La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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mismo, incurrieron en los mismos errores y vicios que sus predecesores. Sobre todo, han pagado muy caro el precio de confiar su futuro y su fortuna a un hombre como el general Narváez, impulsivo, voluble, intrigante y mucho más partidario de defender sus ideas con la espada que con la razón.

      »A la lucha interna entre los partidarios del Espadón y los detractores de su ego, que debilitaba las bases del partido mientras este permanecía en el poder, hubo que añadir una circunstancia agravante del panorama político: las bodas reales. Un año después de que la Constitución viese la luz, nos desposaron a la niña Isabel II, que nunca dejará de ser eso, una niña mimada y consentida, con su primo, Francisco de Asís.

      »No se le ocultará, porque es la comidilla de todo el mundo, que Paquita Natillas, como conocen en los mentideros madrileños al rey consorte, nunca ha tenido predilección por el sexo femenino. Eso unido a que su esposa, nuestra reina Isabel, sí siente gran inclinación hacia el sexo en general, propicia un ambiente en la Corte cuya descripción voy a ahorrarle. Basta con decirle, por ahora, que somos el hazmerreír de Europa.

      »Y por si todo esto fuera poco, hace apenas un año Juan Bravo Murillo estuvo a punto de sacar adelante su Proyecto Constitucional de 1852, con el que pretendía instaurar un régimen presidencialista similar al que aupó a Napoleón III al poder en Francia. ¡Tiene gracia! Aquel extremeño iba a conseguir en las Cortes lo mismo a lo que todos nos resistimos durante la Guerra de Independencia: hacer germinar en España la semilla del Bonapartismo.

      —Podrá ver, Carmona —añadió Sotomayor, a modo de colofón—, que hasta ahora no he tenido en ningún momento la sensación de contar con una posición segura como para tirar de mis hilos y traerle a Madrid. Entre otros motivos, porque bastante peligraba mi situación como para además arriesgarme a arrastrar a otros en mi caída.

      Llegado este punto no pude resistirme e intervine, pues a mí no me engañaba con su sempiterno afán de paternalismo.

      —Cabe otra posibilidad, don Ramón, si me permite —al principio se asombró de que le interrumpiese, pero se daba cuenta de que el joven inexperto, a quien había amedrentado en su despacho de la Audiencia hacía tanto tiempo, se había ido para no volver jamás—. Puede que usted no haya decidido convocarme hasta ahora por miedo a dejar testigos de sus tejemanejes.

      Comenzó a encarnarse otra vez, en esta ocasión por la rabia y la ira que crecía en su pecho, pero le interrumpí antes de que estallase.

      —Señor Sotomayor, es conveniente que pongamos las cartas sobre la mesa, ¿no le parece? —Sea porque la ira le ahogaba, sea porque deseaba concederme una oportunidad antes de mandarme de vuelta a Granada, decidió concederme la licencia de exponerle mi visión de las cosas—. Diez años hace que usted me hizo cargar con la mala conciencia de quien sabe que podría haber hecho justicia, pero cedió a los impulsos de su ambición. Sé que una buena parte de la responsabilidad cae de mi lado, no me llevo a engaño, pero también usted tiene la suya. Ahora, por suerte o por desgracia, ya no es mi jefe, y yo me avengo a colaborar en la empresa que me proponga, pero pongo mis condiciones: sea claro conmigo. No va a volver a engañarme con falsas amenazas ni con la promesa de una vida llena de fortuna. Créame, ya he pasado tiempo suficiente en este mundo para darme cuenta de que nuestra existencia, en sus rincones más remotos, está llena de unas telarañas que impiden que la felicidad sea plena. Me conformo con poder pagar mis gastos, tener una vida tranquila y dormir bien todas las noches, sin almas sobre mi conciencia.

      Algo en su cara se relajó, ocasión que aproveché para asestar la estocada final:

      —Usted me necesita, porque en su momento le demostré que sé hacer mi trabajo y que tengo un profundo sentido del deber, no reñido con ciertas obligaciones éticas que me he impuesto para mirarme todos los días al espejo con entereza, sin que un sentimiento repentino de culpa me obligue a bajar la vista —mi tono era desafiante, y aún hoy me alegro de haber mantenido tal rectitud en una ocasión como aquella—. Colaboraré con usted, pero mi condición es que jamás serviré ningún interés turbio. Todo tiene que ser claro, cristalino, y si en algún momento observo que me la intenta jugar, haré la guerra por mi cuenta y tiraré de la manta. Esta vez sí. ¿Sabe por qué?

      Era evidente que ni lo sabía, ni estaba en condiciones de alegar nada.

      —Porque me lo debe —concluí, señalándolo con el índice—. Porque la inocencia de un joven granadino quedó enterrada para siempre en su despacho, y porque a la Justicia sacrifiqué mi vida y mis principios. Ahora le corresponde hacer lo propio y demostrarme que es usted quien merece que yo le ayude. Nunca le he llamado, porque había perdido toda esperanza de que se acordase de mí. Si ha dado el paso, algo querrá. Y a quien algo quiere, algo le cuesta.

      Inspiró y expiró tres veces seguidas. Las conté porque temía que estuviese siendo víctima de una taquicardia o de un ataque de ansiedad. Entonces, con el trabajo de un coloso que intenta desperezarse por la mañana, se incorporó y agarró su bastón y su capa. Empuñó el primero con una energía tal que parecía ir a hundirlo sobre mi cráneo y merecido me lo tenía, a qué negarlo. Pero lejos de hacerlo, con la capa enrollada en el brazo izquierdo, y el bastón y el sombrero presas de su zarpa derecha, me miró, fulminándome, y me exhortó:

      —Sígame.

      Recorrimos varias mesas, ante la mirada de los concurrentes, que le saludaban con inclinaciones de cabeza mientras me miraban y cuchicheaban a mi espalda. Se preguntaban quién era aquel individuo que acompañaba a Moncho Sotomayor, como más tarde supe que le conocían entre sus círculos de confianza. El tiempo me dio la ocasión de que mi nombre llegase a ser, casi, más conocido que el suyo. Llegados a una cortina de color carmesí, mi anfitrión se hizo a un lado y me invitó a pasar. El corredor que se habría tras aquella tela era oscuro, y a derecha e izquierda se distribuían espacios reservados, donde los gerifaltes de la alta política española decidían el destino de los súbditos, y digo súbditos, de este país. En el segundo reservado a la derecha, Sotomayor, que había venido tras de mí todo el camino, llamó suavemente con el puño de marfil de su bastón, pues sus nudillos inflados habrían sido incapaces de tan ligero gesto.

      —Adelante —ordenó, más que anunció, una voz firme desde el interior.

      Una vez en el cenador, cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pese a la avanzada hora de la mañana y a que en el exterior hacía un día raso de los que prometen un frío desolador, pude identificar, en esta ocasión sí, a la persona que se sentaba ante nosotros.

      Leopoldo O’Donnell debía rondar entonces los cuarenta y cinco años, año arriba, año abajo, pero su rostro era el de un espíritu eternamente joven. Los ojos, de un azul acuoso, eran vivarachos, aunque en el fondo de ellos se percibía la sombra de barbarie que aquel hombre había debido presenciar, primero contra las tropas carlistas en el norte, y después entre los cafetales y cañaverales de la Perla de las Antillas. Sus carrillos eran sonrosados y destacaban sobre una tez más bien pálida, como rasgo propio de la sangre irlandesa que corría por sus venas. Y su boca, donde el rictus de sonrisa se compaginaba con un ademán de seriedad e inteligencia, aparecía enmarcada por un bigote y una perilla recortados con delicadeza, propia de quien sabe equilibrar el servicio al Estado con una apariencia que, más que pulcra, podía describirse como impecable. Iba de paisano, pero el espíritu militar se percibía en todos y cada uno de sus gestos. Hasta en el tono con que se dirigió a mi otrora superior:

      —Moncho, qué me traes. —El trato familiar denotaba cierta confianza con Sotomayor, quien respondió a esta frase extendiendo su brazo en mi dirección.

      —Don Leopoldo —dijo «don» y «Leopoldo», no «mi general» ni nada por el estilo; es decir, pese a la cortesía, la confianza era mutua—, le presento al letrado Pedro Carmona, funcionario de la Audiencia de Granada, donde tuve el honor de tenerlo como colaborador durante sus años de formación.

      Había sinceridad en las palabras de don Ramón, hasta tal punto que llegué a sentirme mal ante la posibilidad de que le hubiese tratado de manera injusta en nuestra conversación anterior.

      —Siéntense los dos, por favor —su voz era tranquila, robusta, pero acostumbrada a mandar y ser obedecida sin


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