La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
permanecía con los ojos fijos en mí.
—Necesité dos días para ventilar la habitación y eliminar aquella pestilencia, que todavía me acompaña en algunas noches de pesadilla. —Ahora le señalaba con un índice acusador—. Hasta imaginé una y mil veces la escena que nunca pude presenciar: a ti escribiendo, sereno, el testamento que leí en la soledad del cuarto que había sido tuyo; levantándote luego para recoger el revólver, previamente cargado, y accionar el gatillo sobre tu cabeza.
Padeció un escalofrío, que me agradó, porque me complacía hacerle partícipe de mi sufrimiento durante aquellos días.
—Todo aquello, ¿para qué?
Pasaron los minutos sin que fuese capaz de responder. Permanecía sentado, pero ahora apoyaba los codos sobre las rodillas, y la frente sobre sus manos, inclinado hacia delante y mirando el suelo fijamente. Daba la sensación de querer buscar una respuesta en las losas que cubrían el solar del cuartucho, pero mucho me temía que sus intentos iban a ser infructuosos.
Sin poder desterrar aquel sentimiento de traición, exhalé un profundo suspiro y me dispuse a levantarme de la cama. Las fuerzas me abandonaron cuando clavé los pies en la tierra, y debí aguantar el equilibrio apoyando la mano derecha en el colchón, antes de conseguir que el mundo dejase de girar a mi alrededor. Entonces fue cuando Antonio se dispuso a hablar:
—Para llegar al fondo de la verdad.
Creí ser aún objeto de algún tipo de delirio, pues, en mis cortas entendederas, todo aquel circo de años me parecía la manera más alejada de llegar a la verdad que el cerebro humano pudiese concebir.
—¿Cómo dices?
Ahora sí que sonrió, sin disimular, y adoptó aquel mismo ademán benévolo que solía usar cuando iba a explicarme algo con detenimiento. Aquella escena me trasladó al casino de Antequera, en la ocasión en que el inspector se dispuso a describir la flor y nata de la sociedad local, sin moverse de su sitio, mientras yo asistía embobado a aquella disección del espíritu de la época:
—Pedro, quizá ahora sientas todo el deseo del mundo de golpearme con fuerza, de escupirme incluso, y marcharte de aquí, dejándome fuera de tu vida para siempre.
No me costó lo más mínimo asentir ante su sugerencia, que se parecía mucho al pensamiento que había cruzado mi mente en más de una ocasión en la última hora.
—Ahora bien —siguió—, si algo merezco es, por lo menos, que me escuches. Después —advirtió—, puedes propinarme cuantos golpes desees y tomar la decisión que te dé la gana.
Algo me hacía prever que lo que me tenía que decir merecía la pena oírse, así que no pude más que reprimir mis deseos de liberar la rabia contenida y encogerme de hombros, sin desterrar mi expresión de hastío:
—De acuerdo, lo haremos a tu manera una vez más.
Debió divertirle esta última observación, porque volvió a sonreír antes de iniciar su relato:
—Soy perfectamente consciente de lo mal que lo pasaste, créeme —comenzó, de forma no demasiado original—, pero era imposible buscar otra salida posible. La muerte de Mila fue una llamada de atención: ella no tenía nada que ver en todo aquello, pero era el punto de presión para llegar hasta mí. Y cuando reconocí el cadáver aquella mañana, supe que mi vida corría serio peligro.
»Tampoco precisé pensar mucho para intuir de dónde venía aquel golpe: solo alguien en la aristocracia antequerana era capaz de actuar con tal falta de escrúpulos, y ese alguien era el marqués de la Peña de los Enamorados. Por supuesto, estaba muy lejos de sospechar que hubiese sido él mismo, en persona, quien había perpetrado el crimen, pero el asesinato llevaba su firma. Como además tuviste ocasión de comprobar en la conversación que mantuvimos con él, en el palacio, aquel individuo no me profesaba precisamente cariño, de modo que no tuve más que sumar dos y dos para intuir cuál iba a ser mi final.
»He de reconocer, sin embargo y en honor a la verdad, que ahí el de Rojas anduvo listo y con cierta elegancia, salvando la gravedad del caso. Su advertencia era un modo de decirme: «si siques husmeando, el próximo vas a ser tú». Y ni siquiera tuve tiempo de rendir luto por mi amada, ya que debí actuar con presteza para huir de la ciudad cuanto antes. El primer paso debía ser aparentar, ante todos, que el crimen me había dejado fuera de mis casillas y me había convertido en alguien totalmente fuera de control. Aquí, la víctima propiciatoria fuiste tú: solo encerrando a mi mejor amigo en la cárcel podría sembrar las dudas sobre mi sano juicio y, al mismo tiempo, proporcionarte la protección que necesitabas, bajo custodia, para salvar el pellejo en las horas críticas, inmediatas al crimen, cuando el marqués aún estaría sediento de sangre.
»A continuación, cuando te dejé encerrado, hice llamar al doctor Rambla. Ya sabes que siempre he valorado mucho su opinión, dado que era una de las personas más rectas de la ciudad. De hecho, recientemente tuve noticia de su muerte y mandé mi pésame a la viuda, que como él, conocía el plan desde el principio. Don Joaquín me había visto crecer en la profesión, desde que en la década de 1830 yo había comenzado a ejercer, haciendo frente, ni más ni menos, que al asesino en serie que había sembrado el pánico entre los antequeranos en plena invasión carlista. Me tenía simpatía, porque conocía de mi abnegación y mi capacidad para crecerme ante la adversidad. Por eso, se avino a colaborar.
»Gracias a su profesión, conoce drogas capaces de adormecer el sistema nervioso e incluso paralizar la circulación durante unas horas, dando la apariencia de que el individuo que está bajo sus efectos ha fallecido. Ese fue mi artificio: provisto de una pistola de fogueo, que me fabricó un buen maestro armero del norte durante los años de la Guerra Carlista, me encerré en mi habitación. Preparé el arma, teñí la sien de rojo con tinte natural comprado en una de las tiendas de la Alameda, y que eran de gran utilidad en mis tareas de investigación criminal, e ingerí la sustancia.
»Prevenido sobre la rapidez de sus efectos, bajé a mi despacho, apreté el gatillo y caí inconsciente. A partir de aquel momento, conozco lo sucedido solo indirectamente, a través del relato del propio médico. Como mi personal de servicio sabía de mi predilección por el facultativo y la amistad que nos unía, se aprestó a llamarlo para que intentase ayudarme. Evidentemente, don Joaquín continuó la farsa y se limitó a levantar acta de la muerte en presencia de otros funcionarios de Policía. Dispuso el traslado inmediato de mi cuerpo a la morgue, y allí comprobó, hasta tu llegada y la de Álvaro Pedraza, que mis constantes vitales se iban recuperando lentamente y que nada hacía temer por mi vida; dicho de otro modo, que no se me había ido la mano con la sustancia en cuestión.
»Desperté aquella misma madrugada, mientras él velaba mi sueño pausado. Entonces convinimos a la sustitución de mi cuerpo por otro para el sepelio, y yo partí raudo hacia Fuente de Piedra, un pueblo en las cercanías de Antequera, en un coche de caballos prestado por el conde de la Camorra. Allí pasé varias semanas y, cuando conocí tu regreso a Granada, organicé mis cosas y marché a Madrid. Esa es toda la historia.
«Esa es toda la historia», había dicho, como si todo aquello que acababa de contar fuese poco. Si creía que me iba a conformar con aquella información, iba listo.
—Aguarda, aguarda —le impelí—. Aquí quedan muchos cabos sueltos y lo sabes. Primero, ¿cómo que sustituiste tu cuerpo en el ataúd? ¿Quieres decir que se enterró otro cadáver?
Guardó silencio, para mi desesperación:
—Antonio —susurré entre dientes, apretando los puños—, si aún quieres conservar intactas tus posibilidades de salir de aquí sin que te patee el culo, no me chotees, por amor de Dios. Ahora no.
Meditó un momento, antes de aclarar:
—Mira, Pedro —su tono era de ofuscación: no le hacía la menor gracia realizar aquella confesión—, en 1837 me tocó a mí encubrir un crimen, ¿sabes? Más o menos como hiciste tú con tu querida Teresa Robledo. Entonces —prosiguió—, quienes estaban por encima de mí me ordenaron guardar silencio —el recuerdo aún le amargaba—. E incluso cuando quise pedir consuelo