señor don Francisco me sirvió un aguardiente, se levantó, se acercó y me abrazó sin decir nada, luego se marchó y me dejó a solas con mi abuelo.
—Tu madre ha sido asesinada y tu padre ha muerto defendiendo el Parque de Artillería.
Paró un momento mientras yo digería la noticia, mirándome a los ojos, esperando a ver mi reacción. Sin realizar ningún gesto, observándome solamente.
—Mañana le daremos sepultura cuando lleguen, el padre Miguel se ha encargado de mandar sus cuerpos desde Madrid. Lo haremos aquí y don Francisco oficiará una misa en su honor.
Continué callado, asimilando cada palabra e intentando comprender la vorágine de acontecimientos que se mezclaban con mis pensamientos anteriores de pasar este verano junto a mi padre, disfrutando del campo y demostrándole lo experto que era ya con el caballo y la garrocha. Pensaba en mi madre, en su blanca piel que me abrazaba cada día al verme, en sus besos y sus cariños, recordaba su voz contándome las noticias de los concursos de acoso y derribo, de la plaza de