Peligroso amor. Dayanara
actitud y decidí sorprenderla con mi mirada. Debo confesar que el sorprendido fui yo.
—Por favor, siéntese —dije por inercia.
Me levanté de la silla ejecutiva y ella se aproximó hacia mi escritorio. Sus mejillas estaban ruborizadas y ese carmín escaso jugaba a la perfección con su piel blanca.
—Soy Elizabeth Castillo Villalba, es un placer conocerlo — saludó, con la mano extendida.
La tomé y la apreté con fuerza. Ella siguió mi ritmo sin apartar la mirada. Era una mujer segura de sí misma o al menos lo aparentaba.
—Mucho gusto, señorita Castillo, soy Esteban Rivers, dueño de la editorial, ¿desea algo de tomar? —Negó—. Empecemos con la entrevista, entonces. —Me senté de nuevo y tomé un lápiz entre mis dedos—: ¿Por qué desea el puesto de asistente?
—Me gustan sus libros, a través de ellos siento que lo conociera desde siempre. Usted es el escritor más importante de la literatura contemporánea y me gustaría aprender su oficio.
—Me halagan sus palabras, pero hay muchos escritores mejores que yo —repliqué.
—Usted es lo que cree. Si considera que es el mejor, las personas lo verán como el mejor y así ha sido hasta ahora.
Sonreí ante lo que dijo y me llamó la atención su forma de ver la vida. No era solo una joven bonita, era más.
—¿Qué sabe acerca del mundo editorial o de libros en su manera técnica?
—Menos de lo que quisiera, de hecho, mi carrera se relaciona al marketing financiero; pero me encanta leer y tengo algo de conocimiento en diseño gráfico, quizás eso me pueda ayudar. Aunque siendo honesta lo que amo es escribir. Tengo un par de trabajos sueltos en un rincón de mi cuarto.
—Algo que me dice que puede ser un buen elemento para nosotros. El puesto es suyo, señorita Castillo —dije sin detenerme a pensarlo, quería saber más de ella.
—Haremos un buen equipo, gracias por la oportunidad. ¿Ese es mi lugar?
Señaló el escritorio, que estaba en el lado izquierdo de mi oficina, con una sonrisa y sin una pizca de sorpresa en su rostro, como si hubiera esperado todo el tiempo que la contratara.
No me quedó más que asentir en medio de una mirada suspicaz.
—Dígame qué es lo que tengo que hacer y lo tendrá de inmediato. Muero por aprender cómo funciona todo esto.
—Me sorprende su interés, pero sobre todo su encanto. Nunca antes había tenido a una asistente tan fascinada por empezar a trabajar.
Tomé unos folders, que contenían dos copias de borradores literarios y se los entregué:
—Estas copias acaban de llegar, antes de pasar por el departamento de edición deben ser revisadas de manera rápida. Debo saber de qué trata antes de una decisión final.
—Con mucho gusto lo haré.
Caminó hacia el escritorio y dejó los folders a un costado. Se acomodó en la silla ejecutiva y empezó a hacer lo que le había pedido.
Por mi lado, volví a retomar la actividad por varios minutos. Aunque, luego me descubrí observándola de reojo, era como si tuviera un hechizo que me había atrapado.
Ella se dio cuenta de mi acción y me regaló una sonrisa, le correspondí con amabilidad y bajé la mirada. No podía desconcentrarme de esa manera. Yo no era así.
Después de enviar el correo electrónico que me faltaba, llegó una llamada de mi esposa al celular.
Cerré el ordenador y respondí:
—Hola, Clara, ¿cómo estás?
—Mejor imposible. Acabo de entregar el vestido a mi última clienta. Estoy en la casa de modas. ¿Ya tienes asistente?
—Justo la tengo aquí. Ya no más trabajo pesado —afirmé y la joven rubia me guiñó un ojo con diversión.
—¡Es una buena noticia! A propósito, no olvides que esta noche es la cena con nuestros invitados.
La verdad lo había olvidado por completo, mi esposa siempre gustaba de planificar fiestas para nuestros amigos y a mí, aunque no me gustaban mucho, me tocaba complacerla. No estábamos en nuestro mejor momento.
—No lo olvidé, llegaré a la hora acordada.
—Te espero en casa, no salgas tarde.
—Un beso.
Recibí otro de ella a través del teléfono. Lo dejé sobre el escritorio con la mirada atenta de mi nueva empleada.
—¿Su esposa? —Cuestionó, en un tono curioso.
—Sí, para recordarme que esta noche tenemos una cena con algunos amigos.
—No me sorprende que se haya olvidado, a mi papá también le pasa a veces.
—Creo que ya viene innato en los hombres. ¿Tienes hermanos o hermanas? —Cuestioné, aunque sabía la respuesta.
—Sí, su nombre es Tania, es menor por dos años y a pesar que nos queremos no faltan las peleas de vez en cuando.
—Eso tampoco es sorpresa.
—Creo que, si a esta edad nos lleváramos tan bien, no podríamos ser hermanas. A veces me desespera que se tome todas las cosas a la ligera.
Ojeé la primera hoja de su carpeta, y la volví a mirar—: Eres la hija de Alonso Castillo, ¿por qué no trabajas en su empresa?
—Mi pasión es lo que usted hace —contestó sin titubeos y con un desafío en sus ojos verdes.
Eso me hizo sonreír y por un motivo desconocido me gustó, quizás porque desde hace mucho ya no recibía halagos en mi casa y era bueno escuchar eso de una joven.
—Es un honor servirte de inspiración. Supongo que debes saber que conozco a tu padre, me sorprende que haya accedido a que trabajaras aquí.
—Sí, él me lo comentó. Aprovecho para pedirle que no le crea nada de lo que le haya contado sobre mí en las cenas que suelen hacer, los padres son exagerados.
—Descuida. No habló mal de ti, todo lo contrario. Pero no te distraigo más o no saldremos de la oficina.
Abrí el ordenador y retomé el correo que había dejado a medio escribir. Traté de concentrarme, aunque con una fascinante compañía iba a resultar imposible. Confiaba en que fuera una sensación pasajera, ella y yo éramos una fantasía literaria y no podía pasar a más. Nuestros mundos eran disimiles.
Capítulo 3
Elizabeth Castillo
Al acabar la jornada también había terminado con las primeras actividades que me había encargado mi jefe. Estaba maravillada con esos ejemplares.
Pero también con él, no podía negarlo, era brillante, carismático y elocuente. Aunque, era una locura pensarlo como una mujer. Lo había conocido tarde y según lo que sabía del amor, para ese entonces, cuando el corazón encuentra dueña es imposible disuadirlo.
No debía hacerme ideas absurdas con él, ni mucho menos permitir que mi admiración me hiciera confundir nuestra relación laboral. Debía centrarme en mi crecimiento y en demostrar que podía ser una buena escritora, no podía perder el enfoque. Pero, ¿cómo le iba a hacer? Si no dejaba de mirarlo cada que tenía oportunidad y eso que no llevábamos ni veinticuatro horas juntos.
—Elizabeth, Camelia llevará los folders al departamento de edición. Puedes dejarlo sobre el escritorio e ir a tu casa. Mañana te espero a las ocho —anunció, desde el sofá derecho.
—Eh… sí, está bien, así será, licenciado.
—¿Pasa algo? —Preguntó al detectar mi mirada inquieta.