La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
—Es de ley que la corona de laurel repose sobre la frente de quien tanto la mereció, en lugar de quedar sobre el ataúd, expuesta a la podredumbre, sin que el bueno de don Juan tenga la dicha de disfrutarla en el más allá. —Miró a algún político que le rehuyó los ojos, previendo el latigazo que se avecinaba—. Ya que tantos se la negaron en el más acá.
Obedeció el operario y todos pudieron contemplar, por última vez, el rostro de don Juan Álvarez Méndez, sereno y candoroso, como siempre, transmitiendo esa misma sensación de seguridad e imprudencia divertida que le habían valido tantos cumplidos, amistades y enemistades a lo largo de su prolífica existencia.
Llegó entonces el momento de los responsos, correspondiendo el primero al general Evaristo San Miguel, progresista que había compartido con Mendizábal muchas horas de tertulia animada, planeando un mejor futuro para España. «Este país», se decía el general, antes de iniciar su discurso, «nunca supo darnos la ocasión para ayudarle tanto como necesita. Pero me queda un consuelo: sí que me brindó a mí la oportunidad de gozar la amistad de Mendizábal. Y esa es una satisfacción que me llevaré a la tumba conmigo». Más dado a la reflexión introspectiva que a la verborrea y al don de palabra, el suyo no fue un responso a la altura de la figura política que a punto estaba de ser engullida por la tierra.
A hacer justicia al finado acudió, otra vez, Martínez de la Rosa, que en aquella única tarde parecía dispuesto a compensar al mundo por la estulticia de que había hecho gala mientras estuvo al frente de la Nación.
—Hay hombres —explicaba Luis a su hijo Enrique, aludiendo a Rosita la Pastelera—, que parecen hechos para permanecer en segundo plano, hijo. Allí actúan a la perfección y son pulcros a la hora de cumplir su trabajo. Sin embargo, cuando sienten las luces sobre sí mismos, y la mirada de todos concentrada en su nuca, no hacen sino cometer un despropósito tras otro.
Asentía el joven Enrique, extasiado en la contemplación de los uniformes de la Guardia, y en la dignidad que afectaban los políticos allí reunidos. Todos menos el conde de San Luis, pues no por joven escapó aquel detalle al tierno adolescente, que ya tendría tiempo para descubrir, poco a poco, las luces y las sombras del ejercicio político de este lado de los Pirineos.
El silencio se hizo aún más evidente cuando Rosita la Pastelera se llevó el puño a los labios, carraspeó para llamar la atención de toda la concurrencia, tanto la de dentro del cementerio como la que aguardaba fuera, y sin mirar ningún papel, dio rienda suelta a las palabras que se formaban en su cabeza:
—Acabáis de oír la sentida voz de un amigo —aludía a la intervención de San Miguel—; no creáis, señores, que vais a oír ahora la de un adversario. Las pasiones políticas no tienen entrada en este recinto: es sagrado y sería profanarle.
»Un mismo sentimiento nos une en este lugar; uno mismo anima nuestros corazones y mueve nuestros labios.
»Voy a decir breves palabras: pocas y graves, porque así conviene en un sitio en que reinan el silencio y la muerte.
»¡La muerte! ¡Cuántas ideas tristes y lúgubres despierta esta sola palabra! Ella nos recuerda, a pesar nuestro, nuestra debilidad, nuestra miseria, nuestra nada…
»Y si esto acontece cuando pisamos estos sitios en ocasiones semejantes, ¡cuánto más deberá ser hoy día con el triste motivo que aquí nos reúne! ¿Qué se hizo aquella imaginación de fuego, aquella actividad incansable, aquella voluntad cuya fuerza crecía a proporción que crecían los obstáculos?… Todo ha desaparecido sin dejarnos más que su memoria.
»En el bosquejo de la vida que acaba de trazar el digno general que me ha precedido, se ve la gran parte que tomó el señor Mendizábal en sucesos importantes de nuestro país, como un atleta infatigable, sin dejarse vencer por las dificultades, llevando siempre el mismo norte, y lleno de aquella fe, sin la cual las fuerzas más robustas desfallecen, para llevar a cabo arduas empresas.
»Una cosa notable, y muy peculiar suya, es que habiendo levantado tantas tormentas políticas con lo audaz de sus reformas, recogió pocos odios hacia su persona; hallándose la explicación de este enigma en su propio carácter, franco, sin rencor, dispuesto, después de la lucha más empeñada, a tender al mayor contrario una mano amiga y generosa.
»Otra cosa notable es que a pesar de sus ideas, más o menos exactas y practicables, respecto de los grados de libertad que debían darse al pueblo, por cuya causa abogaba siempre, estaba arraigado en el fondo de su corazón el sentimiento monárquico; y no tibio, frío, incapaz de esfuerzo ni sacrificio, sino vehemente como todos sus sentimientos, susceptible de exaltación y de entusiasmo. Así lo demostró al defender con tanto celo la causa de dos augustas princesas, unidas con los vínculos de la sangre y con los más sagrados aún del infortunio… causa que Dios en su eterna justicia coronó en uno y otro reino de la Península, haciendo que triunfase la legitimidad contra la usurpación, la libertad contra el despotismo.
»Nosotros no podemos ser jueces bastante imparciales respecto al antiguo compañero cuya muerte todos lamentamos; estamos muy cercanos, a pesar de que ya nos separa no menos que la eternidad.
»Mas sea cual fuere el fallo que pronuncie la posteridad respecto de su conducta pública, no podrá menos de reconocer en él dos cualidades de sumo precio; la buena fe en sus convicciones y un amor ardientísimo a la independencia y a la libertad de su patria.
Así concluyó y la masa reunida respondió a su iniciativa con un aplauso cerrado, mientras aquí y allá, en más de un rostro, unas lágrimas reflejaban la emoción. Mucho tiempo había transcurrido desde aquel mes de mayo de 1835, en que habían agredido a Martínez de la Rosa a la salida del entonces Estamento de Próceres y hoy Congreso de los Diputados. «El tiempo lo cura todo», meditaba él mientras observaba a la muchedumbre, complacido en su orgullo de dramaturgo y orador.
Luis aplaudía con su hijo Enrique, girando un poco la cara para que su vástago no viese las lágrimas derramadas por su padre en memoria de aquel que, sin ser familiar suyo, había oficiado como un auténtico padre de todos los españoles: remangándose cuando tuvo el poder en sus manos, para apartarse después y quedar en la retaguardia, respetando el criterio de España como esa hija díscola que camina hacia la perdición de su vida, pero que en el fondo, qué diablos, libre es de hacer de su existencia lo que quiera. Enrique se había percatado de la emoción de su padre, pero optó por permanecer callado y no hacerlo notar: ese sería uno de los secretos que quedaría entre ellos dos, y sobre el que solo bastaría cruzar miradas en el futuro para rememorarlo, sonreír con nostalgia, y seguir relegándolo al recuerdo silencioso.
Sintió de pronto que su padre dejaba de aplaudir, aunque la multitud continuaba entregada a dicha labor, y le sorprendió. Arriesgándose a violar la intimidad de su progenitor, y rezando al mismo tiempo porque le hubiese dado tiempo a enjugarse las lágrimas y conservar cierto orgullo ante su joven hijo, se giró y le miró. Lo que vio le preocupó sobremanera: aún resbalaba por las mejillas del Boticario la emoción desbordada ante el responso de Martínez de la Rosa… pero, ¿eran de emoción aquellas lágrimas? No podía ser, porque casaban mal con la palidez cadavérica del rostro del cabeza de familia. La boca permanecía entreabierta y musitaba algo, una y otra vez, que su hijo no podía oír porque el ruido en torno a ellos era ensordecedor. Agarró Enrique a el Boticario por la manga y le sacudió:
—¡Padre, padre!
Pero nada: Luis parecía hipnotizado. Guiándose por el sentido común, decidió entonces seguir la mirada de su acompañante, pero no vio nada que llamase su atención. Solo un señor de unos cuarenta años, edad de su propio padre, con el rostro picado de viruela y el cabello rubio rizado, tuerto, que no miraba en dirección al ataúd, sino que oteaba el horizonte, como buscando a alguien. El joven Enrique había oído hablar tanto de los agitadores profesionales, pagados por el Gobierno para provocar tumultos que justificasen su acción armada, como de los policías de incógnito, y pensó que quizá aquel individuo representaba uno de los dos caracteres.
Hasta que la mirada de este último se detuvo en ellos… Solo fue un segundo, pero Enrique podía jurar que el único ojo de aquel