La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
Vega:
«pues digo yo que en palacio,
para que a callar aprenda,
retratos tienen oídos
y paredes tienen lenguas».
—No sé si sabes a qué me refiero… —prosiguió.
—Creo que sí, Antonio —concedí, correspondiendo a su familiaridad con la mía—. Y agradezco este gesto por tu parte, porque aún estoy poco rodado en las intrigas de la Corte.
—Precisamente, muchacho. Verás, no he sabido de tu empresa directamente por don Ramón Sotomayor, con quien no suelo despachar, sino por el propio general. Has de sentirte privilegiado, porque la flema británica que corre por sus venas no suele prestar atención más que a aquello que verdaderamente lo merece, y fíjate, —me miró de hito en hito, como para percibir algún detalle en mi rostro—, parece que has atraído su interés.
»Gracias a él he conocido tu desempeño en el caso del asesinato de Antonio Robledo, en Antequera, hace ya una década. Has de saber que el asunto, personalmente, me interesa sobremanera, dado que el malogrado era tío de Frasquito Romero Robledo, que actualmente estudia leyes aquí, en Madrid, en la Universidad Central. Frasquito siempre ha sido bastante cercano a nuestra causa y por tanto llama mi atención alguien que, como tú, supo manejarse entonces con el tacto y el acierto requeridos en aquel asunto tan grave. Y créeme, conozco los entresijos hasta el último detalle; por eso aprecio especialmente tu trabajo en esa investigación.
»La empresa que ahora te trae a Madrid no es tan sangrienta, pero sí resulta mucho más compleja. El país se rompe y la revolución aguarda a ver al animal moribundo para saltar sobre sus despojos. En estas circunstancias, es fundamental frenar el empuje revoltoso y, al mismo tiempo, evitar que ese inútil de Sartorius acabe dejando seca a esta España, que tanto ha sufrido en los últimos tiempos. Sí, adivinas bien: el presidente del gobierno, desde mi punto de vista, es un inepto que no sabe por dónde le sopla el aire, ni siquiera en estos días, en que todo el mundo conoce que baja endemoniadamente frío desde el Guadarrama. Personas como él son peligrosas en el poder, porque es un perfecto idiota, chico.
»¿Sabes cuál es la naturaleza del idiota? Yo te la voy a explicar. El mundo se divide en cuatro tipos de personas, Pedro, a saber: los buenos, los malos, los tontos y los idiotas. Bueno es quien hace el bien a los demás y, de esa forma, él mismo sale también beneficiado. Malo es el que perjudica a los demás para beneficiarse a sí mismo. Tonto es el que, beneficiando a sus semejantes, atenta contra sus propios intereses. E idiota es todo aquel que, haciendo mal a los demás, se hace mal a él mismo. Y créeme: hay que guardarse de los idiotas, porque son imprevisibles. El de San Luis no ha tardado en demostrarlo, como sabrás: en este momento, cuando el ruido de los espadones debía haber sido apartado ya de la política española, y debían haberse respetado el juego electoral y la voluntad soberana de la nación representada en las Cortes, ¡va él y las disuelve! ¿A santo de qué? Yo te lo diré: de que es un ignorante que desconoce cómo proceder en situaciones de crisis.
»Esto no quiere decir, ojo, que yo apoye ni los pronunciamientos ni la democracia, pero sí el respeto al orden que entre todos labramos cuando murió Fernando VII… En fin, veremos por dónde nos conduce el panorama nacional en las próximas semanas, pero mucho me temo que o la cosa se estabiliza antes del verano, o con la llegada del calor nuestros compatriotas, tan dados a dejarse llevar por el impulso de la sangre, volverán a tomar la calle en nombre de la libertad. Máxime cuando tienen tan cerca el ejemplo de Francia y el empuje del Partido Demócrata… que tampoco hay que dejar de lado. Lo dicho, muchacho: este país no sabe a dónde va, aunque solo una cosa hay segura, y es que nunca hasta ahora nos hemos hallado ante un momento tan complicado.
»Visto el percal —se apresuró a concluir—, ¿tienes claro cómo has de desempeñarte?
Asentí, tras procesar toda la información que me había ido proporcionando:
—Bastante claro, Antonio —comencé a describir—. Si no entendí mal, mi cometido ha de ser ejercer, oficialmente, como abogado asesor del Partido Moderado, pero he de contactar con los demócratas para palpar su ánimo e intentar anticipar cuál puede ser su actitud en el supuesto de que se produzca, Dios no lo quiera, una revolución, como tú mismo prevés, ¿es así?
—¡Perfecto! —exclamó, satisfecho por el curso de la conversación—. Y ante todo, por favor, evita suspicacias del conde de San Luis y, fundamentalmente, del general Narváez. Cuando te reúnas con el primero —advertía, aleccionándome—, sé franco hasta donde has de serlo: estás aquí para ayudar, para controlar a los elementos disidentes… y cosas así. Tienes sobrada habilidad diplomática para regalar la oreja a alguien que tiene un concepto demasiado elevado de sí mismo y que, por este motivo, creerá que tu declaración de intenciones es sincera. Y ante cualquier duda que te plantee, intenta responder con evasivas y consulta con nosotros: conmigo, en primera instancia, después con tu superior y, si es preciso, con el propio O’Donnell. ¿De acuerdo?
Era innecesario añadir una nueva manifestación de adhesión, de modo que me limité a asentir, sin más, y Cánovas dio por concluida la audiencia.
—Entonces, ¡no se hable más! —Hizo ademán de levantarse y dio cuerda a su reloj—. Anda, apresúrate, no vaya a ser que se pase el tiempo de tu audiencia y comiences tu idilio con Sartorius con mal pie. Si algunas virtudes tiene, esas son la puntualidad y la memoria de todo aquel que defrauda sus expectativas.
Su advertencia despertó mi sentimiento de alarma y me movió a levantarme como accionado por un resorte, para llegar a tiempo a mi cita con el de San Luis. A punto estaba ya de salir por la puerta del café del casino cuando me detuvo la voz poderosa de Cánovas:
—Oye, Pedro, un consejo, si lo admites. —Me detuve, aguardando impaciente sus palabras—. Entre los demócratas, uno de los más destacados es Manuel María Aguilar, natural de Antequera. Qué pequeño es el mundo, ¿no te parece? Yo en tu lugar empezaría mis pesquisas por él. No en vano —advirtió—, estaba junto a su padre en el acto fundacional del Partido Demócrata Español, hace ahora cuatro años.
Asentí y abandoné raudo la estancia. Mientras corría hacia la sede de la soberanía maldecía a Cánovas: si tan importante era la puntualidad en el trato con el presidente, debía haberme advertido antes, en lugar de hacerme partícipe de un juego que solo podía acarrearme problemas. Atravesando los pasillos, raudo cual rayo, medité que quizá su maniobra para sacarme de allí obedecía a su deseo de herir en su amor propio a Sartorius, obligándole a esperar antes de recibirme en audiencia, y poniendo así a prueba mi fidelidad a su causa por encima de la del propio Gobierno. Por fortuna, cuando llegué, sin aliento, a la sala de espera, entraba el último caballero que aguardaba a ser recibido por él. Era uno de los rostros que recordaba de aquella mañana, lo cual indicaba que no había llegado nadie nuevo y que yo aún conservaba la vez. Por tanto, para recobrar el resuello, mientras me percataba de que más me convenía recuperar la rutina de la actividad física cuanto antes, me senté y comencé a abanicarme con uno de los ejemplares de prensa diaria.
La espera fue muy corta, pues apenas había pasado un cuarto de hora cuando mi predecesor salió de la estancia presidencial y, tras dirigirme una mirada altanera, que parecía decir «ahora vas tú, pollo», marchó sin saludar. Menudos modales se gastaban en Madrid. Ignoraba si debía esperar a que se me convocase o debía llamar a la puerta yo mismo, porque en el corto intervalo de tiempo que había vivido en aquella sala, no había asistido al proceso por el cual los diferentes individuos iban siendo convocados en presencia del conde de San Luis. Aguardé un momento prudencial y, viendo que nadie me reclamaba, que la hora marcada se acercaba y que quizá estuviese impacientando más a aquel hombre, me levanté y llamé con decisión a su puerta, con tres golpes secos.
—¡Adelante! —respondió una voz enérgica desde dentro.
Entreabrí la puerta lo justo para asomar la cabeza y preguntar, «¿Da usted su permiso, señor presidente?». Sartorius firmaba varios documentos y ni siquiera se dignó a apartar la mirada de su escritorio para saludarme. Mientras se dedicaba a aquel menester, levantó la mano izquierda