La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
sentado en una de las sillas de aquel habitáculo, entretenido en leer el número de La Época del día anterior, así como la publicación más reciente de la Gaceta de Madrid. Apenas habían transcurrido diez minutos en este quehacer cuando la puerta de Presidencia se abrió bruscamente y de ella salió bufando un individuo de estatura media. Cuando lo vieron, los demás dejaron cuanto estaban haciendo para decir, al unísono, como si lo hubiesen ensayado, «Buenos días, don Antonio». El interpelado oteó el horizonte y emitió un gruñido, sin más, dispuesto a largarse con viento fresco. Me sentí torpe porque había sido el único que no le había saludado, y mi desazón se tornó en pánico cuando detuvo su torcida mirada en mí; y digo torcida no por las aviesas intenciones que pudiese albergar en mi contra, sino porque aquel caballero, con todos mis respetos, era bizco.
Deseoso quizá de ocultar su defecto, entornó los ojos y me escrutó durante un largo rato, mientras los demás se percataban de la escena y aguardaban, tensos la mayoría, mientras otros optaban por aparentar que seguían leyendo prensa, con el rabillo del ojo puesto en el relámpago que se cruzaba entre aquel hombre y yo mismo. Sin ánimo alguno de ofrecer un blanco fácil a aquel individuo, decidí aprovechar el trance para recorrer su fisonomía: su rostro, más allá del defecto visual reseñado, reflejaba inteligencia y gravedad, a la que contribuían un bigote y una mosca bajo el labio inferior que comenzaban a encanecer, fruto, probablemente, de la tensión de aquellos días. Su constitución no era obesa, sino fuerte, en el más amplio sentido de la palabra: aquel hombre comía bien, pero su cuerpo entero revelaba una fortaleza que invitaba a eludir cualquier duelo físico contra él, pues todo parecía indicar que las posibilidades de salir airoso eran bastante reducidas. Y, por último, su modo de vestir revelaba buen gusto sin ostentación: una de las grandes virtudes de los hombres de una pieza.
Absorto como había estado en su contemplación, e hipnotizado por su mirada, no me percaté de que él había comenzado a caminar en mi dirección. Cuando quise darme cuenta, se encontraba ya ante mí y me miraba desde arriba. Me apresuré a corregir mi posición de inferioridad apartando los diarios a un lado e incorporándome, para dejar patente tanto mi superior estatura como mi intención de presentarme ante quienquiera que fuese aquel personaje. Entonces, para mi sorpresa, comenzó a esbozar una simpática sonrisa, que borró de su rostro el sofoco que parecía azorarlo cuando salía de su audiencia con el presidente. Me tendió la mano y comencé a comprender cuando oí sus primeras palabras:
—Buenos días —pronunció, con un deje andaluz propio de la costa malagueña—, supongo que usted es el licenciado Pedro Carmona, ¿verdad?
Alguien había hecho su trabajo muy bien, porque de otro modo era incapaz de explicarme cómo así, a simple vista, aquel señor había sido capaz de identificarme sin margen de error. Afortunadamente, no era yo el único asombrado, dado que el resto de «convidados» a aquel encuentro comenzaba a tornar su pasmo en envidia: puede que el presidente les recibiese antes a ellos que a mí, pero aquella persona que ahora hablaba conmigo, y que tan importante parecía ser, me había reconocido y se había aprestado a saludarme.
—S… sí, yo soy Pedro Carmona, para servirle —acerté a balbucir—. Disculpe que no tenga el placer de conocerle para poder corresponder debidamente a su presentación, señor…
La primera respuesta que recibí fue una risa contenida, satisfecha por el efecto de asombro que el individuo había operado en mí. Rápidamente disolvió cualquier duda sobre sus intenciones propinándome un apretón de manos y una palmada en el hombro.
—¡No tiene nada de qué preocuparse, amigo! —Su acento se relajaba mucho más cuando intentaba ser cordial—. Antonio Cánovas del Castillo, andaluz, como usted, y servidor del actual Gobierno de España, como espero que usted también lo acabe siendo.
Ahora todo quedaba claro: Cánovas era uno de los personajes de mayor prestigio en la España del momento. Quizá aún no pudiese contarse entre los políticos más destacados del país, pero sí representaba esa generación que comenzaba a abrirse paso en las intrigas de la Corte y que, un día no muy lejano, estaba llamada a dirigir nuestros destinos. En aquel momento, cuando nuestros caminos se cruzaron, militaba en las filas moderadas y actuaba al servicio de general O’Donnell, pero más adelante su estrella ascendería de manera imparable. Llamó poderosamente mi atención la convicción con que había pronunciado su adhesión al Ejecutivo, pero con tiempo, aquella misma mañana yo acabaría comprendiendo la naturaleza de su pública alocución, en una sala de espera llena de oídos indiscretos.
—Don Antonio, disculpe mi torpeza —respondí, ahora ya más calmado—. Es un placer conocerle. Supongo que don Ramón Sotomayor le habrá puesto en antecedentes de mi llegada…
Fue a decir algo, pero miró en torno nuestro y decidió callar. En lugar de aquel pensamiento que había estado a punto de delatarle, me hizo una proposición:
—¿Aceptaría una invitación a tomar un café, señor Carmona? —Su tono seguía siendo amistoso—. Así, concediéndome su compañía, seré yo quien tenga ocasión de compensarle por la confusión en que le he sumido durante un momento, atreviéndome a dirigirme a usted sin previa presentación.
Nada me apetecía más que poder hablar con aquel hombre, que contemplaba el panorama español desde una perspectiva más joven, alejada de la visión arcaica de los espadones que campaban a sus anchas por las dependencias privadas de la reina. Sin embargo, pesaba en mí la obligación de mantenerme a la espera de mi recepción por el presidente, y así se lo hice saber:
—Lo lamento, don Antonio, pero tengo audiencia con el conde de San Luis.
Una mirada sombría cruzó su rostro durante una breve fracción de segundo, pero se repuso con tal rapidez que llegué a pensar que aquella nube no había sido sino una ensoñación mía.
—Pedro, ya sé que tiene usted audiencia con don Luis —aclaró—, pero estos caballeros le preceden, y me parece que los asuntos que les convocan junto al presidente serán tan graves como aquellos que a usted mismo le ocupan.
Los asistentes asentían tímidamente en silencio, debatiéndose entre la satisfacción por aquella deferencia de Cánovas hacia ellos y el resentimiento hacia mí, un recién llegado, jamás visto hasta entonces en los pasillos del Congreso, que de pronto se colgaba del brazo de aquel prohombre malagueño.
—Si me permite la osadía —prosiguió—, es muy probable que no se le reciba hasta poco antes de la hora de la comida. Como verá —se abrió de brazos, intentando imprimir fatalidad a su razonamiento— no queda más remedio que esperar. Y usted decidirá cómo lo hace: si aquí, matando los minutos con nuestra acertada prensa nacional, —señaló La Época mientras decía esto último— o acompañando a este paisano suyo, si me concede el apelativo.
Lo cierto era que me agradaba codearme con otro hijo de la tierra de Tartesso, y además su alegato parecía impecable. Por tanto, tras una breve cavilación, respondí:
—Acepto gustoso su amable invitación.
—¡Entonces ya está todo dicho! —Me agarró del brazo y me marcó el camino hacia el exterior—. ¡Señores, buenos días!
Gritó, sin detenerse a oír la respuesta que, al unísono, todos aquellos individuos corearon a nuestra espalda. Esta es, cavilaba yo mientras proseguíamos nuestro camino hacia la calle, la diferencia entre el poder y la ausencia del mismo: el poderoso sabe lo que puede esperar y no duda de que lo obtendrá, mientras que quienes carecemos de él no solo ignoramos lo que será de nosotros, sino que además nos enfrentamos a que, llegado el día de necesidad, nuestros semejantes nos escatimen hasta el saludo.
Apenas tardamos cinco minutos en llegar hasta el casino. He de rendir honor a la verdad y decir que nuestra conversación no fue demasiado extensa, pero sí la mar de fructífera para ambas partes. Cánovas se manejaba con franqueza y eso era algo muy de agradecer en un ambiente donde todo el mundo parecía hablar siempre con sobreentendidos y frases crípticas. Desde el principio quedó clara su intención de conocer, simplemente, si yo había comprendido bien las instrucciones que se me habían dictado de parte del general O’Donnell.
—Estimado