La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa
—preguntó el general, que para mí sí que lo era, y mucho, mientras las ideas y las preguntas brincaban de un lado a otro de mi cabeza.
—No he podido aún —respondió el hombretón, excusándose—. Son diez años sin vernos y hemos estado poniéndonos al día.
Don Ramón no me miró cuando pronunció esta última frase, pero tampoco hacía falta: había ironía y reproche. Me soltaba una bofetada sin mano: «si creías que ibas a trabajar para mí, te has equivocado bastante; y si pensabas que te tenía reservado un trabajo menor y que no te iba a recompensar por tus servicios anteriores, más te vale ir pensando ya en una excusa». Yo imaginaba que él iba meditando todo esto sobre mi persona, y que en algún momento tendría ocasión de decírmelo a la cara, mientras mi figura se empequeñecía ante las onzas de carne que conformaban su imponente imagen.
Suspiró O’Donnell, no supe bien si por la impaciencia o por condescendencia hacia su amigo, que solo entonces se giró en mi dirección:
—Pedro, se acercan tiempos muy complicados y te necesitamos —no me pasó desapercibido el tuteo, pero como no era la primera, ni intuía que tampoco sería la última, sorpresa que recibía, preferí dejarlo correr—. Este régimen hace aguas por todas partes y el Gobierno es demasiado débil para evitar que el barco se hunda. Nosotros aguardamos el momento para actuar: se avecina una nueva revolución.
La confesión me cogió totalmente por sorpresa.
—El Partido Moderado está deshecho. El general Narváez —se removió O’Donnell en el asiento, incómodo, cuando escuchó aquel nombre— se ha encargado de ir disecándolo poco a poco, confundiendo su interés personal con el de las filas de la moderación, entre las que se cuentan muchos disidentes.
—Como yo mismo —interrumpió O’Donnell.
—Como nosotros —le corrigió Sotomayor, en un gesto de arrojo que el otro acogió con condescendencia, agradeciendo el apoyo manifiesto ante terceros—. Al igual que ha ocurrido en ocasiones anteriores, esta revolución traerá consigo juntas, gente en la calle, reivindicaciones avanzadas, incluso radicales… Y como siempre, se precisará a individuos para contener el empuje del pueblo y encauzar la situación, evitando que el país se desmadre.
—Ya veo —solo entonces me atreví a hablar, pero me resistía a permanecer callado y manso cual cordero lechal. Por muy influyente que fuese el hombre ante quien me hallaba sentado, él también debía saber que mi precio no sobrepasaba según qué límites—. Me alegra constatar que en este país no se pierden las buenas costumbres.
Cruce de miradas entre O’Donnell, pidiendo explicaciones a don Ramón por la salida de tono de aquel mequetrefe (el mequetrefe era yo), y gesto tranquilizador de mi antiguo jefe.
—Carmona, en esta ocasión hay una diferencia —quien se dirigía a mí era el propio general—. ¿Está usted al tanto del discurrir del escenario político español en los últimos años?
Asentí.
—Sabrás entonces —retomó don Ramón el hilo—, que en 1849 saltó a la palestra una nueva fuerza: el Partido Demócrata Español.
Lo sabía yo y lo sabía toda España. Ese había sido el eco de la Revolución Francesa de 1848 de este lado de los Pirineos.
—Los demócratas presionan desde su posición para que el régimen caiga, los progresistas desde el suyo, y nosotros, los moderados disidentes, desde el nuestro, que no es otro que desde dentro del propio Ejecutivo.
Hablando en plata, había una conspiración en ciernes: silenciosa, como todas las que se habían sucedido durante el reinado de Isabel II. Pero conspiración al fin y al cabo, tramada por los de arriba para cambiar el collar al perro, aunque el can siguiese siendo el mismo de siempre.
Ni O’Donnell ni Sotomayor añadían nada más, de modo que creí obligado intervenir:
—¿Qué puedo hacer yo? —pregunté, temeroso de la respuesta que pudiese llegarme de cualquiera de los dos.
Ahora fue don Ramón quien escrutó los ojos del general, cediéndole el testigo. Así fue como el senador me comunicó mi misión:
—Don Pedro —comenzó, grave, pero sin perder la sonrisa—, oficialmente va a ejercer su carrera de letrado al servicio del Partido Moderado, aunque siempre cerca de la facción que representa mis intereses dentro del mismo. Es decir, manténgase alejado de los círculos del general Narváez, por un lado, y del presidente del Gobierno, el conde de San Luis, por otro, aunque a este último deberá rendirle cuentas de vez en cuando. Nos asesorará legalmente y asistirá a las sesiones de Cortes que se celebren en adelante, si es que se celebra alguna.
»Esta será su rutina diaria, pero su verdadera misión, lo que nos ha llevado a traerle aquí, es una labor de observación: muévase entre los círculos demócratas y vigile sus pasos. Gánese la confianza de los principales prohombres del partido, conozca sus planes, e infórmenos puntualmente. Necesitamos saber qué pasos van a seguir cuando estalle la revolución, para atajar cuanto antes cualquier conato de radicalismo y reconducir la situación conforme a los intereses de la élite a la que pertenecemos. ¿Le queda claro?
No salía de mi asombro.
—Es decir —concluí—, que me piden ustedes que sea su espía entre las filas enemigas. ¿Es eso?
Tos nerviosa de O’Donnell, mientras Sotomayor salía en su auxilio:
—Observador, Pedro —puntualizó—. Ellos van a saber en todo momento que eres de los nuestros y tú te presentarás como colaborador para preparar la revolución. Tu juego será limpio y conocerán tu identidad. Ahora bien, cuando observes algún elemento disolvente, infórmanos inmediatamente para neutralizarlo antes de la hora marcada para el estallido.
—¿Neutralizarlo? —inquirí, abriendo mucho los ojos y fulminando con la mirada a don Ramón, que parecía pasarse por el arco del triunfo mis exigencias.
—Sabemos que dentro del Partido Demócrata hay sectores «colaboracionistas» —me tranquilizó O’Donnell—. Estos últimos están más interesados en participar en el juego político que en hacer una revolución radical en España. Si intuyen que algunos de sus militantes albergan el deseo de convertir el país en un polvorín demócrata, les expulsarán del partido y les arrebatarán todas las atribuciones de inmediato. Así quedarán neutralizados.
Se permitió sonreír con cierta suficiencia, antes de añadir, tranquilizador:
—No creemos en la extorsión ni en el asesinato, letrado, no se inquiete.
Tenía que digerir todas las emociones del día, que no habían sido pocas. Debí permanecer callado largo rato, porque me sacó de mi ensoñación don Ramón Sotomayor, quien me agarró del brazo y me indicó la salida.
—Don Leopoldo, si le parece —se excusó ante su superior—, me llevo al letrado para contarle los detalles del acuerdo. Le mantengo informado de cualquier circunstancia que se produzca sobre este particular, ¿de acuerdo?
Asintió el otro sin hablar, y nosotros salimos del reservado y de la Fontana. Ya en la calle comencé a respirar fuerte, intentando airear mi cabeza para pensar rápido y resolver la situación de manera adecuada.
Espía; tenía que ser espía, confidente, chivato… del Partido Moderado, o al menos, de un ala del mismo. Además, me encargaría de ser el asesor jurídico de quienes la integraban, aconsejándoles, imagino, sobre el rumbo que debía adoptar el país cuando la revolución estallase. Dos tareas nada gratas para mí. A cambio, presenciaría los principales acontecimientos de la historia nacional en primera persona, y podría intervenir de forma directa en el rumbo que adoptaría la nación en los meses venideros. La balanza se equilibraba, pero para mí existía un aliciente añadido: permanecería en Madrid, lejos de una vida en Granada que ya no me pertenecía y que me esforzaba en sepultar, relegándola al último rincón de mi memoria.
Mientras discurría de esta forma, mi mentor me había conducido por la calle del Arenal hasta