La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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Robledo. Por eso, cuando Ramírez me contó que se hallaba usted en Madrid, me dije: he aquí un hombre capaz de anteponer sus principios a cualquier otro móvil.

      Un escalofrío me hizo estremecerme: ¡alguien que creía en mi entereza moral! Si Aguilar supiera…

      —Como acabo de decirle —prosiguió—, yo no quiero hacer prosélitos para la democracia, porque esta última convence por sí sola. No necesita de discursos rimbombantes ni efectismos para ganar adeptos, porque constituye la única causa justa en este momento en la política española. El bien del pueblo.

      Me sonreí con maldad:

      —Pero sin el pueblo… ¿no es así, señor Aguilar?

      Saltó en su asiento, como accionado por un resorte:

      —¿Qué quiere usted decir? —preguntó, airado. Temí haber ido demasiado lejos, pero tampoco era conveniente agachar la cabeza ante alguien como él, que podía cruzarse otra vez en mi camino en el futuro, y quizá en un ambiente menos cordial.

      —Don Manuel, verá —me expliqué—: desde que me manejo en estas lides, cuantos han llegado a la escena política proclamándose defensores del pueblo no han hecho sino la puñeta a este último. Entienda que, en tales circunstancias, me resulte difícil creerme que ahora la cosa va en serio.

      —He de reconocer —respondió—, que no le falta razón. El ideal democrático supone una ruptura bastante seria con cuanto hemos conocido hasta ahora. Y no le voy a engañar: mi familia es poderosa, en Antequera y fuera de ella, y sus intereses se verían perjudicados si los demócratas conseguimos lo que nos proponemos, es decir, convertir a todos los españoles en ciudadanos, en igualdad de derechos. No obstante, es difícil seguir con la espalda vuelta a la realidad de este país, señor Carmona. Las clases menesterosas necesitan medios, alguien que les defienda, tener presencia en la política… Y para ello, es fundamental que nosotros podamos acceder al poder y cambiar las cosas, desde arriba.

      Mi carcajada volvió a sobresaltarle:

      —¡Y yo que estaba preocupado porque temía que pretendían ustedes una revolución desde abajo!

      Ahora su indignación no fue tan marcada:

      —Una revolución desde abajo… —Se removió en su asiento, incómodo—. Es una de las posibilidades que manejamos, pero no es la única.

      Tal y como estaba la situación, pocas posibilidades existían de revertir el orden de cosas si no era con las turbas en las calles, como había ocurrido hasta entonces. Y aquel hombre parecía tan convencido de una solución similar como de que le sentasen en el garrote vil, solo para probar la emoción que imprime la cercanía de la muerte.

      —Si nosotros conseguimos encauzar una bullanga callejera para que el Gobierno caiga y ocupamos su lugar —fantaseó—, España verá el amanecer de una nueva era, seguro.

      Ya estaba cansado de participar en aquel diálogo de besugos, así que intenté resolver la situación:

      —¿Y qué puedo hacer yo en todo este panorama que me pinta, señor Aguilar?

      Titubeó un momento, antes de atreverse a decir:

      —Únase a nosotros.

      Tardé un largo rato en reprimir la risa, que estalló en mis bronquios y me hizo retorcerme en mi asiento, perdiendo la compostura que había intentando guardar durante tanto tiempo. Cuando por fin recuperé el resuello, vi con sorpresa que permanecía con el gesto firme: ¡atiza! Aquello había ido en serio.

      —Mire, Carmona —comenzó a decir—, no le he traído para que se ría de mí y de mis ideales delante de mis narices. Nuestra causa es noble y justa, y usted es un individuo joven, con audacia y capaz de hacer del suyo un caballo ganador, como ya ha demostrado previamente. Le propongo que funcione como nuestro asesor y que traicione a quienes le pagan. ¿Es un disparate? Por supuesto, porque le pido que juegue todo por el todo. Ahora, si sale bien y la revolución triunfa, su nombre quedará grabado en la historia de este país y en el imaginario del pueblo.

      No me contó qué ocurriría si fracasaba, pero me sabía la respuesta: él salvaría los muebles, corriendo a su pueblo natal a refugiarse bajo la fortuna de su familia, pero yo tendría que salir huyendo de Madrid y esconderme en Granada, donde nadie estaba dispuesto a apostar lo más mínimo por el hijo pródigo y el padre réprobo que había llenado de tristeza y vergüenza a dos familias.

      Hice ademán de levantarme, dando aquella farsa por concluida, pero él aún añadió, antes de dejarme ir:

      —Fuera le espera Félix. Si quiere, puede libremente acompañarle en un paseo por los bajos fondos de la ciudad. ¿Qué me dice?

      Con el sombrero en la mano y el cuerpo orientado hacia la puerta de salida, giré el cuello y le miré, con cierto desdén que no le pasó inadvertido:

      —No pierde nada por aceptar su compañía durante unas horas —dijo, indiferente—. Después puede regresar a su fonda y le prometo que no volveremos a importunarle jamás.

      Cerré la puerta y me sorprendió cómo la casa se había vaciado sin que yo me percatase de ello. Debíamos andar cerca del mediodía y fuera se oía el bullicio de las compras de Navidad. Ramírez me esperaba sentado, hojeando el Eco del Comercio, y ni siquiera hizo ademán de levantarse cuando me vio. Yo estaba resuelto a marcharme, pero aquel instinto de atracción hacia lo nuevo me hizo detenerme y decir, para mi propia sorpresa:

      —Creo que tenemos unas horas por delante para que usted me guíe por Madrid, ¿no es cierto?

      Sin mostrar la más mínima reacción a mis palabras, se levantó y me cedió el paso.

      Las dos horas que pasé en su compañía supusieron un choque frontal a mi visión del mundo e iban a transformar radicalmente mi posición en Madrid, hoy creo que para bien, aunque entonces era incapaz de valorar la situación sin otro sentimiento que el de un profundo vértigo. Semanas después tuve ocasión de conversar con Ordax Avecilla, otro de los demócratas congregados en la casa de Aguilar, quien me confesó que la intención de todos ellos había sido mostrarme lo peor de la sociedad; y vive Dios que lo consiguieron.

      De la mano de Félix Ramírez, aquel hombre que, según él me fue desvelando, constituía uno de los miembros más activos del ala radical del Partido Demócrata, recorrí el distrito de La Latina, la puerta de Toledo y el puente de mismo nombre, cruzando después a Carabanchel, al otro lado de un río cada vez más infecto por las deposiciones de los madrileños y los residuos de una incipiente industria, aún en pañales más propios de taller de artesanía. A nuestro paso, contemplamos a mujeres con cuerpo de jóvenes y cara de ancianas, resguardadas del frío por varios mantones raídos, que amamantaban a criaturas diminutas mientras recorrían la calle de casa en casa, pidiendo dinero o comida a los vecinos para poder sobrevivir la crudeza del invierno.

      Familias enteras se agolpaban a la puerta de las chozas, porque viviendas no eran muchas de ellas, y de las casuchas y chabolas donde vivían hacinadas. Los ojos de los hombres revelaban largos meses de paro forzoso, mientras sus esposas miraban al infinito con resignación y pensaban en un remedio para salir adelante un año más. En la cara de sus hijos se dibujaba el hambre y en sus cabellos bailaban los piojos, carentes como estaban de las mínimas condiciones recomendables de salubridad. De hecho, en la cabeza de alguna criatura pude ver los efectos de los eccemas provocados por la suciedad: grandes calvas donde antes había crecido el pelo sano, y ampollas y úlceras en las manos y los pies, descalzos pese al frío helado que subía desde el Manzanares.

      A lo largo del puente multitud de niños correteaban y jugaban para entretener las horas y ver pasar un día tras otro, ignorantes de que el futuro que les esperaba les llevaría a recordar, una y otra vez, aquellos días de felicidad y dicha. Días en los que el peso de la responsabilidad había recaído sobre sus mayores y ellos se limitaban a preguntar si había algo para comer. Años después, cuando ellos fuesen los nuevos padres del mañana, sentirían el dolor que entonces sus progenitores debieron soportar, cuando se sale a buscar trabajo sin fortuna y uno ha de decirle a sus vástagos que no, que hoy


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