La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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a Luis, pero ante la falta de respuesta volvió a sacudir el brazo—. ¡Padre, padre!

      Aún no reaccionaba, y en un gesto de desesperación el niño agarró a su custodio por la nuca, para obligarle a bajar la cabeza y hablarle al oído, de modo que él pudiese escucharle sobre las voces y gritos de la muchedumbre. Entonces pudo percibir, por fin, la voz distorsionada y rota de Luis, el Boticario, que parecía haber envejecido:

      —Pablo… no puede ser —repetía, una y otra vez.

      —Padre, ¿qué dice?

      Pero ya no tuvo respuesta, porque Luis se desmayó. Desesperado, el joven se arrodilló y comenzó a pedir auxilio, pero le detuvo una mano firme apoyada sobre el hombro. Levantó la vista y pudo ver al mismo hombre que había provocado tal transformación en Luis:

      —¡Ayúdeme, se lo suplico, señor! —le imploró, aunque pronto se dio cuenta de que algo no encajaba. Aquel ser, a quien su padre se había referido como Pablo, tenía el primer botón de la camisa desabrochado. En el cuello mostraba una fea herida, de hacía años, que había dejado una huella de piel lacerada: el beso del garrote era aún identificable en la epidermis. Como si estuviese viviendo una pesadilla de la que deseaba despertar cuanto antes, Enrique le gritó, casi le escupió—. ¿Quién demonios es usted?

      En lugar de responder, el esbirro sonrió ampliamente, con unos dientes perfectos y un nuevo destello de su único ojo azul, atravesado el otro por una cicatriz:

      —Cuida a tu padre, chaval —acabó diciendo—. Aunque no sé si merece cuidado alguno quien trata tan mal a sus amigos.

      Antes de que Enrique pudiese preguntarle de nuevo quién era, el espectro se giró y se mezcló con la gente. Cuando llegaron las primeras personas en su ayuda, su padre comenzaba ya a recobrar el conocimiento.

      *****

      San Luis obtuvo de la Reina el decreto suspendiendo las sesiones de Cortes, y desde aquel día la agitación empezó en Madrid y en toda España, con todos los síntomas precursores de los grandes acontecimientos. El Ministerio, no obstante, demostraba en sus primeros pasos los más plausibles deseos de conciliación y de avenencia para con las fracciones del partido mismo a que pertenecía, únicos elementos políticos que desde luego le declararon una guerra sin misericordia ni cuartel. Retiró, como he dicho, el proyecto de reforma constitucional de Bravo Murillo; redactó varios proyectos de ley reformando el Código y reorganizando los Tribunales; presentó en tiempo hábil los presupuestos, y suprimió los pasaportes para la Península, y las Aduanas interiores: en cambio, sería dificilísimo determinar de una manera concreta las doctrinas esencialmente contrarias, ni la bandera política que desplegaron al viento las oposiciones moderadas, para justificar la violentísima actitud que adoptaron desde el día mismo en que juró su cargo el conde de San Luis. Del hondo efecto y de la impresión profunda que en su espíritu produjo la hostilidad de sus propios amigos fui yo testigo en dos o tres conferencias que celebré con él en los primeros momentos. Su ánimo vaciló algún tiempo entre ceder y retirarse o resistir a toda costa; y sin que yo me permitiera consejo alguno acerca de tan grave negocio, supe pronto que adoptando esta última resolución, se preparaba a mantenerla hasta los últimos límites del esfuerzo. Pero fue una desgracia que, emprendido este camino, no pudiera mostrarse dueño de sí mismo ni mantenerse en la esfera de la prudencia. Antes bien se le vio recoger airadamente el guante, y contestar a las provocaciones con la agresión, y a la amenaza con los golpes más rudos, pudiéndose advertir, a fines de este año de 1853, que el horizonte político se cubría con negras nubes de tempestad.

      (*) La loa fúnebre de Francisco Martínez de la Rosa a Mendizábal, recogida en las páginas precedentes, se ha extractado del número 3.511 de El Heraldo, con fecha 8 de noviembre de 1853.

Planteamiento: el otoño

      1. Un arduo camino

      Así, y no de otra forma, puede describirse el duro tránsito, espacial y emocional, que me trajo hace unos años a la villa y corte de las Españas, donde mi afanosa vida no ha faltado a su cita con la zozobra y, por tanto, tampoco me ha sido dado el sosiego que venía buscando. Pero no quiero comenzar a referir los acontecimientos de modo desordenado; por eso voy a intentar explicar las circunstancias que dieron con mi persona en Madrid a comienzos de la década de 1850.

      Principiando por lo sencillo, describiré en primer lugar el trayecto hasta esta ciudad. Las jornadas de camino en diligencia no sirvieron sino para confirmar mi profundo respeto por la orografía de este país nuestro, lleno de asperezas, como su propio carácter. También vino a dar la razón a los viajeros venidos de otras latitudes, quienes han definido a España en sus diarios personales como «un país de polvo y chinches». Además del trance de llevar a cuestas conmigo cuanta felicidad podía arrastrar de mi vida anterior, al pie del Mulhacén, el camino me resultó penoso porque me obligó a tomar conciencia de que mi avanzada treintena distaba de la lozanía de la audaz veintena, cuando hube de explorar los mucho más amables recovecos de la ciudad de Antequera.

      La noche que llegué a Madrid, tumbado en mi jergón, en la fonda La Vizcaína, tenía molidos los huesos por los vaivenes de mi vehículo tractor, y los baúles aún cerrados al pie del catre, con el consiguiente olor a rancio acumulándose entre mis ropajes. Todo mi ser se resentía por la obligación de permanecer varias horas sentado durante el viaje, y por el sueño poco reconfortante en camastros no siempre acolchados. Como mi propio padre me había dicho días antes, despidiéndome desde el sillón en el que cada vez pasaba más tiempo, abandonándose a una enfermedad por la que se dejaba ganar terreno sin pudor, «uno ya no está para estos trotes». Con aquella imagen de fatalidad impresa en mi memoria, solo me restaba el consuelo de que en breve me entregaría al sueño para reparar mi atormentado espíritu, no menos maltrecho que mi cuerpo, esperanzado en que las horas de reposo me permitirían saludar al nuevo día con una sonrisa optimista.

      Precisamente de mi alma paso a ocuparme a continuación. La última vez que había confiado mis inquietudes a las páginas de un manuscrito, acababa de ser cómplice indirecto de un crimen pasional en la sociedad antequerana. Medroso como soy, me dejé guiar por el criterio de alguien que me había prometido éxito a cambio del silencio y la complicidad por omisión. El presidente de la Audiencia de Granada, responsable de mis ilusiones, fue el primero en beneficiarse de las circunstancias y pronto se vino a Madrid, para hacer carrera como diputado, bailando al son de los pocos que deciden en este país el sino de todos los españoles. Su marcha de Granada provocó inquietud y resignación en mi padre, previsor de una nueva huida de su vástago, y pavor en mi esposa, Pilar.

      La historia de mi matrimonio es otro cantar, bastante desafinado además, que se puede resumir en una máxima: jamás debimos casarnos. El suyo fue el consuelo egoísta que mi ánimo ansiaba para aliviar las secuelas del golpe de realismo que había recibido en mi investigación en Antequera, cuando resolví el asesinato del señorito Antonio Robledo Checa. Distorsionada su imagen a mis ojos por esta circunstancia, Pilar me pareció el alma gemela que todos buscamos y solo algunos acaban encontrando. Y lo digo así, en tercera persona del plural, porque yo no tuve esa fortuna; el lento despertar a la cruda realidad de la convivencia me descubrió una criatura virtuosa, abnegada y dispuesta a aceptar mis defectos, aunque yo fuese incapaz de mostrar la misma dedicación a la vida conyugal y de tornar sus imperfecciones en virtudes.

      Nunca la he amado, y por eso me resulta mucho más difícil aceptar que ella sí me quiere. Para conservar las convenciones sociales y como recurso desesperado de quienes quieren salvar el matrimonio, cometimos el siguiente error: tuvimos un hijo. El pobre Antonio, que lleva el nombre de su abuelo paterno y ya pasa los diez años, ha visto suficiente en este tiempo para tener claras algunas cosas: su madre es infeliz conmigo, a mí me resultan indiferentes los sentimientos de ella, y ninguno de los dos, desde nuestra insatisfacción recíproca, le hemos sabido dar el hogar que merece. Solo su anciano abuelo, a cuya comprensión escapa todo este circo, tiene


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