La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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silencio era sepulcral, mientras aguardaba la continuación de su relato.

      —Hay dos tipos de criminales, para que lo sepas, aunque ya deberías conocer el percal: el miserable, culpable de cuanto se le acusa, y el desgraciado, que estaba en el lugar inadecuado en el momento erróneo. En los dos tipos, a la par, existen dos variables, pues uno y otro se subdividen en aquellos que tienen quienes lloren por ellos y les defiendan, y quienes carecen de apoyo alguno. El miserable con agarraderas suele ser siempre alguien rico, y de eso tú y yo sabemos bastante; en ese caso, no hay nada que hacer y la justicia jamás le tocará. Y el infeliz que tiene algún tipo de apoyo, con mucho trabajo conseguirá salvar el pellejo. Quienes no se libran ni en sueños son los que carecen de respaldo. «Quien no tiene padrino, no se casa», reza el refrán, y en este caso se cumple a la perfección. Cuando alguien ha de pagar por un delito que no ha cometido, carente de cualquier auxilio que le pueda brindar una mínima esperanza, siempre hay algún juez o algún inspector que apadrina su causa. Pero cuando te topas con un ser deleznable, que no solo ha cometido un acto criminal, sino que se jacta de ello, disfrutas con el espectáculo de su ejecución.

      Aquel era, a qué negarlo, un vivo retrato de la sociedad congregada en las cárceles del Reino.

      —En el caso que te cuento, nos encontramos ante un ejemplar de este último tipo: un violador de jovencitas de la rivera del río de la Villa, que amenazaba hasta con violar a su carcelero si no se le soltaba a tiempo. —Parecía revivir cada momento mientras relataba el episodio—. Yo mismo disparé el arma y metí su cuerpo asqueroso en el ataúd.

      Hasta allí, la explicación había sido satisfactoria, pero faltaba todavía una aclaración más:

      —¿Y contaste con la ayuda del conde de la Camorra? —Mi asombro aquí era palpable, pues si bien es cierto que en un momento concreto el inspector Castillo y el aristócrata habían colaborado, sus relaciones se hallaban deterioradas desde hacía años, cuando yo di con mis huesos en aquella ciudad. Y así tuve ocasión de comprobarlo como testigo presencial a sus múltiples tensiones.

      —Así es —apostilló, satisfecho—, para que veas cuán imprevisible puede ser la vida. El asesinato de Mila suscitó alarma en su casa. Vecino de los marqueses de la Peña, siempre vigilaba sus movimientos y sabía que mi vida podía correr serio peligro. Decidió entonces dejar atrás las rencillas y hacerme un favor, por los viejos tiempos. Se presentó en mi domicilio cuando despachaba con el doctor Rambla y habló con franqueza; tanta, que el médico agradeció que por fin diésemos un paso para acercar nuestras posiciones, tras años de desencuentros. Hasta su reciente muerte ha seguido despertando en mí cierto recelo, pero reconozco que se portó como un caballero. Ni el doctor ni yo dudamos de la conveniencia de hacerle partícipe del plan: en el fondo, se trataba de una de las figuras más relevantes de la ciudad, y más valía contar con su apoyo en aquella arriesgada empresa. Él mismo habló con José María Casasola, Marqués de Fuente de Piedra y otrora alcalde de la ciudad, para que me acogiese en su hacienda hasta que la calma regresase a las calles antequeranas. Y desde entonces he vivido aquí, en Madrid, como confidente de la Policía, haciendo valer mi antigua condición de inspector en Antequera. Hace unos años casé con una camarera del Café-Teatro Capellanes, a quien debo el atrezo con que aparezco aquí cada día a hacer las veces de mozo de la fonda.

      Poco más había que añadir a aquella truculenta historia.

      —Me parece increíble verte aquí, vivo…

      Las lágrimas comenzaban a regar mis mejillas y él tampoco fue capaz de aguantar la emoción, levantándose para fundirse conmigo en un fuerte abrazo.

      —Me alegra volver a verte, Pedro —dijo, entre sollozos.

      —¡No me fastidies! —fue lo único que acerté a responder.

      Permanecimos así, abrazados, durante un minuto, hasta que nos separamos para mirarnos a la cara, con la amistad retomada tras larga espera.

      —Ahora escúchame —dijo, para mi sorpresa—, porque no solo he venido a verte para darte la buena noticia de mi resurrección. Tenemos que hablar seriamente.

      Yo estaba totalmente descolocado, pero él, haciendo uso de su viejo instinto de cazador, comenzó a darme detalles sobre mi misión, que no tenía forma de conocer y, sin embargo, parecía haber planificado como si del mismo Sotomayor se tratase:

      —Desde mi llegada a Madrid, un nombre suscitó mi curiosidad: Ramón Sotomayor.

      Tenía toda mi atención, porque en aquel punto su vida y la mía volvían a cruzarse:

      —Era un individuo del que decían que había llegado de Granada, donde presidió la Real Audiencia. Tirando de mis recuerdos, lo conecté contigo: había sido tu jefe, el mismo que te había mandado a Antequera, a descubrir al asesino del señorito putero.

      Yo asentía, tragando saliva con dificultad, porque era previsible que me hiciese alguna revelación sobre mi jefe que me pusiese sobre aviso en adelante:

      —Me convertí en su sombra, en parte por interés hacia su persona y en parte por hacerte justicia, ya que me parecía disparatado el embolado que te había colocado haciéndote investigar aquella intriga, putrefacta por todas partes.

      »Entonces supe que comenzaba a hacer carrera política dentro de las filas moderadas, aunque había decidido tomar partido en las refriegas que amenazaban con descomponer al partido, desgastado por tantos años al frente del Gobierno, que siempre responde a los caprichos de nuestra reina. Aspiraba a hacer fortuna de la mano de O’Donnell, cuya estrella asciende a la misma velocidad a la que se empaña el esplendor del general Narváez y sus secuaces.

      —Se acercan días muy complicados, Pedro —sentenció, fatalista—, y nadie, entre los políticos reputados que han dirigido la nación en los últimos años, se atreve a aventurar cuál será el futuro de España. Por eso necesito saber algo

      Aguardé, ansioso y temeroso a la vez:

      —Cuando yo estrechaba el cerco sobre Sotomayor y sus planes, que siempre son oscuros y están llenos de dobleces, de pronto, apareciste tú en escena. Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí?

      Había estado esperando aquella pregunta desde el mismo momento en que identifiqué a mi amigo tras los afeites que velaban su identidad. Por tanto, tenía la respuesta preparada. Ahorraré al lector el relato, de nuevo, de mis desventuras amorosas en Granada, mis aspiraciones de ascenso y mi llegada a Madrid como única vía de escape, de la mano de quien diez años atrás me había prometido contar conmigo, como comparsa de su propia prosperidad personal. En lo tocante a la labor de espionaje de los demócratas y de los progresistas, también hube de franquearme con él. En el fondo, le conocía desde hacía demasiado tiempo, y había contado con pruebas sobradas de su lealtad, máxime allí, en aquel preciso momento, como para andarme con secretos. Recordaba que, en Antequera, me había sentido muy molesto a medida que había ido descubriendo los secretos que todos se empeñaban en ocultarme para dificultar la investigación, y consideré que no debía hacer que Antonio se viese sometido al mismo tormento.

      Cuando hube acabado mi excurso asintió, sopesando la gravedad de la información que acababa de transmitirle:

      —Ten mucho cuidado, Pedro, te lo digo en serio.

      El tono de su piel daba a entender que su miedo era real, y estaba consiguiendo contagiármelo, de modo que, por más que yo sospechase qué quería decir, exigí una explicación:

      —Por favor, Antonio, concreta un poco más.

      Inspiró, cogiendo fuerzas, y dio rienda suelta a su teoría:

      —Sotomayor no da puntada sin hilo, y tú lo sabes bien —comenzó, cauteloso—. ¿No te escama en absoluto que no te haya llamado hasta ahora? ¿Jamás te has preguntado cuál es el motivo de su requerimiento, cuando muy bien podía haberse olvidado de ti?

      Le repetí que sí, que claro que me había parado a recapacitar sobre aquella feliz coincidencia, como aún me preguntaba cuál era la maldita casualidad que me había llevado a hospedarme en la misma fonda donde trabajaba, bajo entidad figurada,


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