La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
natal cuando, diez años después de haber venido a refugiarse en las faldas de las mocitas madrileñas, mi antiguo jefe en la Audiencia de Granada me reclamó a su lado. Obviamente me faltó tiempo para disponer mis cosas y marcharme; a mi familia le he dicho que hasta pronto, pero en mi fuero interno deseo que sea para siempre, aunque ello me convierta en un cobarde. Mi padre debió penetrar mis verdaderas intenciones, y calla; mi mujer asumió su papel de viuda en vida, paradójico pero más que coherente con nuestro trato conyugal. Y mi hijo me dejó ir, literalmente. De todo lo que me dejé atrás, esto último es precisamente lo que más me duele: que alguien por cuyas venas corre mi sangre me intuya como una persona ajena, que se ha ganado a pulso y por todo trato posible la indiferencia.
Ya en Madrid, quizá para compensar este caos personal, como he hecho casi siempre, antes de abandonarme al sueño y dejar de pensar en lo que ya no tenía remedio, me propuse reunirme con el antiguo presidente de la Audiencia de Granada a la mañana siguiente, nada más despuntar el alba. El ser humano puede ser feliz en la medida en que alimente sus ilusiones y sea capaz de vivir de ello. Por eso, a mí entonces me bastaba pensar que mi espíritu de sacrificio y mi dedicación al trabajo me convierten, cuando fracaso en los demás aspectos, en alguien aprovechable, pese a todo. Aunque la medida de mi provecho ha de quedar a juicio de quienes sean capaces de valorar mis actos en la Tierra.
Con esta única certeza en mente, que no era poco, pensé: «mañana será otro día». Pero mi subconsciente se empeñaba en llevarme la contraria y advertirme que sí, que el nuevo día ayudaría a valorar la situación desde perspectivas diferentes, aunque esta España nuestra es siempre la misma. Y precisamente en aquel momento había estado cerca de caer entregada a la reacción, que casi había conseguido, desde el Gobierno y por cauces legales, lo que los carlistas no habían sido capaces de imponer con las armas en los años treinta. Justo antes de dormirme concluí, como sostengo todavía hoy, que cada vez entiendo menos a este país. Claro que… ¿acaso yo, que soy tan hijo suyo como el resto de españoles, no reflejo sus mismas contradicciones? Por tanto, ¿cómo puedo juzgarlo, sin convertirme también en juez de mí mismo?
*****
Contra lo que mi cuerpo me aconsejaba, apenas pude conciliar el sueño, atormentado mi espíritu por los fantasmas que siempre han turbado mi existencia. Por eso, cuando el campanario de la cercana iglesia arzobispal castrense acababa de tocar cuatro campanadas exactas, me resigné a pasar el resto de la madrugada en vela. Tras acomodar el almohadón en el cabecero de la cama, me recosté y me dispuse a ilustrarme con la lectura de la última edición de El Quijote, que acababa de adquirir en una librería de Granada días atrás. Las andanzas y las ensoñaciones de don Alonso Quijano me parecían baladíes, comparadas con el vaivén emocional en que mi vida se había convertido, o en el que yo la había convertido (reconozcamos mi parte de responsabilidad en el juego). Y visto el final del Ingenioso Hidalgo, no cabía esperar mejor futuro para mi propia persona, de modo que la demencia del manchego y los avatares de su época, lejos de alentar mi buen humor, atrajeron grises nubarrones sobre mi ánimo.
Con todo y con eso, fui capaz de aguantar dos horas de lectura concentrada a la luz del candil, hasta que a las seis de la mañana mi cuerpo dijo basta y resolví bajar al comedor de la fonda. Cuando hice entrada en aquella dependencia, desprovista aún de los preparativos para la colación, como era de esperar, uno de los mozos se hallaba afanado en disponer todo lo necesario para el momento en que los clientes comenzasen a desfilar ante los humildes, pero sabrosos, manjares de la gastronomía española y europea. La posadera, doña Ramona Berdorrain, cuyo origen daba nombre a mi hospedería, jamás se ocupaba en persona de tales menesteres, pero sus empleados cumplían con creces en el desempeño de un establecimiento que, no en vano, se hallaba entre los más demandados de Madrid. Aún me congratulaba por mi suerte en encontrar habitación en el lugar, en buena medida propiciada por el hecho de haber abonado tres mensualidades por adelantado, cuando el hombre me oyó entrar y se giró.
—¡Buenos días, señor! —exclamó, solícito, encaminándose hacia la entrada desde donde yo contemplaba su quehacer—. Pronto se ha caído usted de la cama esta mañana.
El chascarrillo era manido y yo no estaba para humoradas, pero algo en su tono y en la forma de tratar al cliente, con respeto a la par que con cierto desenfado, me hizo responder a sus palabras con una sonrisa. He aquí, me dije, un buen ejemplo de cómo alguna gente debe desplegar todos los recursos a su alcance para hacer frente a los sinsabores de la vida. Porque aquel individuo al que tenía enfrente, a más de enjuto de facciones y pálido de piel, llevaba un parche sobre el ojo derecho. Sin embargo, como decía, todo se relegó a un segundo plano ante el calor de su ademán:
—Buenos días tenga usted, hombre —respondí, con cierta familiaridad cubierta de una leve capa de altanería. «Yo marco la distancia entre los dos», intentaba decirle—. Disculpe si le he interrumpido.
—No tiene que disculparse en absoluto, don Pedro. —El hecho de que conociese mi nombre me descolocó y él debió advertirlo, porque se apresuró a aclarar—. Le vi llegar anoche, cuando salía de mi turno, y revisé su nombre en el registro de entrada para hacer cuenta de la clientela total de la casa y de la cantidad de género necesaria para el desayuno… Usted dispense.
Había humildad sincera en sus palabras, aunque le había dado a entender que también existía falta por mi parte, pues me había personado a una hora bastante intempestiva. Iba a reiterarle lo innecesario de sus excusas, cuando se me adelantó, resuelto:
—Si me da cinco minutos, caballero —mientras hablaba conmigo miraba a su alrededor, calculando el tiempo que le ocuparía el apaño del refectorio—, preparo para usted una mesa y le dejo desayunar tranquilo. Solemos despachar a partir de las seis y media, pero si algún huésped necesita adelantarse por motivos personales, como estimo que es su caso, no tenemos nunca el menor inconveniente. Además —continuó su perorata—, casi estamos ya en horario de apertura.
Quise corresponder a su amabilidad:
—Mire…
—Tomás, señor —dijo, adivinando el cauce de mis pensamientos—, mi nombre es Tomás González Gil, para servirle.
Sonreí, con pudor ahora. Conforme iba observando sus facciones, me percataba de que aquel hombre debía ser mayor que yo, aunque no mucho, y me incomodaba que alguien que probablemente había echado ya sus primeros dientes cuando yo veía la luz del día por vez primera se mostrase tan solícito conmigo.
—Mire, Tomás —comencé, en tono cómplice—, le agradezco el favor y acepto su propuesta, con una condición.
No me respondió, pero la apertura de su único ojo, a punto de salir disparado de su cuenca, daba a entender que la impaciencia por conocer mi proposición le devoraba a grandes dentelladas.
—Que comparta usted conmigo un poco de su tiempo y me acompañe en el desayuno. Le invito yo.
Por toda respuesta, hizo una exagerada reverencia y comenzó a moverse por entre las mesas como alma poseída, afanándose en disponerlo todo lo antes posible para disfrutar del privilegio, creía él, con que le había obsequiado por su complicidad en mi temprano despertar.
Diez minutos más tarde nos encontrábamos sentados, frente a frente, conversando de manera animada mientras despachábamos sendas tostadas y cafés con leche caliente, para combatir el frío invernal. Diciembre había llegado haciendo honor a su fama, con el sable en alto y, pese a que las dependencias de la fonda se hallaban bien acondicionadas, nunca estaba de más un refrigerio que ayudase a contrarrestar el viento que recorría las calles de Madrid, cortando como un cuchillo.
Tomás, mi inusitado interlocutor, se comportaba con decoro y modales impropios de su condición, y había en el fondo de sus ojos y de su manera de sonreír algo que me recordaba tiempos pasados. Confesaba conocer Madrid como la palma de su mano, puesto que había llegado siendo aún muy joven, procedente de la sierra de Cercedilla, con el fin de aliviar su casa de una boca más que alimentar y de regresar, de vez en cuando, a visitar a sus padres y hermanos, llevando algo de dinero y de comida con los que atenuar las penurias cotidianas. El lance que le costó el ojo, me informó sin el menor reparo, había ocurrido durante las jornadas revolucionarias