La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
Tras completar el ascenso, trabajoso, que me dejó con el desayuno en los talones, accioné el llamador de la vivienda. Abrió un individuo de mediana edad y expresión grave, que debía haber estado esperándome, puesto que se limitó a invitarme a pasar, tras recorrer con la mirada toda mi fisonomía, en sentido ascendente y descendente.
En el salón se congregaban aproximadamente unas quince personas, sentadas en círculo en torno a una figura que se erguía en el centro. El personaje que les hablaba, infundiendo en su ánimo el entusiasmo de la causa, era José María Orense, aquel mismo progresista que había iniciado la escisión del ala demócrata publicando, en 1847, su manifiesto ¿Qué hará en el poder el partido progresista?. Orense procedía de una familia noble asturiana y él mismo detentaba el título de marqués de Albaida. Sin embargo, parecía embarcado en una guerra sin cuartel no tanto contra la clase en la cual había nacido su familia, sino contra el orden establecido, defendido por esa misma clase y otras que seguían disfrutando de amplios privilegios, pese al supuesto triunfo del liberalismo en España con la entronización de Isabel II y la derrota del carlismo.
—Lo esencial —decía cuando yo tomé asiento—, es que el Estado reconozca la dignidad ciudadana a cuantos habitamos España. Ya está bien de camarillas y de corrillos palaciegos para deponer a un gobierno y colocar a otro. El pueblo es el que menos participa en política y, sin embargo, es quien más padece las consecuencias de los abusos de las clases gobernantes. ¿Hemos de soportar esta situación eternamente? ¡Yo os digo que no!
Dejó un momento de silencio para que las palabras hiciesen su efecto ante el auditorio. Entonces prosiguió:
—Hemos de luchar para que todos los españoles puedan tener acceso a cargos públicos y puedan expresar sus ideas libremente. Hay que desterrar de una vez la censura de la prensa, el monopolio de la Iglesia sobre las mentalidades… Nada de esto, como os podréis figurar, se consigue de manera sencilla. El primer paso que ha de darse es el de educar a la población, para que pueda votar y obrar en conciencia. Entonces, todos estaremos capacitados para ejercer el sufragio, que ha de ser universal…
Cuando yo había llegado hacía ya un rato que Orense resumía, ante la concurrencia, las bases del Programa Fundacional del Partido Demócrata, dado a conocer en la primavera del año 1849. Como pude saber, en breve se esperaba que la coyuntura política abriese la posibilidad de una revolución que convirtiese a aquel programa, entonces utópico, en una realidad factible. Así pues, lo que hacía en casa de Aguilar no era otra cosa que impartir una especie de clase magistral que dejase claro a todos los simpatizantes de la causa, letrados y analfabetos, las bases que habían de guiar su acción política en los meses venideros. Resumiendo: los demócratas planeaban una revolución, como don Lucho me había advertido unos días atrás.
Transcurrieron aún tres cuartos de hora más de aquella perorata hasta que Orense dio por concluido el discurso. El auditorio aplaudió entonces con timidez sus palabras y se comenzó a deshacer en pequeños grupúsculos. Entre todos ellos, divisé a Félix Ramírez, que me miraba nervioso mientras escrutaba a otro individuo entre los allí reunidos. El objeto de su atención era un señor alto, de complexión fuerte y esbelta, frente despejada y ojos cansados, que finalmente se apercibió de los gestos del periodista y, tras saludar efusivamente a otro grueso correligionario, en quien luego identifiqué a Nicolás María Rivero, encaminó sus pasos hacia donde estaba yo.
—¿El señor Carmona? —preguntó, con una voz firme y un leve deje andaluz que me permitieron identificar a Manuel María Aguilar, anfitrión de aquellos señores—. Encantado de conocerle: Manolo Aguilar, a su disposición.
Mientras estrechaba su mano asentí, intrigado por las circunstancias que me habían llevado hasta allí, y que solo mi interlocutor debía conocer, aunque cada vez más me temía lo peor. Sobre todo cuando aquel hombre me invitó a pasar a otra sala, contigua al lugar de la reunión, donde alguien había dispuesto ya dos copas y una botella de brandy, junto a una bandeja de pastas.
—Tome asiento, por favor —señaló, solícito, y dio comienzo a un extraño juego de adivinanzas en el que yo no estaba demasiado dispuesto a participar—. Déjeme adivinar: ahora se preguntará usted qué motivo puede haberme movido a invitarle a mi casa, ¿es así?
—Mire, señor Aguilar —respondí, un poco seco, y no precisamente por la mala calidad del brandy o la falta de ternura de las pastas—, en realidad me hago esta pregunta desde anoche, cuando el periodista Ramírez me abordó en el Capellanes. Si alguien está interesado en verse conmigo, siempre prefiero que me cite directamente con una nota, a un día y hora concretos, y que sea franco y vaya directo al grano. Si me permite la licencia —él se limitaba a escuchar, impasible—, me deja bastante que desear su proceder. Ante todo, porque tengo la sensación de que me han estado siguiendo el rastro, como un grupo de espías aficionados, y que han aprovechado la cita para obligarme a asistir a una sesión de proselitismo demócrata; a ver si así consigo compartir sus ideas y dejar de lado los intereses de aquellos a quienes me debo, que son quienes representan el orden.
Dije esto último señalando hacia arriba, en un gesto que pretendía aleccionarlo y amedrentarlo. Conminándolo a, de una vez por todas, ser franco conmigo.
—Tiene usted toda la razón, Pedro —terció, y aquella salida, llena de franqueza, me dejó un poco descolocado—. Le debo una disculpa y he de expresarme con claridad. En primer lugar, ha de saber que en ningún momento ha sido nuestra intención espiarle con métodos heterodoxos. Simplemente, cuando tuvimos noticia de que usted estaba en Madrid, intentamos abordarle en varias ocasiones pero nos fue imposible, porque siempre tenía otros compromisos… digamos «más elevados». Por eso Félix, a quien conoció anoche, le siguió hasta el Café-Teatro en que se encontraba y le transmitió nuestro mensaje.
Parecía sincero y le di la oportunidad de seguir explicándose.
—Su fama llegó a mí a través de mis familiares de Antequera, de donde yo mismo vengo, como sabrá —asentí—. Se da la circunstancia de que, cuando usted acudió a aquel lugar a investigar el asesinato de Antonio Robledo Checa, yo también estaba en la ciudad, pero entonces no coincidimos, aunque su capacidad de resolución asombró positivamente a mi padre.
Aquello era un halago, puesto que el patriarca de los Aguilar, de quien el caballero con quien yo me entrevistaba había heredado su nombre por partida doble, había ejercido diferentes funciones importantes al servicio del Estado. Concretamente, en el periodo transcurrido entre 1840 y 1843, había desempeñado el cargo de embajador español en Lisboa. La suya era una familia fiel al progresismo y a Espartero, pero el hijo parecía haber dado un paso más allá, cruzando la línea progresista para ir a caer en brazos de la facción demócrata.
—Hace unos días, el periodista Ramírez, que trabaja para nosotros como empleado de El Siglo, se topó con usted en el Congreso y, llamándole la atención la aparición de un rostro nuevo en este momento tan poco dado a la actividad política, se informó. Este es, señor, el único acto de violación de su intimidad que hemos cometido, porque la información que hemos obtenido no será más que la que todo el mundo conocerá ya en el Congreso: usted es empleado de don Ramón Sotomayor, cuyos intereses representa, al mismo tiempo que ejerce como abogado al servicio del Partido Moderado. ¿Estoy en lo cierto?
Volví a asentir y su sonrisa se ensanchó, satisfecha. «¿Ves?», parecía decir, «seremos una facción sediciosa, pero nuestros métodos son tan eficaces como los del resto de partidos dinásticos».
—Mire, señor Carmona, yo no quiero aleccionar ni convertir a nadie al ideal de la democracia.
Como dejó pasar un rato sin hablar, quise concluir la charla:
—Entonces, don Manuel, con el debido respeto…
—Manolo, por favor —me interrumpió.
—Disculpe, caballero: prefiero llamarle por su nombre de pila y evitar familiaridades —advertí, levantando la mano para indicarle que hasta allí podía llegar—. En el fondo, formamos parte de facciones rivales.
—A eso voy, precisamente, Carmona —volvió a cortarme—. Estamos en bandos contrarios, pero por el modo en