Las llaves de Lucy. José Luis Domínguez
para pasar revista como todos los días, al tiempo que nos agrupábamos en el sector de siempre.
—Señores, por favor se ordenan y dejan de hablar. En fila bien alineados y callados. Formación seis por cinco, como de costumbre.
—Pero, güey —le animó uno del grupo, contestándole al guardia, para que escuche el jefe Rosty—, hace dos meses con la misma jodida historia. ¿Tú sabes por qué nos llaman “GOB-30”? Entonces, no nos jodas con tanta formación y siempre firmes, que tenemos hambre y queremos ir al comedor.
—Señores, esto está muy claro: si ustedes se rebelan, el Capitán sabrá de esta indisciplina más rápido de lo que canta un gallo, y ustedes saben también que, si al “Capi” lo agarramos cruzado, a ustedes se les acaban todos los privilegios.
Imposible rebatir esos fundamentos, así que, todos calladitos, nos reunimos como ordenaba el guardia y nadie más abrió la boca para quejarse.
—Gracias, señores —y comenzó el conteo—. Segundos después, la cara del guardia García cambió de semblante.
—Jefe Rosty, mi conteo suma 29. Nos falta un reo.
—Tal vez esté demorado por ahí terminando su chamba —saltó uno.
—Seguro está descompuesto y no puede dejar el baño —aportó otro.
Inmediatamente, el custodio habló por radio y, como por arte de magia, y no sé de dónde, surgieron ocho guardias armados y nos rodearon.
—¡Guardias! Revisen toda la obra, los baños, recovecos de aquí y de allá —señalando con el dedo y en un creciente estado de nerviosismo—. Quiero que encuentren al que falta y me lo traigan aquí de las bolas. Le vamos a recordar lo que es la puntualidad. ¡Rajen, ya!
—»Si hace falta levantar las baldosas y los inodoros, háganlo. Cualquier novedad me avisan por radio, en la frecuencia de seguridad —todos se cuadran en saludo militar—.¿Entendido?
—¡Sí, señor! —respondieron los ocho a coro y salieron disparados a la búsqueda del “impuntual”.
—Aquí García a Central de Control General ¿Me escuchan?, cambio.
—Lo escucho, García.
—¿Hay algún reporte, un acto que le llame la atención, escrito en el libro diario de anotaciones desde las 8:00 de la mañana de hoy?
—Aguarde que me fijo, señor.
Un instante después.
—Nada, señor García. Todo aparenta normal. Las mismas anotaciones de rutina de siempre. Nada diferente.
—Jefe Rosty, por favor, lleve a este grupo a una sala. Vamos a controlar nombre y apellido de cada uno para determinar quién falta.
—Sí, señor.
—Jefe Rosty, por su integridad, le sugiero que llame al Capitán Arnoux y le avise de esta situación, antes de que disparemos las sirenas. Y prepárese con lo que se viene, ¡nos va a querer comer crudos! —le apuntó un viejo guardia a Rosty, para salvar su pellejo.
—Guardia García a “equipo de búsqueda”. ¿Me escuchan?, cambio.
—Lo escucho, señor García.
—¿Tiene novedades?, cambio.
—Negativo. Ya estamos volviendo señor. El área de obra y el patio trasero están limpios y ordenados; no hay un hueco donde esconderse. Aquí no queda nadie. Cambio.
—¿Y en los sanitarios?
—Solo los inodoros, señor García. Vacíos.
—Gracias. Cambio y fuera.
—Aquí agente García a Central de Control General. ¿Me escuchan?, cambio.
—Lo escucho García.
—¡Alerta roja! ¡Alerta roja! ¡Ya mismo!
El ruido atronador de las sirenas comenzó a escucharse en todos los recovecos del Palacio Lecumberri, como hacía años que no sonaban, salvo para pruebas de funcionamiento o simulacros. Pero esta vez no era un ensayo. Era real.
Era la primera vez, en los últimos treinta años, que “estallaban” las alarmas y sirenas de esta manera. La cárcel de mayor seguridad del estado había sido burlada. Ni el Capitán ni el jefe Rosty recibirían la medalla de honor por lo que acababa de suceder. Todo lo contrario. Se avecinaba una guerra.
CAPÍTULO 5
EL CAPITÁN ARNOUX Y SUPERMAN
“Palacio Negro” de Lecumberri.
Jueves 19 de mayo de 2011, al mediodía…
Un día antes de la desaparición de Evelyn.
El Capitán Pierre Arnoux ordenaba unos escritos y certificados en su bunker del tercer piso del Pabellón Central, cuando de pronto sonó el teléfono fijo. Lo levantó y atendió. Era el jefe Rosty. Erguido frente a su escritorio escuchaba con prestancia la conversación con su asistente, pero luego de unos segundos se bloqueó y su semblante se transformó.
Cuando terminó de enterarse, y procesar el breve resumen que le había comunicado su colaborador, se sentía otra persona. De golpe se puso pálido, furioso, echaba chispas. Le temblaba la mano y no pudo colocar el teléfono en la posición correcta. Intentaba analizar la real dimensión de lo que acababa de ocurrir. Recién, cuando escuchó sonar las sirenas, tomó conciencia del huracán que se avecinaba, mientras el sonido penetraba estrepitosamente en su oficina y lo invadía todo. Su centro del mundo, desde donde gobernaba la prisión, comenzaba a desmoronarse.
A pesar de su temple y coraje, un mareo invadió su cuerpo y se sintió flojo. Con cada segundo que iba pasando, se notaba peor. Le bajó la presión y hasta sintió nauseas. Un gusto amargo de reflujo ácido le llegó hasta su boca. En ese estado de conmoción, dejó el teléfono encima de su escritorio, mientras, del otro lado de la línea, el jefe Rosty insistía hablando solo. Porque el Capitán ya no lo escuchaba.
Se acercó al dispensador y se tomó un vaso de agua, como si eso fuera una poción mágica que lo salvaría de todo. Inspiró dos o tres bocanadas de aire, tratando de recuperarse. No lo logró.
Luego caminó hasta la ventana de su despacho en el tercer piso. Se detuvo justo para escudriñar a los reos que se paseaban por el patio de su presidio. Sí, era su presidio. Porque lo mantenía bajo su cargo. Él era el responsable máximo del edificio, de sus empleados y de la población carcelaria de más de mil presos. Ese era su mundo, su presidio, el Palacio Lecumberri.
Él era la máxima autoridad de la cárcel y reportaba directamente al Gobernador del estado, sin pasar por nadie más. Compartía una línea directa con su jefe.
Y justo en este momento tenía que usarla, y no se encontraba ni remotamente preparado para darle semejante noticia. Ni por asomo.
Abrió el tercer cajón de su escritorio, buscó su revolver reglamentario, revisó las balas y lo metió en su cartuchera. Se la calzó en la cintura. Buscó su chaqueta de uniforme y su gorra de Capitán. Abrió la puerta de su oficina y salió por el pasillo hacia el lugar de los hechos, a reunirse con sus subordinados y colaboradores.
Su cabeza era un torbellino de imágenes y pensamientos, y por desgracia todas malas. Todavía le quedaban dos años por delante al mando de la Penitenciaría Federal del Estado.
Unos meses atrás, el gobernador le había prometido una oficina al lado de su despacho y asignarle el cargo máximo. Manejaría la Superintendencia General de Presidios de todas las cárceles del estado. Hoy el país contaba con una población de 275.000 presos, según el último censo, distribuidos en 480 establecimientos carcelarios, incluido el mismísimo Palacio Lecumberri.
Ese nuevo puesto ofrecido lo catapultaría a una nueva dimensión, a un título no existente. Era un nuevo cargo donde podría demostrar sus dotes de mando y de gran administrador de recursos,