La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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Sotomayor —comencé a decir, ceremonioso—, me alegra volver a verle.

      Por toda respuesta, don Ramón dirigió su mirada al asiento que quedaba libre frente a él, dándome a entender que lo ocupase. Así lo hice, desproveyéndome a mi vez de la capa que no podía sino embarazarme en un habitáculo donde, por fortuna, el frío del exterior quedaba bien aislado. Quizá fuese el propio efecto del humo del tabaco y de la cafetera hirviente, pero a aquellas alturas poco me importaba el medio si el fin era desentumecer mis articulaciones, anquilosadas, casi también, por la escarcha. Realizada esta última operación, se instaló entre don Ramón y yo mismo un tenso silencio. La sonrisa inicial había desaparecido de la orografía de su cara, y como nunca me han gustado los sobreentendidos ni los silencios prolongados, decidí romper un poco el hielo:

      —En primer lugar, quiero agradecerle la oportunidad que me ha brindado en este momento, trayéndome a su lado…

      Decidí dejar las últimas palabras en el aire, a ver qué efecto provocaban, pero él permanecía impasible. Juro que llegué a temer que hubiese sido víctima de una apoplejía, porque sus facciones se tornaban cada vez más encarnadas, mientras el resto de su cara parecía incapaz de emitir el más leve gesto. Tenía la sensación de que el tiempo se había detenido y de que todo el mundo me miraba, divirtiéndose por el trago que estaba atravesando y que me hacía sentir, no precisamente para mi comodidad, el cuello de la camisa cada vez más apretado contra mi yugular. Con una gota de sudor resbalando por la sien, decidí seguir adelante:

      —Ha de saber que siempre tendrá en mí un solícito ayudante en aquello en lo que, humildemente, pueda serle de utilidad…

      Por algún extraño motivo, que aún hoy me cuesta comprender, le hablaba inclinándome hacia delante y bajando la voz, como si estuviese expresando mis condolencias a alguien que hubiese perdido un ser querido. Me gustaría decir que hoy me veo a mí mismo desde fuera, en aquella situación, y me cuesta aguantar la risa; lo cierto es que realmente ya entonces podía verme, porque tras don Ramón existía un espejo que reflejaba todo el panorama sito ante él, entre cuyos componentes me encontraba yo mismo en semejante trance. La cosa comenzaba a atravesar la tenue línea que separa la sátira del drama, con mi corazón acelerándose y golpeándome el costillar con violencia, cuando don Ramón Sotomayor, expresidente de la Audiencia de Granada, estalló en una tremenda carcajada.

      Ahora sí cobraba sentido el tono bermellón de sus mofletes: aquel hombre me había estado poniendo a prueba, comprobando hasta qué extremo sería capaz de soportar la tensión en una situación incómoda. Mientras lo hacía, mi turbación le había resultado chistosa (sobra decir que a mí no me lo parecía) y poco a poco la risa había ido ganando terreno en su ánimo, obligándole a contraer las facciones para evitar que saliese a relucir de pronto, estropeando el efecto que él había buscado.

      —Desde luego, Carmona… —acertó a decir, mientras su barriga seguía rebotando en cada estertor de risa y la concurrencia entera del café se giraba para mirarnos—. ¡¡¡A ceremonioso nunca ha habido quien le gane!!!

      Durante un segundo permanecí con los ojos abiertos como platos, incapaz de dar crédito a la escena y herido en mi amor propio. Me sonrojé, consciente de la humorada de que acababa de ser objeto, pero intenté recomponer el gesto:

      —Señor, n… no sé si entiendo…

      Si quien lea estas líneas se siente tentado de reaccionar de manera similar en circunstancias parecidas, le recomiendo desde ahora que no lo haga. Si hay algo peor que un ridículo involuntario, es un ridículo que quiere hacerse el digno. Una nueva carcajada lo confirmó entonces:

      —¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! Menuda cara ha puesto, ahí, dándome conversación, mientras yo le desafiaba con la peor de mis miradas…

      En algún momento esperaba tener en mi mano la posibilidad de pagar a aquel hombre con la misma moneda. Porque, llegado el caso, le iba a hacer sudar tanto que iba a poder posar para los figurines de una revista de moda de la temporada primavera/verano.

      Aún tardó un momento en recomponerse. Ahogada la risa y tranquilizada la atmósfera del café, mientras algunos concurrentes se codeaban y me señalaban sin mirarme, probablemente haciendo chiste del escarnio de que yo acababa de ser objeto, don Ramón decidió que ya era hora de ponerse serios. Primero, los formalismos habituales:

      —Temprano le veo por aquí, don Pedro. —Me trataba de usted, como siempre, pero ahora existía un tono diferente al que había empleado conmigo diez años atrás; parecía reconocer mi valía como abogado y estar al tanto de mis méritos—. Si le soy sincero, en estas fechas y con este frío, le imaginaba todavía resguardado al calor de las mantas. ¿Dónde para usted, amigo?

      Dejando pasar este trato, en apariencia familiar, respondí:

      —En la fonda La Vizcaína.

      —¡Diantre! —Su sorpresa era real—. Si es así, ha de contarse entre los afortunados, señor letrado. Sepa que es harto complicado hallar cobijo allí, puesto que hablamos de una de las casas de huéspedes de mayor prestigio de todo Madrid. ¡Razón de más para que hubiese usted remoloneado un poco entre las sábanas antes de acudir a la cita, hombre de Dios!

      Tentado estuve de volcar mi corazón en aquella conversación y confesarle mis problemas personales, que habían enturbiado tanto el viaje como mis horas de sueño la noche pasada. Sin embargo, aún pesaba en mi recuerdo la dura entrevista mantenida en su despacho de la Audiencia de Granada, cuando había ido sellando mi destino minuto a minuto, mientras la ceniza de su puro caía sobre mi expediente de ingreso en aquella casa. Por eso, obligándome a recordar que aquel hombre manejaba más poder del que me convenía a mí, pudiendo por ello resultar imprevisible para mis intereses, decidí dar una respuesta correcta y diplomática:

      —Me obligué a madrugar para pasear temprano por las calles de Madrid y familiarizarme un poco con la ciudad, señor.

      El colmillo asomando por la comisura de sus labios denotaba un atisbo de satisfacción en su rostro, pensando quizá que hábitos como aquel le habían llevado a pensar en mí como mejor alternativa para la empresa que tuviese entre manos.

      —Celebro su abnegación, Pedro, de la que ya he tenido otras pruebas en el pasado.

      Nuevo silencio. Esta era la señal: Sotomayor nunca se había andado con rodeos, y ahora no iba a hacer una excepción. Fuera lo que fuese que se disponía a pedirme, venía ya, sin tapujos ni paños calientes. Y aquel silencio, premonitorio de un futuro inmediato incierto, constituía la oportunidad que me brindaba para salir corriendo o quedarme y unir mi destino al suyo, una vez más.

      —Usted dirá.

      Asintió. «Tú lo has querido», parecía decirme con los ojos, que centelleaban por efecto de las luces de la Fontana. Quizá para hacer más llevadero el trago, se ofreció a invitarme a una taza de chocolate caliente, que le acepté de buen grado, como bien menor a cambio del mal mayor que, casi con total seguridad, se avecinaba.

      —Letrado, le debo una disculpa. —Esto era nuevo en alguien acostumbrado a oír excusas en lugar de darlas; por nada del mundo iba a interrumpir el curso de su razonamiento—. Una década atrás, cuando usted acababa de llegar de Antequera con un crimen resuelto bajo el brazo, yo debí corresponder con mi parte del trato. Le había prometido que su futuro quedaría ligado al mío, y que si yo conseguía hacer carrera en Madrid usted sería mi sombra. Y no lo hice.

      Había en sus palabras un pesar real, de modo que decidí responder a su sinceridad con la más intensa de mis miradas y el más atento de los oídos:

      —Ha de saber que, si no le he reclamado antes, ha sido precisamente porque he pensado en usted —alegre paradoja, me dije a mí mismo, mientras él proseguía—. Los dos años posteriores a la caída de Espartero, con el escándalo Olózaga de por medio, fueron complicados hasta que el régimen se asentó sobre bases sólidas, tras la aprobación de la Constitución en 1845.

      Había bajado la voz al referir estos últimos acontecimientos, señalando de manera disimulada a la figura de don Salustiano. Prosiguió don Ramón:


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