El aula es la respuesta. Leonardo García Lozano
Defensa de nuestra independencia política.
▶ Aseguramiento de nuestra independencia económica.
▶ Continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura.
▶ Mejora de la convivencia humana.
▶ Aprecio y respeto por la diversidad cultural, la dignidad humana, la integridad de la familia y el interés general de la sociedad.
▶ Igualdad de derechos de todos.
Por tanto, lo básico de la educación, esto es, el rasgo mínimo común de las y los mexicanos ideales, es la convivencia armónica civilizada. En consecuencia, las escuelas de los niveles básicos debiesen garantizar que cualquier ciudadano esté apto para ella, si no ¿para qué es obligatorio cursarlos?
Una cuestión que pudiera ponderarse como medida de logro del sistema educativo es, quizá, la manera como está compuesto el tejido de la sociedad actual en México. Por documentar el optimismo,2 habría que reflexionar si las instituciones educativas mexicanas han incidido de la manera esperada en las formas en que: a) convivimos y resolvemos nuestros conflictos, b) generamos riqueza, c) preservamos y mejoramos la calidad del medio ambiente, d) tomamos decisiones enmarcadas en un acuerdo social, e) apreciamos y participamos de la cultura, f) respetamos las diversidades, y g) respetamos los derechos de todas y todos.
La respuesta quizá sea no, como es la nuestra. Las instituciones educativas del nivel básico no impactan, o lo hacen con pobres resultados, en esas esferas (o lo hacen sólo ciertas escuelas o ciertos profesores por aislado); incluso se puede señalar que no hay nada nuevo bajo el sol y que dicha condición viene repitiéndose y empeorando, tal vez, desde la década de los noventa, cuando Gilberto Guevara Niebla publicó La catástrofe silenciosa (1992), documento que para muchos es el primer diagnóstico formal y profundo del sistema educativo mexicano.
La centralidad de quien aprende como eje de (casi todas) las reformas
Desde la década de los setenta la teoría humanista puso al aprendiz en el centro del plan de estudios del nivel preescolar, y tras el diagnóstico de Guevara Niebla, las reformas en educación comenzaron a sucederse casi cada sexenio; de entre ellas, una característica que viene permaneciendo es que a la centralidad del aprendiz se le ha venido dotando cada vez de mayores implicaciones.
Sin duda el primer gran aporte de la centralidad del aprendiz, y quizá el que encuentra menos detractores, es el relativo al aprendizaje significativo o la significatividad del aprendizaje, enunciado sobre todo por Ausubel. Entre las condiciones para que algo se aprenda, Ausubel (2002) señala dos:
1. La potencialidad de los materiales, lo cual supone que aquello que se aprende sea coherente y lógico con:
• Las estructuras lógicas desarrolladas previamente por las y los aprendices, lo cual ha dado pie a que se investiguen los saberes previos y, en ocasiones, al diagnóstico de las estructuras cognoscitivas, incluso a nivel de dominio disciplinar.3
• Las estructuras lógicas del material objeto de aprendizaje per se, lo cual es fácilmente traducible, tanto a la jerarquización (por qué aprender determinados saberes) y progresión (cuál es la secuencia más lógica) de los contenidos como a su pertinente contextualización (para qué se aprenderá).
2. La disposición subjetiva de quien aprende, lo que en estudios posteriores se ha venido desarrollando como metacognición, que no es otra cosa que las motivaciones iniciales de los sujetos por aprender y el control efectivo de los propósitos y medios para lograrlo, lo cual está ligado de manera íntima con la potencialidad de los materiales.
Derivado de lo anterior, en un segundo momento emergió la importancia del contexto, tanto para el nivel tecnopedagógico como para la gestión y administración de la enseñanza; que si bien era reconocido como condición para el aprendizaje, el papel del medio sociocultural se desempeñaba como una variable extraña. La emergencia del contexto tuvo como colofón que se entendiera que medio y aprendiz se desarrollan de manera interdependiente y, por lo tanto, en el mejor de los casos, los aprendizajes tienen relevancia para el medio en que se desarrolla el alumnado, pero a su vez, el medio en que se desarrolla este debe ser tomado en cuenta tanto para las situaciones didácticas como para el desarrollo de quien aprende.
La enunciación anterior, pese a su potencia, sirvió como cajón de sastre, donde todo o casi todo tenía cupo como práctica para “contextualizar” en el aula, desde mover, quitar o poner contenidos o exámenes argumentando la adecuación curricular, hasta la continuación de ciertas prácticas de segregación, so pretexto de que no todo el alumnado tiene el mismo bagaje cultural ni las mismas capacidades e intereses para aprender.
Con la reforma del 2006 tomó fuerza la noción de competencias, lo cual ayudó a delimitar el sentido de contexto. Las competencias son entendidas como: la movilización, en situaciones similares a los entornos de enseñanza— aprendizaje o inéditas, de a) conocimientos declarativos o procedimentales, b) habilidades y c) actitudes y valores.
Por lo que dicha movilización es observable y requiere que los docentes identifiquen y, por lo tanto, evalúen los desempeños previos desde los que se partirá para aprender y aquello que se considerará como mínimo para desarrollar, lo cual implica el establecimiento de diversos niveles de desempeño. Las competencias, en ese sentido, dieron al contexto el sentido de ‘contexto de evaluación’ y ha venido requiriendo que los docentes desarrollen estrategias de evaluación no sólo para los conocimientos4 sino, de manera conjunta, para las habilidades, las actitudes y los valores; como son los casos, problemas, proyectos, portafolios, diarios, exhibiciones, los incidentes críticos, organizadores gráficos, el servicio, las diferentes narrativas, etc., lo que a su vez ha implicado que se desarrollen los instrumentos de evaluación ad hoc como las rúbricas, las listas de cotejo, escalas de estimación, registros de observación y anecdóticos, entre otros.
Paralelamente, junto con la centralidad de los aprendices, ha venido ganando fuerza y realidad la atención, si no es que la promoción, de la diversidad en las escuelas y las aulas. Es innegable que este proceso data desde la fundación misma de la escuela,5 así como del entendimiento de la universalización de los derechos humanos para todas y todos y, por tanto, del combate a las exclusiones, las cuales con el progreso del conocimiento se van visibilizando más.
La atención a la diversidad la entendemos como inclusión, en los siguientes sentidos:
a. La educación es un derecho que garantiza el ejercicio de otros derechos humanos básicos, por lo que la identificación y la respuesta a la diversidad de necesidades de todas y todos los aprendices es primordial; las respuestas debiesen estar dirigidas a que todas y todos puedan participar más en la cultura, que no es otra cosa que participar plenamente en sus entornos de aprendizaje y de vida en comunidad. Por lo tanto, debe garantizarse el acceso de toda la población a las escuelas.
b. La educación defiende la igualdad. Dado que cada individuo posee combinaciones diversas de características, motivaciones y barreras de aprendizaje (Bonals y Sánchez-Cano, 2007), las respuestas deben ser sistemáticas, pues involucran a los diferentes grados y niveles de organización educativa, así como el abordaje concreto de contenidos en el aula, habilitación de espacios físicos, movilización de recursos, etcétera.
De los contenidos a la transversalidad: no todo lo que urge es información
Poner al alumnado en el centro de las acciones educativas, desde las político-administrativas