La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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ahondando la herida que iba a dejarlo desangrado en breve, pero progresistas y demócratas se mantenían en una extraña inoperancia, a la espera de los acontecimientos. Solo echaba algo en falta: no había vuelto a ver a don Lucho Trías, aquel individuo tan curioso a quien me había prometido frecuentar lo más posible, pues de sus sienes salían siempre grandes juicios, que raras veces parecían separarse de la realidad nacional.

      Entonces vinieron los cambios, si bien es cierto que se fueron produciendo de manera paulatina. Una tarde había estado intercambiando impresiones con Antonio Castillo, mientras transitábamos como dos individuos corrientes por la Ribera de Curtidores, admirando los escaparates adornados para Navidad, cuando mi amigo resolvió:

      —Oye Pedro, me gustaría presentarte a mi mujer —lo dijo así, con la naturalidad que le caracterizaba, pero la noticia, no por imprevista, me cogió de sopetón—. ¿Te apetece venirte conmigo al Capellanes, para verla esta noche?

      Como decía, aquello no era imprevisto en absoluto: Antonio se contaba entre mis mejores amigos, detentando el liderazgo de esta categoría en exclusividad. Por consiguiente, era lógico que me quisiera hacer partícipe de su vida privada y no lo podía culpar por ello. No obstante, se me hacía extraño dar aquel paso: en primer lugar, porque su felicidad conyugal, de la que no paraba de hablar, me recordaba la soledad de mis días; después, porque los actos sociales y el ambiente de los cafés-teatro nunca me había resultado atractivo; y por último, y no por ello menos importante, porque intuía un brillo en sus ojos que daba a entender que aquel hombre buscaba, de un modo u otro, mi aprobación a su matrimonio. Algo así como mi bendición a la vida construida sobre el recuerdo y la tumba de Milagros… y aquello suponía demasiada responsabilidad para mí.

      Pese a mis reparos, no supe negarme y me vi de bruces en una de las mesas reservadas del lugar. Ha de reconocerse que el Café-Teatro Capellanes tenía peor prensa de lo que su ambiente transpiraba: todos los concurrentes habían acudido a pasar un buen rato, disfrutando el ambiente de francachela entre amigos y asistiendo a los espectáculos, más o menos subidos de tono, que se iban sucediendo en el escenario. Esperanza, que así se llamaba la esposa de Antonio, había actuado poco después de la hora de cenar, y el suyo no había sido un show picante, ni mucho menos, pues todo el mundo conocía su condición de casada. Lo suyo era la canción, para la cual estaba dotada de una voz dulce y aterciopelada, acompañada por un ciego pianista que alzaba la cabeza hacia el infinito, intuyendo con el resto de sus vivos sentidos los compases de la melodía que habría de interpretar.

      Esperanza era alta y bien formada, de hombros rectos y una mirada a medio camino entre la inteligencia y la diversión, claro que las dos no tienen porqué estar necesariamente reñidas. Apretó mi mano con decisión cuando Antonio nos presentó y después, tímida, se acercó a darme dos besos de despedida, cuando ambos se marcharon. Quizá porque la atmósfera de aquel sitio me inspiraba cierta tendencia a la ociosidad, o quizá porque suponía un contraste demasiado grande con el silencio de mi cuarto en La Vizcaína, les despedí pero decidí quedarme allí un rato. Incluso es posible, aunque soy incapaz de recordarlo ahora, que mi instinto sexual se hubiese despertado y buscase alguna compañía femenina con la que transcurrir la noche, previa a aquella otra, siglos ha, en que una estrella fugaz había llevado a tres magos de Oriente ante el pesebre de Jesús de Nazaret.

      Fue entonces cuando lo vi aproximarse, casual, entre la multitud. El individuo, cuya indumentaria contrastaba con la distinción del resto de concurrentes, no me miraba a mí: clavaba sus ojos en la silla libre a mi lado. Probablemente una inseguridad crónica en sí mismo le llevaba a preguntarse si sería tan afortunado como para que aquel puesto siguiese libre cuando él llegase a mi altura. De manera cómica, difícil de describir, siguió con la mirada fija en aquella pieza de mobiliario hasta que su cuerpo se topó con una de las patas de mi mesa. Solo entonces, despegó su mirada de ambos enseres y la enfocó en mí, sonriente e inseguro:

      —Disculpe, caballero. —La gravedad de su timbre contrastaba con toda su persona—. ¿Le molesta que le acompañe un momento?

      Así, a simple vista, no tendría arriba de veinticinco años y todavía en su rostro había algún vestigio de acné juvenil, que quizá revelaba su corta edad, o algún tipo de infección cutánea. Lo que más sorprendía era el brillo de sus ojos, que denotaban una seguridad en fuerte contraste con su aparente inseguridad externa. Me caía simpático aquel hombre, pero al mismo tiempo algo en el extremo de mi cerebro disparó la voz de alarma: «cuidado, Pedro», parecía oír a mi subconsciente, «este es el tipo de personas que te suele complicar la vida». Pese a todo, lo invité con un gesto de la mano:

      —En absoluto, joven. —Le había llamado «joven», ganando de pronto conciencia sobre el hecho de que no nos consideraba a él y a mí dentro de la misma franja de edad—. No creo conocerle, no obstante. ¿A quién tengo el honor de saludar?

      —Mi nombre es Félix Ramírez —se apresuró a responder—. Disculpe mi atrevimiento por venir a saludarle sin conocerle, pero hace unos días que quería trabar conocimiento con usted.

      Aquello llamó mi atención, porque buen fisionomista como suelo ser, no recordaba haber visto su rostro, que a nadie dejaba indiferente, en el pasado.

      —Yo soy Pedro Carmona, señor Ramírez —respondí, y me apresuré a hacerle partícipe de mi extrañeza—. ¿Nos hemos cruzado previamente, acaso?

      Se sonrió.

      —La verdad es que solo a medias.

      Debió encontrar divertida mi falta de comprensión sobre sus palabras, porque sonrió aún más ampliamente.

      —Verá, don Pedro —empezó a explicarse—, desde hace varias semanas me ocupo de hacer la crónica política para El Siglo, el periódico del Partido Progresista. A mí me emplearon los progresistas, pero en realidad funciono como portavoz en la prensa para el Partido Demócrata. Suelo ir con cierta frecuencia al Congreso y, cuando me topé con usted, llamó mi atención.

      Con un gesto de la mano, atraje a uno de los mozos del café para que nos sirviese bebida a mi improvisado interlocutor y a mí mismo, pero él me detuvo con un gesto amable:

      —No se moleste, señor, pues no vengo a ofrecerle mi compañía, sino a contarle la circunstancia que me trae ante usted. —Tras observarlo de hito en hito, asentí para invitarle a seguir adelante—. Como le digo, llamó mi atención, no por nada en especial, sino porque el suyo no se contaba entre los rostros que yo solía observar a diario en aquella casa. Preguntando aquí y allá, supe que trabaja al servicio del Partido Moderado, pero le he visto hablar con diferentes personajes de diversas corrientes. Eso me hace observarle con curiosidad, porque pocos son los correligionarios de usted que están dispuestos a conocer al adversario y conversar con él. Por este motivo, permítame que me tome la libertad de invitarle a la reunión demócrata que tendrá lugar mañana, en el domicilio particular de un miembro de nuestra facción: Manuel María Aguilar, hijo.

      Esto era inesperado, porque llevaba oyendo hablar del gran Manuel María Aguilar desde mi llegada a Madrid, pero aquel que se ofrecían a presentarme no era el susodicho, sino su hijo. Luego pude saber que el padre se había retirado a ocuparse de unos negocios en Andalucía y que, en su ausencia, era su primogénito el que hablaba y actuaba en su nombre.

      Poco después de haberme transmitido su invitación me dejó con mis cavilaciones. No cabía duda de que iba a recoger el guante, pero debía pensar sobre la manera de encarar la situación. ¿Por qué querían los demócratas que yo asistiese a su reunión? Independientemente de la calidad de mi informante, él jamás se habría acercado a mí si no le hubiesen transmitido tal directriz los dirigentes de su partido. ¿Quién deseaba verme? Y también albergaba otra duda, no menos importante: ¿había de confiar la invitación a Antonio Castillo? Pasadas las horas, mientras recorría en soledad las calles amplias y silenciosas camino de mi fonda, dejé sin resolver la primera pregunta, pero la segunda sí que había quedado respondida: de momento, Antonio Castillo quedaría al margen de aquel dato, así como mis jefes moderados.

      Al día siguiente, con pocas horas de sueño en mis alforjas pero el entusiasmo de otras épocas de mi vida, propio de quien afronta lo desconocido, me dirigí hacia


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