La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
a un café, sospecho que con el deseo de sondear mi opinión sobre el horizonte que se dibuja ante nosotros y mi lealtad al partido del propio O’Donnell. Pese al examen a que me ha sometido, me ha parecido un tipo franco y agradable, y creo que va a ser un apoyo importante en las pesquisas que he de realizar en adelante.
Respecto al presidente del gobierno, mejor no me detengo en la descripción de alguien que merece tan poco interés. Es un individuo mediocre, que aparenta saber mucho más de lo que verdaderamente conoce. No me extraña que el país esté ahora como está, en manos de un sujeto que no ha hecho sino cavar su propia tumba disolviendo las Cortes, pues él solo se ha arrojado a los leones de la disidencia política. Aun así, puede ser peligroso como enemigo y he de esforzarme por mantenerle informado; en el fondo, para bien y para mal, es nuestro presidente.
El paso siguiente ha de llevarme, sin mayor dilación, a entablar contacto con los demócratas. Y si he de hacer caso a Cánovas, tengo que localizar a Manuel María Aguilar. Quizá mañana deba dirigirme a la Jefatura de Policía para obtener datos sobre su domicilio, amparado en mi calidad de servidor del Gobierno para un asunto reservado. De algo debe servir la escasa separación de poderes que reina en este país, para desdicha de la memoria del pobre Montesquieu. De momento, puedo emprender las indagaciones por mí mismo, pero es factible que, en las semanas venideras, si se amplía el abanico de observación a las filas progresistas, necesite la colaboración de alguien.
¿Pero de quién? Mucho me temo que voy a tener que comenzar mis servicios a don Ramón Sotomayor pidiendo, exigiendo más bien, el nombramiento de un asistente que trabaje codo con codo conmigo. Quizá él conozca a alguien de confianza…
La llamada a la puerta, sumido como estaba en estas reflexiones, me sobresaltó hasta el punto de hacerme volcar el tintero, afortunadamente sin menoscabo para mi diario recién comenzado, aunque no podía decir lo mismo del suelo y de la mesa.
—¿Sí? —pregunté, extrañado, pues no esperaba ninguna visita y nadie, salvo Sotomayor, conocía los detalles de mi alojamiento.
Nadie respondió a mi pregunta, pero la puerta se abrió lentamente. Tras ella se materializó Tomás, el mozo de La Vizcaína con quien había intimado un día atrás. Me sorprendió gratamente verlo, pero pronto me percaté de lo impropio de aquella aparición: ¿cómo osaba entrar en mis dependencias, sin previo aviso? Algo en su cara me alarmaba a la par que me resultaba familiar y, por un momento, temí que hubiese llegado para atentar contra mí, como ya me había sucedido en otra ocasión, diez años atrás. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal ante aquella triste memoria, pero él sonrió y me mostró las manos libres:
—Tranquilo, Pedro, no te voy a hacer daño.
Aquella voz no era la misma que me había acompañado en mi primer desayuno en la pensión. Algo en su timbre me recordaba días pasados, un rasgo en su sonrisa canina, que se mostraba en todo su esplendor, y en su ojo solitario, que brillaba de emoción, mientras el otro permanecía oculto tras el parche. Me había tuteado, con la calidez y la cercanía que solo una persona, en el pasado, se había atrevido a emplear conmigo. Un recuerdo de olor de pólvora y dolor por la pérdida de un ser querido regresaba a mi mente, mientras aquel hombre preguntaba:
—¿Es posible que todavía no me hayas reconocido?
Sí, claro que le había reconocido, ahora, cuando había reparado en que su cabellera no era natural, y en que el parche ocultaba una condición de tuerto impostada. Impresionado y sobrecogido por la súbita revelación, me desmayé justo en el momento en que comenzaba a despojarse de ambos atributos de un muy logrado maquillaje. Aquello era lo último que esperaba que me ocurriese en la ciudad de Madrid y mi cuerpo, sacudido por las emociones, me había abandonado allí, en aquel momento.
El desmayo sobrevino justo antes de que el candil, a punto de extinguirse, me permitiese contemplar de nuevo el rostro de mi mejor amigo, Antonio Castillo, que regresaba de entre los muertos una década después. Mientras me mantuve inconsciente, una frase retumbaba en mis oídos, pronunciada por el escueto don Lucho Trías a la puerta del Congreso: «nunca se sabe».
4. La resurrección de la carne
Aún me debatía en las tinieblas de la ensoñación repentina, cuando comencé a percibir en un lejano horizonte la misma voz que había precedido a mi desvanecimiento. Entonces, solo entonces, comencé a entreabrir los ojos. Habían pasado diez años y el tiempo tampoco le había hecho justicia: profundos surcos enmarcaban sus ojos cansados y sus rasgos, animados por una delgadez que parecía haberse acentuado, eran mucho más pronunciados que la última vez que tuve ocasión de contemplarlos. No obstante, hube de convencerme de que su rostro era el mismo con el tamiz de los años. Probablemente él hubiese pensado lo mismo de mí cuando me divisó por vez primera en La Vizcaína, hacía dos días, y quizá su deseo de escrutarme de cerca le había movido a forzar una situación que me obligase a invitarlo a acompañarme durante el desayuno.
En cualquier caso, aquello era demasiado: yo mismo había contemplado el cuerpo sin vida de aquel hombre en la que había sido su casa, con la mirada extraviada y una bala alojada en la sien derecha, donde había apuntado el revólver; aquella misma mano que sabía escribir con elegancia hasta los informes policiales más desagradables. Había mirado detenidamente aquel cadáver, que posteriormente había reposado sobre el frío mármol de la morgue antequerana, mientras el doctor Rambla nos confesaba sus últimas impresiones, y Álvaro Pedraza y yo estábamos a punto de llegar a las manos. Y, para colmo de desdichas, había acompañado sus restos mortales hasta el cementerio de la ciudad, para rendir el último adiós a la persona cuya memoria quise vengar en el desenlace de aquel caso. Recordaba, como si fuese hoy mismo, mi última visita al nicho donde reposaban los restos mortales de Mila, su amor imposible, muerta días antes en trágicas circunstancias. Y tenía fresca en la mente la imagen de su casa, que él había convertido en mía por su disposición testamentaria, en una especie de golpe de suerte, pues a partir de aquel momento todo había comenzado a marchar por buen camino en nuestra investigación.
Durante años me había martilleado la idea de que el pobre Antonio, consciente de que su figura podía entorpecer más que agilizar mi investigación, había decidido quitarse de en medio. Su peso en la ciudad era demasiado grande como para que la gente soltase con él la lengua más de lo acostumbrado; en cambio, yo era el perfecto desconocido, aquel que había llegado a los hogares de Antequera para escarbar en sus miserias y marchar después lejos, cuando todo hubiese acabado, llevándome conmigo los secretos de aquella villa. Una y otra vez me maldecía por no haber sabido ver la llegada del peligro y porque había compartido con mi amigo muchos menos momentos de los que habría deseado, aunque todavía recordaba el brillo de sus lágrimas tras la última noche que pasó con Milagros, en una despedida de amantes que me había tenido como único testigo.
Con aquel torrente de ideas circulando por mi cabeza, tendido sobre el jergón de mi cuarto mientras él permanecía sentado a mi lado, pensaba y daba vueltas sobre una misma idea, mientras iba volviendo en mí: ¿de qué había servido aquel duelo de años? ¿Para qué tanto lamento por la pérdida del único amigo que creía haber tenido, si al final resultaba que había sido objeto de un terrible engaño? Poco a poco el asombro dio paso al resentimiento, y me torné incapaz de mirar a los ojos a aquella persona que se había desnudado, literalmente, ante mí, para revelar su verdadera identidad e ir a proporcionarme amparo allí, a demasiadas leguas de distancia de cualquier compañía de mis seres queridos.
—Yo vi tu cuerpo —fue lo único que acerté a decir durante aquel trance.
Sonrió levemente, pero tomó conciencia de la gravedad de aquel momento y disimuló aquel gesto espontáneo bajando la cabeza, hurtándome la visión de su expresión jocosa. En otras circunstancias, aquella sonrisa habría sido preludio de una risa desbocada, que habría intentado tapar colocando la mano sobre la boca, mientras el aire escapaba de sus pulmones impulsado por estertores de diversión. A mí, en aquella ocasión, me resultaba muy difícil encontrar la parte graciosa de la historia, y así se lo hice ver:
—Tu cadáver pasó horas en la morgue, mientras el doctor Rambla procedía al reconocimiento. —Me