La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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no había sido nada desahogada cuando le llegó el turno de presentarse ante el Creador. Esta buena imagen generalizada granjeó a Mendizábal respeto en vida y, como cabía esperar, un tributo proporcional cuando sus restos mortales salieron a las calles de Madrid en aquella mañana neblinosa. El cortejo fúnebre se vio compuesto, desde hora muy temprana, por un volumen de gente tan nutrido como no recordaba haberse visto en ninguna otra ocasión similar.

      Para empezar, se personaron en su casa rostros destacados tanto de las filas moderadas como del sector progresista, cuyos carruajes ocuparon, desde bien temprano, las inmediaciones de la residencia del difunto don Juan de Dios. Se sucedieron varias horas de pésame y condolencia a la familia del finado, para disponer posteriormente la comitiva que habría de conducirle hasta el cementerio de San Nicolás. Cuál sería la sorpresa de los allegados de don Juan, que se contaban tanto entre sus partidarios como entre quienes ocupaban las filas de la oposición, cuando contemplaron la calle inundada de gente a las doce de la mañana, hora dispuesta para la partida. Debieron, por tanto, las autoridades emplear un rato en despejar un poco el camino y convencer a la muchedumbre de que se corría serio riesgo de una avalancha popular. Solo entonces, pasadas las doce y media, hizo el noble exprimer ministro su primer y último desfile triunfal por las calles de la capital, pues ha de decirse que, pese a su fama y buen hacer, jamás se prestó nuestra España a rendirle honores en vida; novedad donde las haya.

      Cuatro guardias civiles a caballo precedían a la comitiva, seguidos por los pobres de San Bernardino. Traspasada esta primera línea de aquella mortuoria batalla, se vislumbraba el féretro del prohombre fallecido, portado en el carro de veteranos, del cual tiraban seis caballos enlutados con penachos negros. Escoltando los restos mortales de Mendizábal podía apreciarse a los porteros del Congreso y a otros guardias, en este caso de infantería, ataviados con su traje de gala. Llamaba poderosamente la atención el pendón que cubría el ataúd: el escudo del Reino vecino de Portugal. Mucho tenía que agradecer aquel país a nuestro difunto, dado que habían sido sus gestiones las que habían posibilitado el triunfo de la causa de María da Glòria frente a su tío, el absolutista don Miguel. Mayor motivo de escarnio era, pues, este detalle para nuestro país, que ni siquiera supo honrar los restos del mercader gaditano con una mínima presencia de la Casa Real, que tanto le debía. ¿Por qué sería, se preguntaba Luisito el Boticario, observando aquel espectáculo, que esta España sabe pagar tan mal a quienes por ella dan todo cuanto tienen? Sobre el escudo una corona de laurel, depositada donde debía encontrarse la cabeza de Mendizábal, concluía el ornato de aquel triste depósito de los restos de tan brillante prócer de la patria.

      Seis cintas pendían de los laterales del féretro, tres a cada lado, portadas por quienes evidenciaban la calidad humana de Mendizábal: a la derecha, el moderado Joaquín Francisco Pacheco, seguido por Salustiano de Olózaga, de la cuerda del fallecido, y Francisco Martínez de la Rosa (cuán triste no sería la ocasión, que hasta este último había renunciado a sus afeites de costumbre para acompañar al desfile mortuorio con la austeridad requerida). A la izquierda, don Juan Bravo Murillo, que en boca de todos había estado hacía varios meses, Joaquín María López y Evaristo San Miguel. ¿Podía imaginarse escolta más variopinta para los restos de aquel que combatió con tanta sarna a la reacción, abrazando decididamente la causa de la libertad? Esa era, a todas luces, la clave de la grandeza: que no reside en lo que uno construye sobre sí mismo, sino en la estima que los demás le tienen, sin motivo aparente, y en ocasiones contra todo orden natural imaginable. Porque el afecto de verdad, el que no se compra ni se vende, es igual a la fe: inexplicable, irracional, y capaz de mover montañas.

      Tras ellos, deseoso de pasar desapercibido, aunque era difícil con el atuendo que portaba, marchaba a pie, aislado de todos y por todos rechazado, don Luis Sartorius, conde de San Luis y, a la sazón, presidente del Consejo de Ministros. Aquel sujeto, oriundo de Sevilla y orondo de constitución, llevaba poco tiempo en el poder, pero batía récords a la hora de ganarse el desafecto de cuantos se citaban día a día en la carrera de San Jerónimo. Tan rápido crecía su impopularidad, que el propio Martínez de la Rosa, presente, ya a su avanzada edad, en el atardecer del liberalismo isabelino, debía sentirse dichoso por haber gozado de un poco más de tranquilidad que aquel hombre. Sartorius se había caracterizado solo por un rasgo, reconocido por todos, defensores y detractores: su incapacidad para escuchar a los demás. Las voces de crisis posteriores a la caída de Bravo Murillo, los rumores de desgaste del gobierno moderado, y lo que era peor, las llamadas a la reforma necesaria, habían encontrado en él una firme pared contra la que rebotaban, sin conseguir penetrar ni el menor poro de su piel. Entonces los asistentes no lo podían saber, y quizá él mismo se mantenía a la zaga de ellos para evitar que el murmullo de sus pensamientos se filtrase a las cabezas vecinas, pero San Luis había encontrado ya la fórmula para evitar toda crítica: disolver el Congreso de los Diputados. ¿Cuándo? El tiempo lo diría; de momento, él se limitaba a preparar las gestiones y obrar con cautela, para soltar la liebre en la ocasión oportuna y dejar a todos sus enemigos, que eran todos los políticos, sin capacidad alguna de reacción.

      Tras el presidente se veía a los albaceas testamentarios y a los ministros del gabinete en ejercicio, cerrando la procesión un piquete de caballería de la Guardia Civil, junto con una larga fila de 186 coches. Esta larga comitiva marchó hacia la calle de Alcalá y entró en la carrera de San Jerónimo por la Puerta del Sol, epicentro de la activa vida urbana, en la cárcel de ilusiones que era Madrid. Precisamente en aquella misma calle, bajando hacia Recoletos, se hallaba no solo el Congreso de los Diputados, sino también la sede de La Nación, periódico subversivo que había sido clausurado por el Gobierno, en un anticipo de su inminente golpe de autoridad. Al pasar junto al local de dicho diario, en apariencia vacío y desierto por orden gubernamental, alguien arrojó otra corona de laurel sobre el ataúd, con tan mala puntería que el enser en cuestión cayó a los pies del conde de San Luis, paralizado ante tan imprevista maniobra.

      Aquel infeliz acontecimiento estuvo a punto de abortar la paz y respeto que se respiraba en cada esquina, entre las cabezas de la gente y los murmullos de sentimiento sincero hacia aquel que se iba de este mundo. En efecto, uno de los guardias a caballo miró hacia el lugar de procedencia de la corona de laurel y, concluyendo que en La Nación alguien estaba aprovechando para lanzar un mensaje desafiante al Consejo de Ministros, se dispuso a abandonar la comitiva para subir e inspeccionar el local donde el periódico había estado funcionando. Un oficial lo detuvo y, ante el intento de desasirse de la mano de su superior, Martínez de la Rosa medió, sereno pero contundente:

      —Señores, repórtense. —Y señaló al ataúd, como si aquellos individuos hubiesen olvidado a qué habían ido hasta allí—. Don Juan no merece que se le despida en medio de violencia.

      Aquello fue suficiente para hacerles entrar en razón y disipar el débil nubarrón que había asomado tímidamente por el horizonte. Siguió, entonces, la marcha fúnebre su camino, sin registrar nuevos incidentes. Así, en medio de nuevas muestras de sentimiento y condolencia del pueblo madrileño, fue avanzando la macabra compaña por Recoletos y la puerta de Atocha, hasta que finalmente llegaron al destino eterno del liberal redomado: el cementerio de San Nicolás. Hubo momentos en que la Guardia Civil quiso intervenir de nuevo, porque las masas se agolpaban contra el enrejado de la puerta y a lo largo del paseo principal del camposanto, pero poco podía hacerse: en el fondo, era de agradecer aquella muestra de afecto ante los restos de don Juan de Dios. Creían ellos, ingenuos, que esto no era sino el reflejo del amor generalizado a todos los protagonistas de la vida pública española. No se daban cuenta, pensando de esta forma, de que en realidad los españoles podían ser sumisos, pero nunca tontos, y sabían tan bien reconocer a quien se lo merecía, como despreciar a quienes les apretaban día a día. «Habría sido interesante», seguía pensando Luis el Boticario, que caminaba junto a su hijo y observaba el entierro desde la entrada al cementerio, «ver cuánta gente habría venido hasta aquí si el muerto fuese, sin ir más lejos, cualquiera de quienes portan las cintas del ataúd».

      Martínez de la Rosa, «Rosita la Pastelera», imbuido del respeto y el sentido del honor que solo los años saben imprimir en el carácter humano, dio entonces muestras de una nueva exquisitez de carácter y pidió al enterrador:

      —Por favor, mozo. —Depositó la mano en el hombro de su interlocutor, para transmitir afecto


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