La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
de las cosas del mundo con aquel hemisferio de su cabeza.
—Fíjese, pobre hombre —decía refiriéndose a su atacante—. Resultó ser un joven recién alistado al ejército que estaba allí porque le habían movilizado a última hora. Obedeciendo órdenes de un oficial borracho, nos embistió a mí y a otros tantos que nos agolpábamos en la plaza de Oriente. Con la mala fortuna de que la punta de su sable encontró mi ojo. Lloraba más que yo, el muy infeliz, y me estuvo custodiando en el hospital, mientras la fiebre amenazaba con llevarme al otro barrio. Tres semanas se pasó así, velando mi sueño, hasta que los médicos me devolvieron a casa. Y, ya en la calle y de nuevo sin ocupación, él mismo intercedió para encontrarme trabajo: primero en la sacristía de San Andrés, como mancebo del cura, y después, cuando este último murió, en La Vizcaína, donde sirvo desde que se fundó.
Continuamos nuestra conversación durante media hora más, tiempo que Tomás empleó en aconsejarme lugares para comer o cenar, «de confianza; aunque como esta casa, ninguno», me advirtió, fiel servidor de quien le daba el pan. Y de este modo, con la cabeza animada por optimistas pensamientos, regresé a mi cuarto, donde me armé de mi capa y mi sobrero para salir a la calle, acto valiente donde los hubiese cuando solo el gélido viento transitaba la capital.
2. Misión en Madrid
Mi antiguo jefe, don Ramón Sotomayor, me había citado a las nueve de la mañana en la Fontana de Oro, cerca de las Cortes, para describirme la empresa que me debía encomendar. Si me dejaba guiar por mi experiencia previa junto a él, poco halagüeño debía ser el envite: la primera vez en que recurrió a mis servicios me había obligado a ser cómplice indirecto de un homicidio, a cambio de una promesa de ascenso que se había demorado diez años. Como carta de presentación o aval de garantía no era un tanto a su favor, salvo por dos circunstancias: él pertenecía a esa clase de personas que tiene la sartén por el mango, lo cual equivale, en esta farsa que es el teatro del mundo, a tener la costumbre de requerir los servicios de los demás, y la fortuna de que su llamada nunca es en vano, pues siempre hay algún desdichado que acude a ella. Además, contaba con una gran ventaja: me había conocido lo suficiente en Granada para ser consciente de que yo no tenía nada mejor que hacer, ni en mi vida profesional, ni en mi vida en general.
Por consiguiente, me tocaba bajar la cabeza, presto a oír sus instrucciones. Como contaba con tiempo suficiente de margen, decidí pasear y, nada más abandonar la fonda, pasé junto a la puerta del Sol y bajé la carrera de San Jerónimo. A aquellas horas solo algún guardia de servicio patrullaba a las puertas del Congreso, donde en breves instantes el ambiente se animaría de forma notable. Para entonces, yo esperaba contar ya con las credenciales que me permitiesen asistir al debate político desde la tribuna, allí donde me había sentido llamado desde la más tierna juventud. Atravesando el paseo del Prado, contemplé el edificio del museo, obra de Juan de Villanueva, y me adentré en el Buen Retiro.
La escena que se dibujó ante mí era totalmente irreal: orlado con jardincillos, setos de hermosa factura y especies de árboles de diferente procedencia, aparecía empañado por una tenue bruma que trasladaba al viandante a un mundo onírico, donde el tiempo parecía detenerse. Lo temprano de la hora me permitió hacer el recorrido prácticamente en soledad, con la única excepción de los guardias de turno que aparecían en puntos estratégicos y cuyo fin era garantizar la seguridad del viandante. Recorrido este bello espacio, cuya imagen todavía hoy me sobrecoge, me aventuré a seguir caminando hasta la zona del estanque. Las aguas permanecían mansas, como dormidas aún, aguardando el primer rayo de sol que fuese capaz de sacarlas de su ensoñación. El olor a verdín, a humedad y a naturaleza muerta se mezclaba con una agradable fragancia a castañas asadas, propias del mes de noviembre, pero presentes durante un periodo mucho más amplio en una ciudad donde todo se magnificaba.
Al salir del lugar por la entrada principal pude contemplar la soberbia imagen de la Puerta de Alcalá, con la diosa Cibeles al fondo. Fue entonces cuando tuve la convicción de que Madrid, cuando se la contempla por primera vez en toda su majestuosidad, descarga un puñetazo en el vientre del viajero, allá donde el resuello se pierde, al que solo cabe reaccionar con dos respuestas: bien pronunciando una eterna declaración de amor, que seguramente estará impregnada de algunos episodios de odio y reproche, o bien saliendo disparado hacia la primera diligencia que le devuelva a uno al lugar de donde viene, con la convicción de que jamás debió salir de allí.
Sumidas en estos pensamientos, habían transcurrido casi las dos horas que me separaban de la cita con mi otrora superior, de modo que aceleré el paso para localizar la dirección de la Fontana de Oro. El lugar comenzaba a poblarse de rostros graves que, supe más tarde, correspondían a los prohombres de la patria, sobre quienes tantas anécdotas y opiniones había leído u oído desde que comencé a tener uso de razón. En aquel momento, no obstante, me pasaron desapercibidos individuos como el orondo Salustiano de Olózaga, quien mucho había sufrido al servicio de Isabel II, pero que pese a todo regresaba una y otra vez al escenario político, atraído más por la embriaguez del poder que por el deseo de asistir a la patria. Su imponente figura se recortaba contra el paisaje de levitas, gabanes y patillas bigoteras, en una mesa apostada en una recóndita esquina del café, donde conspiraba seguramente con otros progresistas sobre la forma de regresar a la primera línea de batalla, a ellos vetada desde hacía tanto tiempo, como consecuencia de la conocida predilección de la soberana por el Partido Moderado.
Pese a los escasos minutos que mediaban entre la apertura del local y aquella hora de mi cita, el humo de las cachimbas y los cigarros comenzaba a volver denso el ambiente, motivo por el que me fue difícil localizar a don Ramón. Por eso y porque los años, que ni siquiera a mí me habían respetado, habían hecho mella en la fisonomía de aquel hombre. Mis ojos se habían paseado brevemente al principio por su efigie, acomodada en un sillón desde el que emitía bocanadas de humo con olor a las Antillas, mientras pasaba perezosamente las páginas de La Época. Entonces apenas había llamado mi atención detalle alguno; «un paniaguado más del sistema que vela porque los medios de la prensa traten bien a su mundo», pensé. Ahora bien, transcurridos unos instantes en busca de Sotomayor e impotente por el escaso éxito de la empresa, resolví volver a escrutar el horizonte humano que ante mí se dibujaba. Fue entonces cuando, en uno de sus gestos para hojear el diario, su cara quedó más expuesta a mi visión y en mi mente se operó la conexión necesaria.
Diez años. Había transcurrido una década, pero aquel hombre parecía haber envejecido el doble. Como ya he dicho, yo mismo era testigo del alto precio que el tiempo se cobra en la naturaleza humana, pues si bien mantenía la forma física más o menos estable a fuerza de ejercitarme con cierta periodicidad, mis digestiones se habían vuelto lentas cual reforma legislativa. A lo que había que sumar el desgaste de la visión, que me obligaba a portar quevedos para ayudarme a leer cualquier documento que hubiese que inspeccionar en el desarrollo de mis funciones. Pero una cosa era este deterioro físico, y otra muy distinta el camino acelerado hacia la decrepitud que se observaba en la figura del expresidente de la Audiencia de Granada. Don Ramón Sotomayor había engordado más allá de lo que aconsejaba la ciencia médica, y en sus manos, regordotas y torpes como siempre habían sido, sus dedos recordaban palillos dispuestos a aporrear la piel de un tambor de infantería tocando a rebato. Se había dejado crecer la barba, pero lo cierto es que el nuevo atributo de su fisionomía no le hacía ningún cumplido, pues entre otras partes del cuerpo, los kilos se acumulaban en su papada, que brotaba hacia el exterior, provocando un desagradable efecto de prolongación de su cara en el lugar donde debía estar su cuello. Y sus ojos, aquellas pupilas negras que se habían clavado en las mías en el otoño de 1843, haciéndome sentir la incertidumbre y la fatalidad de la España de los favores y las clientelas, aparecían surcados por profundas ojeras y por sendas bolsas delatoras de la falta de sueño.
Si aquel hombre había ido a Madrid para medrar y tener mejor vida, que bajase Dios y lo viera. El desconcierto provocado por su visión me impidió reaccionar antes, pero él me había visto hacía un momento y ni siquiera se había dignado hacerme un leve signo de asentimiento. Como yo, recorría mi figura de pies a cabeza, y a la inversa, con tal de comprobar si el reloj de arena de nuestra existencia había marchado con la misma dureza en mi caso que en el suyo. Su expresión permaneció inmutable