La conjura de San Silvestre. Antonio Jesús Pinto Tortosa

La conjura de San Silvestre - Antonio Jesús Pinto Tortosa


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de jardines, don Ramón acabó de completar la información sobre mi misión.

      —Pedro, si el general te pregunta alguna vez, negaré haber tenido esta conversación contigo —ya empezábamos con los dobleces—. Hay algo que quiero que añadas al trabajo que acabamos de encomendarte.

      Yo le miraba, sin ser capaz de articular palabra, habilidad que parecía haber perdido en la Fontana de Oro y que dudaba recobrar de manera inmediata:

      —Has de espiar también a los progresistas —el verbo no me pasó inadvertido—. El éxito de la conspiración depende de que los sectores más avanzados del Partido Progresista permanezcan en un segundo plano y nos dejen hacer a los demás. Hay en este partido simpatizantes de los demócratas. Como a aquellos, hay que neutralizarlos. El general —me confesó, con un gesto que indicaba contrariedad—, considera que hay que mantener una actitud diplomática con todo el progresismo, que es nuestro compañero de baile, pero yo no puedo permitir que nos quede ningún cabo sin atar en esta jugada maestra que preparamos. Si algo falla por mantenernos demasiado prudentes con estas gentes; si mis esperanzas de prosperidad se vuelven a frustrar por un exceso de tibieza por nuestra parte… Me voy a cagar en los muertos del general, en sus propios bigotes.

      Di un respingo.

      —Después me mandará fusilar —añadió—, pero nadie me quitará la satisfacción de haberle dicho lo que pienso.

      La cosa parecía clara y, como he dicho, la perspectiva de regresar a Granada no me atraía en absoluto. En realidad, pese a que yo había fingido tener la situación bajo control, aquel maldito hombre seguía siendo el único faro de salvación en medio de la tempestad en que se había vuelto mi vida. Cuando todo aquello acabase, si en algún momento conseguía ser dueño de mi propio destino, también yo iba a ajustarle las cuentas a aquel viejo gordo. No obstante, por el momento más me valía llevarme bien con él.

      —¿Cuál debe ser mi primer paso?

      Su rostro se ensanchó en una amplia sonrisa, de la que fue testigo la fachada principal del palacio de Oriente, ante el cual acabábamos de detenernos.

      —Sabía que podía contar contigo, Carmona —señaló, antes de responder a mi pregunta—. Mañana deberás comparecer en Presidencia, para entrevistarte con el conde de San Luis. Jamás deberá saber que sirves directamente al general O’Donnell, a quien odia con toda su alma. Para él eres un jurista experimentado, venido de Granada con la intención de asesorar al Partido Moderado sobre una conveniente reforma de la Constitución de 1845, que permita al Gobierno mantenerse en el poder y deshacerse de sus opositores. Sobra decir que también nos informarás sobre los pasos que des junto al Ejecutivo.

      Asentí, pero tenía una duda.

      —Sartorius, el conde de San Luis —me escuchaba don Ramón, atento—, ¿puede saber que trabajo para usted?

      Rio con ganas y procedió a explicarse.

      —¡Ya lo sabe! —Volvía a disfrutar con mi desconcierto—. Ayer mismo se lo conté mientras tomábamos café, a primera hora de la tarde.

      —C… cómo… —dudaba entre verbalizar la pregunta o callarme, pero opté por lo primero—, ¿son ustedes amigos?

      Nueva carcajada, aún más sonora que la anterior, que despertó a un bebé paseado por su niñera a aquellas horas de la mañana, mientras los padres de la criatura se dedicaban a otros quehaceres.

      —Ay, Pedro. —Su asombro y su diversión me desconcertaban—. Yo siempre he sido amigo de todo el mundo. ¿Cómo, si no, te explicas que haya podido sobrevivir en Madrid durante los últimos diez años, contra viento y marea?

      3. Donde se hace la alta política

      El día había concluido pronto en lo laboral, pero la última conversación con Sotomayor me había dejado exhausto. Tanto, que necesité deambular por las calles de Madrid sin rumbo fijo, mientras ordenaba mis ideas e intentaba sopesar si merecía la pena enredarme en aquella madeja. Una vez más, de la mano de quien siempre había aparecido en mi vida solo para cambiar el curso de la misma, me veía puesto en un curioso brete: de un lado, la posibilidad de mantenerme fiel a mis principios (¿cuáles eran mis principios?) y regresar a Granada, a una vida gris, junto a una esposa que me había repudiado y a un hijo que se había hecho a la idea de que iba a vivir sin mí; de otro lado, la alternativa del diablo: consentir en convertirme en alcahuete del bando político del general O’Donnell y de don Ramón, no necesariamente por ese orden. Con este fin, habría de usar y prostituir mi profesión real, la de abogado, para encubrir mi verdadera función junto a la élite madrileña. Nuevamente, me dije amparado por la sombra del Dios Neptuno, voy a verme convertido en algo muy diferente de lo que soñaba mientras, en mi juventud, memorizaba leyes y me imaginaba a mí mismo togado e impartiendo justicia en una España huérfana de moral.

      Cené frugalmente fuera, en una fonda cualquiera, y me encerré en el cuarto lo antes posible, deseosos de evitar todo contacto humano, como me ocurría cada vez que me encontraba en una situación similar. Mi ánimo, a aquellas alturas, ya estaba resuelto: me quedaría en Madrid y abrazaría el clavo ardiendo en que se había convertido mi destino. Prefería renunciar a todo cuanto había querido ser, enterrando para siempre la ilusión del joven abogado granadino que nunca fui, antes que regresar a Granada y enfrentarme a la cruda realidad: no solo nunca había sido ese letrado ejemplar, sino que jamás conseguí ser nada, ni a mis ojos, ni a los de aquellos que me rodeaban. La gran urbe me ofrecía una coartada, un modus vivendi y una rutina con los que consolar la soledad de mis días; hasta ahí, todo claro. Ahora bien, ¿qué curso habría de tomar mi acción a partir de la mañana siguiente? No tenía ni la más remota idea. De modo que decidí dar por concluidos los desvelos y entregarme al sueño que, como ya he narrado, se resistió a abrazarme con la intensidad que mi cuerpo exigía.

      Desperté maltrecho y sudoroso, pese a que en la calle la gente aceleraba el paso y encogía el cuerpo para afrontar un nuevo día de invierno. Creyendo que quizá mi aparato digestivo, acusando ya los estragos de los años, reaccionaba mal ante las comidas grasientas de mi nueva dieta en la capital, me propuse no escatimar en comida de calidad en adelante, y mantener una disciplina equilibrada en lo culinario. Por consiguiente, iba a comenzar aquella mañana con un desayuno ligero: un café solo y un panecillo con aceite. Y de ahí, de nuevo al cuarto para reflexionar y fijar el orden del día, cuya primera parada, sin duda, habría de ser la que mi antiguo superior me había encomendado: la carrera de San Jerónimo, para despachar con el presidente del Consejo de Ministros, Luis Sartorius, conde de San Luis. Salí a la calle con mejor disposición de ánimo que la que había tenido durante toda la tarde-noche anterior, aunque solo me extrañó no haber coincidido con Tomás, el mozo tuerto que tanto había amenizado mi desayuno previo. Qué curioso, pensé, resulta el vínculo que uno establece con cualquier contertulio cuando se encuentra fuera de su ciudad y lejos de los suyos.

      La calle parecía bastante animada con el trepidar de personas dirigiéndose a sus quehaceres diarios, y he de reconocer que esa vida de las ciudades siempre ha sido un elemento que me ha insuflado ánimo incluso en los momentos de mayor flaqueza. De modo que la energía iba llenando mi pecho conforme vadeaba la puerta del Sol y acometía el camino hasta el edificio del Congreso. Una vez allí, me identifiqué ante los bedeles de la entrada como el secretario personal de Ramón Sotomayor, cuyo nombre me franqueó el resto de puertas hasta llegar a la antesala del despacho del presidente. He de confesar que el lujo de los pasillos del Congreso me empequeñeció hasta el extremo de, por un momento, hacer que me cuestionase si yo, insignificante chisgarabís de provincias, pintaba algo en todo aquel teatro. A esta sensación contribuyó el bullicio de la antesala de espera, donde a las nueve y media de la mañana ya se reunían varios caballeros de grave rostro que, como yo, aguardaban audiencia con el presidente del gobierno. Para relativizar la gravedad de aquella situación, di en pensar en la ironía que suponía el hecho de que Sartorius, jefe del Ejecutivo, siguiese despachando sus asuntos en las entrañas de una institución que había ninguneado poco antes, suspendiendo sine die las sesiones de Cortes.

      Los allí reunidos recibieron mis «buenos


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