La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
a que tuviese a bien prestarme atención. Entonces, cuando concluyó, aún consultó su reloj de cadena, y el gesto que esbozó tras comprobarlo me hizo entender que me iba a despachar pronto. Entonces, solo entonces, me miró desde sus ojos achinados y oscuros, con una expresión neutra que hacía imposible prever cualquier reacción o iniciativa por su parte. Iba a hablar yo, cuando por fin él se avino a dar comienzo a la conversación:
—Así que llega usted de Granada, ¿verdad?
Había hastío en su voz, y yo podía entender que hasta cierto punto estuviese cansado de recibir un día tras otro a personas a quienes desconocía, pero que esperaban de él algún favor, alguna orden… lo que fuese. Ahora bien, esa situación iba en el haber del cargo que había aceptado, y no le daba derecho a menospreciarme de aquella forma.
—Sí señor —respondí, adoptando también una postura digna, para sentar las bases de un diálogo que, o se fundaba sobre el respeto mutuo, o iba a envararse por las dos partes. Dos no discuten si uno no quiere…
Sopesó mi breve respuesta.
—¿Y viene usted como secretario personal de Moncho Sotomayor, cierto? —Asentí—. ¿Por qué necesita Sotomayor alguien que le asista, si hasta ahora se ha valido por sí mismo?
La pregunta estaba llena de bilis. Aquel individuo, como me había anticipado Cánovas, era un necio. Solo alguien privado de todo sentido común podía hacer una pregunta tan poco procedente en un contexto tan delicado como el que vivía España. Pero, por raros azares de la vida, estaba en un puesto en el que tenía mucho poder, demasiado para alguien de tan cortas entendederas; y se veía a la legua que el cargo le quedaba grande, aunque él intentaba aparentar que le venía como un guante.
—Verá, señor presidente —me dispuse a explicarme, sin dejarme amilanar por su tono—: como usted mismo sabrá, la situación del país ahora mismo es especialmente crítica, porque los sediciosos amenazan la estabilidad del Gobierno que usted preside con muy buen criterio.
Comenzó a observarme muy serio, pero esta última frase fue directa a su ego, que le hizo sonreír ante alguien que reconocía, debía pensar él, su evidente talento.
—Por tanto —proseguí—, el hecho de que don Ramón me haya convocado no significa que ni sus colaboradores ni usted carezcan de facultades más que suficientes para afrontar la situación. En el fondo, la habilidad de sus hombres y de usted es la mejor muestra de su buen hacer al frente de la patria.
Iba a ganar el premio nacional a la adulación descarada, pero alguien tan zafio como aquel ser no merecía de mi parte más que el babeo con que le estaba obsequiando, que habría asqueado a O’Donnell e incluso a Narváez, cualquiera de ellos con mayor tino que quien gobernaba el timón español.
—Pero habrá de convenir conmigo, señor, —le miraba directo a los ojos, y en algún momento comprobé, satisfecho, que se turbaba y debía desviar la mirada— en que circunstancias como la presente obligan a disponer de todos los recursos posibles para afrontar la amenaza revolucionaria. Ese es el motivo que me ha traído hasta aquí, don Luis.
Le llamé por su nombre para apelar a lo que de humano había en él, por encima de su zafiedad. También encajó bien el golpe.
—De modo que en Madrid me encuentro, a su entera disposición, para seguir de cerca a su Gobierno y asesorarle en todo cuanto precise. Además —quise arriesgarme, para que se percatase de que ante sí no tenía a un tonto como él—, soy consciente de que usted puede estimar necesario que les auxilie «controlando» a los grupos demócratas que se hacen eco del clamor popular. En ese caso, no dude de que también le ofreceré presto mis servicios.
Callé, observando cómo mi verbo audaz y mi perspicacia le habían dejado fuera de juego. Ante sí, aquel hombre tenía a alguien que había mirado bajo el faldón de la marioneta para descubrir los alambres que le imprimían vida solo artificialmente, gracias al ágil manejo de otro mucho más avispado que él. Por tanto, debía ser consciente de que más le convenía tenerme a su favor que en su contra.
—Entiendo —fue lo único que acertó a decir, mientras yo me repetía: «no, no entiendes un carajo, no me mientas».
Dejó pasar un segundo hasta que me comunicó su disposición:
—Agradezco su presencia en la Corte y le pongo bajo el mando directo del señor Sotomayor, don…
—Pedro —me apresuré a aclarar. Dios mío, ni mi nombre había memorizado.
—Eso, don Pedro —corrigió, ruborizándose por su torpeza—. En todo momento reportará usted ante el propio Moncho y, cuando requiera un informe por su parte, le exigiré que me presente cumplida cuenta de cuanto avanza en sus tareas.
Asentí, sin añadir ni una frase que pudiese hacer más leña de aquel árbol caído.
—Puede retirarse —dijo, impasible, mientras regresaba a su labor de firma de documentos.
Me fui de allí mucho más aliviado de lo que había esperado aquella mañana, antes de llegar al salón de audiencias. Madre del amor hermoso, iba cavilando, qué triste país es este que se ve en manos de una reina ninfómana y un presidente estúpido. Justo en el umbral del edificio del Congreso, tropecé, literalmente, con un individuo la mar de curioso. Aquel hombre era delgado, de baja estatura, y de su nariz pendían unos quevedos de gruesos cristales, los cuales denunciaban una miopía galopante que él acentuaba entornando los ojos para distinguir los rasgos de su interlocutor. Pesaroso por haber podido lastimarle cuando le había arrollado, perdido como estaba en mis pensamientos, quise disculparme, pero me dispensó de hacerlo alzando la mano, benevolente:
—No se preocupe, señor Carmona. —Otro que sabía mi nombre antes de que yo me presentase—. En estos días todos andamos apresurados. ¿Viene usted de despachar con el presidente?
No tenía tiempo para recapacitar sobre la fuente de donde aquel individuo había extraído mi identidad y el motivo de mi presencia allí, de modo que asentí, delatándome de manera inconsciente.
—Sí, así es, señor…
—Lucho —respondió, sin perder la sonrisa—, Lucho Trías Aita. Encantado de saludarle. Soy cronista político para la prensa extranjera y tendré mucho gusto en hablar con usted en otra ocasión con más detenimiento, si me brinda un hueco en su apretada agenda.
—Por supuesto —me apresuré a decir, agradecido por el buen tono con que había encajado el accidente que acababa de tener con él—. Estoy seguro de que en los próximos meses no faltará un momento para poder conocer la vida parlamentaria de primera mano por su parte, si lo tiene a bien, señor Trías.
Aceptó mi cumplido con una inclinación de cabeza y, antes de marcharse, advirtió:
—Muchas gracias, pero me temo, querido don Pedro, —comenzaba a subir ya hacia el interior del edificio— que si algo va a faltar en los próximos meses es tiempo. ¡La revolución nos va a tener demasiado atareados!
—Bueno… —objeté, levemente descolocado por su fatalismo—. El Ejecutivo frenará eficazmente cualquier conato…
Alzó la mano, esta vez para conminarme a guardar silencio y oír sus palabras:
—Nunca se sabe, amigo… —Y se dio media vuelta, mientras, ya de espaldas, para sí, seguía repitiendo, a media voz: «nunca se sabe».
La mañana había traído consigo suficientes novedades para que desterrase cualquier deseo de recorrer las calles de Madrid con la caída de la tarde y me entregase al trabajo. Así pues, comí en La Vizcaína, algo que no iba a ser muy frecuente en adelante, manteniendo el equilibrio alimenticio que me había prometido al amanecer de aquel mismo día. Tras una breve siesta, con la cabeza despejada, comencé a cavilar sobre mis siguientes pasos. Intuyendo que un diario personal me iba a ayudar a ordenar mis pensamientos, comencé a escribir, a la luz del candil que iluminaba la estancia mientras el sol comenzaba a ponerse:
Diario de Pedro Carmona – 15 de diciembre de 1853.
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